El rumor del mundo
(Novela, fragmento)
Uno
No es que con la lectura se nos vaya el tiempo.
Es que con ella nos vamos nosotros.
Ángel Gabilondo
A mi lado, como siempre, he colocado el bolso con los libros y el termo. Damián ha encendido temprano la consola de climatización y conservaré puesta la enguatada de lana por lo menos hasta pasadas las diez.
Las conozco ya muy bien a todas. La de la taquilla uno se llama Lucinda; la de la tres, Mariela; la de la cuatro, Lorna. Sobresale hoy del pullover marrón de Lorna, de cuello alto, una inquieta y linda cabecita rubia, y escucho por sobre los murmullos como ofrece ella explicaciones, más que mediante palabras con apuradas e infantiles sonrisas y señas, a un extranjero, al parecer un turista canadiense, que busca desesperado sobres para air mails y desea adquirir las ediciones últimas del Toronto Star y el Calgary Sun. Viste él de short blanco, camiseta de algodón, gafas cuadradas, y un sombrero de yarey de alas enormes que ostenta muy feliz como un gran homenaje suyo a la isla que lo ha acogido hospitalaria por una o dos semanas.
El resto de la fila de la taquilla cuatro, la más tumultuosa siempre, la de los pensionados, únicamente se sobrepone a la larga espera y bromea. Edineldo afirma que se comprará con el pago de este mes una isla con un cocotero. Javier Almanza, un ex actor dramático, sale de la fila e imita incluso al turista canadiense haciendo que todos, hasta ellas, Lucinda, Mariela, Lorna, al otro lado de los cristales, a pesar del cansancio, aplaudan con una amplia sonrisa esa juvenil energía, esa tan inspirada actuación
Todas las almas. Estoy terminándola ya, he sostenido esta semana un magnífico ritmo de lectura. Afirma en esa novela el español Javier Marías: «Yo comprendo bien a quien lamenta morirse sólo porque no podrá leer el próximo libro de su autor favorito, o ver la próxima película de la actriz que admira, o volver a tomar cerveza, o hacer el crucigrama del nuevo día, o seguir la serie de televisión que sigue, o porque no sabrá qué equipo ha ganado el campeonato de fútbol del año en curso. Lo comprendo perfectamente. No es sólo que todo pueda aún darse, la noticia inimaginable, el giro de todos los acontecimientos, los sucesos más extraordinarios, los descubrimientos, el vuelco del mundo».
Leí intensamente toda la mañana de este jueves. Se busca una mujer y Foe. Bukowski y Coetzee, dos autores actuales, de primera línea según Cándido. Me fui a las doce a almorzar en «El Turquino» (uno de los pocos lugares baratos de la ciudad, diseñado para divorciados o viejos). Entré a «Castalia» luego, esa tarde, como acostumbro, una hora antes de marchar a mi turno de ayudante general en la ponchera de Berrio. «Castalia» es una librería privada, ubicada en un antiguo garaje, de paredes apuntaladas, y solo se encarga de libros de uso. Bucean en sus cajas los lectores. Había hoy en ella un cliente tan especial como Hipólito Aragonés, un escritor más o menos conocido en el país sobre todo por su última novela, Las piedras acuáticas. Conversaba animadamente, sentado, el bastón sobre las piernas, con la vendedora. Revisé todo, como siempre, mesa por mesa, sin dirigirle la palabra a nadie. No tenían allí nada de Volpi, por supuesto. Ni de Volpi, ni de Aira, ni de Gamboa. Cándido me ha recomendado sobre todo al mejicano Volpi con mucha insistencia últimamente. Cándido es como mi guía de lecturas. Me llamó el domingo por el teléfono comunitario (pago dos pesos a una refunfuñona vieja llamada Eulalia por cada uno de esos breves avisos nocturnos). «Veré como te hago llegar pronto El buda de los suburbios, de Kureshi». «¿Kureshi?». «Sí, un escritor inglés. Te va a gustar, el narrador es un niño». Le pregunté cómo se llamaba el niño, pero me dijo no recordarlo. Insistió. «Kureshi. Te va a gustar». Finalmente seleccioné y compré allí en «Castalia» esa tarde cuatro novelas y dos libros de cuentos que me deberán durar, bien administrados, sin excederme, dedicando los minutos debidos a ellas y a Damián, al menos hasta finales de septiembre.
Terminé hace unos minutos, a las 10 y 46, marcaba esa hora el reloj del correo, con Ardiente paciencia. Es una hermosa y breve historia, la de la amistad entre el poeta Pablo Neruda y su cartero en Isla Negra. Prosa finísima, de poeta. Hay varios carteros aquí, por supuesto, cinco o seis, pero vienen todos muy temprano, también en bicicleta, como Mario Jiménez, recogen la correspondencia y la prensa a repartir y se marchan, y casi no he hablado con ninguno.
