Desde que el circo levantó la carpa y apostó los carromatos junto al muro del convento de Clarisas, no había monja que llegara temprano a los maitines, ni que cumpliera con sus obligaciones. Aquella media docena de buenas mujeres, más que cincuentonas, se pasaban el día pegadas a los ventanucos enrejados, observando cómo, en el solar que lindaba con el convento, la joven del tú-tú y medias rojas se ejercitaba sobre el alambre o cómo los cinco enanitos formaban la torre humana sobre las ancas de un corcel en plena carrera y Flavio, el jefe del circo, disimulaba con pintura las mataduras del elefante, mientras que Flavio-hijo, un chaval de doce años, peinaba la melena a Bestial, el león.
Para la abadesa, sor Benedictina del Sagrario, mujer de sesenta y cinco años, y para sus cinco compañeras de encierro, oír la mazurca del circo era como abrir el portalón del corazón y dejar que entrara el aire lleno de vida. Un aire que no respiraban desde el día en que la Congregación las dejó allí, custodiando aquel húmedo caserón, considerado "patrimonio nacional". Y es que no había nada mejor para monjas que levantarse de madrugada y oler a estiércol, oír rugir al león y tararear la mazurca del carrusel del circo.
Pero el protagonista principal que les había devuelto a la juventud era Renato, el levantador de pesas, un italiano de veintisiete años, moreno, con el pelo domado a base de brillantina y dueño de una deslumbrante musculatura. Él sabía que, aferradas a las rejas de las ventanas, estaban sus seis admiradoras, con el corazón azorado y algún que otro suspiro retenido entre los labios. Cada día, allí lo esperaban ellas admirando cómo levantaba la pesa de 150 kilos y la retenía sobre su cabeza con sus brazos de acero y el pecho sudoroso.
Él, tan gavilán, no tenía piedad con aquellas pobres mujeres y se exhibía ante ellas, sin importarle que, a más de una, el sofoco le enrojeciera la cara. Pero lo peor fue el día en que sor Clara, novicia de diecisiete años, cayó al suelo desmayada cuando la antorcha del deseo le atravesó el hábito y le quemó su íntimo lugar. Apenas despertó solo acertó decir, la muy cándida:
—¡Oh, madre! Así debe ser Dios, ¿verdad?
—No, hija mía, así es el demonio —respondió la abadesa alarmada al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo entre ellas. Y mandó llamar al carpintero para que tapiara las dos ventanas. Luego fue en busca del cura y le pidió que las rociara de agua bendita.
Un mes necesitó el psicólogo de la diócesis para arrancarles del pensamiento al levantador de pesas; un mes para que sus cuerpos volvieran a serenarse y la sangre corriera por los cauces normales. El psicólogo dejó el convento convencido de que el levantador de pesas nunca más volvería a alterar el sueño de aquellas santas mujeres mediante la pasión prohibida y malos pensamientos.
No pensaba lo mismo el joven hermoso mirando las ventanas cegadas del convento. Bien sabía él que ellas tardarían años en olvidarle. No había más que oírlas, al amanecer, rezar los maitines con aire de mazurca.
(Del libro Cántico del Alba, Ed. Deslinde, Madrid, 2019).