Anoté antes de marcharme al mediodía, en mi registro de lecturas. Siempre lo hago, desde el primer día. Título, fecha, y luego, con cuidado, la hora exacta de terminación. Escribí todo en la primera sección, en la de las novelas. Prefiero las novelas a los cuentos y los dramas. Fueron casi tres cuartos de hora, absorto, sin alzar la vista. Guardé todo en el bolso. Anoté par de nombres en la parte del plan. Salí afuera unos minutos, a estirar las piernas, pero regresé enseguida. Cuando abrí La cartuja de Parma, y husmeé en sus páginas iniciales, me impresionó vigorosamente la hermosa y triste dedicatoria que su primer dueño, o al menos el anterior a mí, había escrito en la primera página. No es común que ocurra, que nadie que no sea el autor dedique libros. Y era esta una dedicatoria afligida, casi como un testamento. La humedad del abandono había borrado bastante la tinta azul pero aún se podía leer. «Voy a morir y no quiero que echen estos valiosos libros a la basura. Fueron parte de mi vida. Los dono para que allí encuentren manos Cariñosas, sean bien cuidados y sigan creciendo sus lectores».
Un hombre con alma, un ser espiritual, seguramente un viejo. ¿Con semejante pedido, con tales palabras, cómo pudo llegar entonces ese ejemplar ahora mío a los estantes de «Castalia»? ¿Qué sucedió con los otros, el habló de varios, escribió estos valiosos libros? ¿Se deshicieron de ellos en alguna biblioteca, como un objeto extraño e inservible? ¿Es de eso lo que trata algo provocador que me han dicho que ha escrito y circulado en estos días el escritor Hipólito Aragonés? ¿No respetaron los bibliotecarios ni ese deseo último de un lector, no un lector cualquiera, sino un lector sagrado, un lector ya muerto?
«Jennifer Rockwell, que entonces tenía diecisiete años, venía a leerme por las noches. Yo trataba de escuchar su clara voz juvenil, allí acostada, preguntándome si Jennifer era real o sólo otro de los fantasmas que de cuando en cuando se detenían a mi lado, figuras frías, autosuficientes, no reprobadoras, de caras cinceladas y azules». Así recuerda ella, muy adolorida, Mike Hoolihan, una policía, en Tren nocturno. Jennifer Rockwell había sido asesinada. Lo ha contado, punto por punto, escalofriantemente, Martin Amis en esa novela suya de 1998. De Martin Amis leeré un día de estos, para noviembre, El libro de Rachel. Es probable que algo así, parecido a lo que recuerda Mike Hoolihan sintiera Edwin mientras yo le leía. Todas las noches le leía, y también algunos domingos en las tardes, en el portal, calzado él por dos grandes almohadas que lo hacían parecer más pequeño, prematuramente consumido.
El protagonista y narrador de El buda de los suburbios es Karim, un adolescente de origen indio, como me adelantó Cándido. Asocié ambas palabras: Karim y Edwin. Karin no fue hijo único, él tuvo un hermano menor llamado Allie. Sus padres tal vez decidieron mal con irse a Londres, pero tomaron una buena decisión en cuanto a la descendencia, dos hijos, una buena cifra. Carmen y yo solo teníamos a Edwin y nunca lo intentamos más siquiera. Es difícil discutir y luego olvidarlo todo e irse a la cama. Pensamos que con Edwin nos bastaría. Crecería saludable, asistiría a la escuela, jugaría beisbol como su abuelo, se enamoraría de alguna condiscípula, se graduaría, trabajaría, sería, por esa lógica de la vida, quien nos cuidaría en la vejez, empujaría misericordioso nuestra silla de ruedas y nos cerraría algún día los ojos.
No me turban ya a estas alturas, por supuesto, esos ruidos persistentes del correo. Mucho menos me obligarían ellos a detenerme, cerrar el libro, regresar y releer. Releer o tratar de releer. No lo hacen siquiera esos momentos tan caóticos como suelen ser los de la reunión general del cinco de cada mes, conducida siempre ella por el Director General (tienen un punto, invariablemente a cargo de Damián, el punto de la disciplina, que en un correo, como en un avión o en un submarino, debe ser ejemplar). Tampoco esos momentos quincenales de la higiene, planificados siempre para la mañana de los miércoles. «Día de la higiene. Por favor. Entrar solo por la puerta uno». Alcibíades conecta esa mañana la manguera y aparecen los cubos, los escobillones, los gritos. Levanto los pies, lo hago ahora, y a Josefa, la añosa auxiliar de limpieza, le basta, pone esa cara de la gente buena que no quisiera nunca interrumpir.
Claro está, tampoco me turbaron —apenas un alto largo al final de página—los imprevistos de este martes: el borracho semidesnudo y cantante de ópera que lanzó una botella de ron contra la puerta principal y obligó a Damián a llamar a la policía, ni siquiera aquel incidente provocado por el canadiense medio tonto, del sombrero tropical, días atrás (no es común ver a un canadiense solitario en este correo), el que buscaba el Toronto Star y que nos hizo reír, y a Javier Almanza, el actor dramático, recordarnos, con gran esfuerzo, sus mejores y lejanos días sobre las tablas.
Solo leo al comienzo del día, solo en las mañanas. Es imposible hacerlo mientras está abierto el correo. Los ojos se cansan, como cualquier parte del cuerpo. Entre las ocho y las once y cuarenta y cinco. Es cuando me siento más dispuesto, aunque no sea el horario de más tranquilidad en el correo. Cualquier hora, dicen los lectores empedernidos, es buena para leer, eso depende solo de uno mismo, de la vista, de cómo se sienta el cuerpo, no tanto de las condiciones del lugar. Leer es eso, solo un tipo muy especial de tenacidad. Tengo verdaderamente mucha voluntad, y ya poseo también mi técnica, mi práctica, mi propio ritmo. Lo he comprobado todo otra vez más hoy. No importan el bullicio, los gritos, los ruidos, puedo aislarme, hacer de ese sitio junto a la consola otro mundo paralelo. Un mundo solo mío, y de los autores, y de los personajes de los cuentos y las novelas.
Estoy terminando ahora, en esta mañana de lunes, Germinal, una vieja deuda con Zolá y con mi hijo Edwin que arrastraba desde junio. Ayudé alguna vez a mi hijo Edwin, hará ya par de años, estaba entonces en séptimo y no le habían hecho los análisis especiales, no le habían descubierto nada, a escribir algo sobre Zolá, nada extenso, nada de cronotopos, mudas, isotopías, esas cosas modernas, una aburrida y muy tonta tarea que calificó de excelente su joven y tonta y aburrida profesora de literatura.
Edwin, mi hijo, me necesitaba más en ese último año. Necesitaba que le leyera para calmarse y dormirse. No le importaba que fueran pasajes que para entender exigieran recordar lo leído el día anterior. Creo que no le interesaba tanto la historia como mi voz paternal, escucharme leyendo. Se volvía para mirarme. Sentía el contacto de su mirada sedienta. Hay niños que hacen lo contrario seguro, se vuelven para sentir la voz como viniendo del techo, del espacio. El me miraba leer y me escuchaba y cuando lo miraba, al terminar algún párrafo importante, voltear la página, siempre encontraba sus ojos muy abiertos. No sé si otros harían lo mismo. Nunca le pregunté a nadie. No me interesó saber. La noche del sábado lo sentí entrar a su cuarto. El suyo que es también el mío luego del divorcio. Encendí la luz y le pregunté si quería que le leyese. Me dijo que no, que venía cansado, y se dejó caer sin zafarse los tenis. Iba a apagar la luz y entonces lo vi volverse. «Bueno, si quieres, papá». Esta de hoy era una historia un poco más complicada, la de unas vírgenes que se suicidan, pero la escuchó con igual atención mientras pudo. Cuando sentí su respiración, la de alguien que duerme, puse el libro de Jeffrey Eugenides junto a su almohada y salí de la habitación. Estuve en la ventana, fumando, hasta que vi una claridad asomarse por el este, descubriendo las restantes azoteas, todas ellas sucias y abarrotados de trastos, y más allá la antena que se erige desafiante sobre la oficina de correos.
Si mi propósito fuese tan simple como voltear páginas, concluir capítulos, terminar libros, sentir esa tonta felicidad de las estadísticas, acudiría a otro lugar, realizaría, por supuesto, otro tipo de lectura más veloz. Claro que sí, que hay muchas maneras, miles. Pero no sé qué puede sentir quien lee así, en diagonal, como crucificando cada página, un vistazo de arriba abajo y de izquierda a derecha, otro similar pero de derecha a izquierda. La lectura rápida (amor rápido, comida rápida, vida rápida, muerte rápida), inventada por un tal Tony Bazal es eso. Una buena lectura no requiere rapidez, únicamente necesita concentración e iluminación, y la iluminación aquí, tan cerca de la consola, es de primera gracias a las diez lámparas de cuatro tubos del correo y sus paredes de cristal que dan al sur y dejan pasar durante gran parte del día la luz del sol. Yo añadiría también a esas condiciones algo más: una temperatura tan agradable como la que hay aquí en este correo, a veces hasta fría, gracias a la consola y al celo de Damián. No, nada de lecturas rápidas, no. Por Dios. Nada de fotolectura, ese sistema absurdo creado por Paul Scheele. No sé cómo podría alguien leer, por ejemplo, echando simples vistazos a las sutiles y hermosas páginas de Opiniones de un payaso. Se perdería lo mejor. Nunca se sentiría realmente en Bonn, nunca odiaría al fascismo. No disfrutaría la prosa del alemán. ¿Entendería al final la incurable desolación del payaso Schnier? ¿Comprendería en profundidad lo que significó para él, para su vida de payaso, la muerte de su hermana Henriette alistada en las unidades de los SS en febrero de 1945?
Del libro: El rumor del mundo (Ediciones Deslinde, Madrid, 2023), novela de Félix Sánchez Rodríguez.