Una bruma espesa de polvo me nubla la vista. Estoy en una calle que no conoce el asfalto, en medio de un sitio llamado, por paradojas que tiene la vida, El Paraíso. Entre las partículas amarillentas que desprende el camino, cientos de personas retan al sol, al hambre, la sed y también a la desesperanza pasajera de otro obstáculo en la ruta hacia un sueño concreto.
Y mientras ese sueño aún permanece en estado de total abstracción, quizás también son cientos los vendedores ambulantes que proponen agua, comida, ropa, cargadores para celulares y otros productos por "módicos" valores en dólares norteamericanos. Gritan sus pregones una y otra y otra vez y resguardan sus mercancías en carpas rústicas con columnas de palos y techos de lona.
La fila crece a medida que avanzan los minutos y resulta curiosa la manera en que se pueden descubrir las diversas nacionalidades con una sola mirada, mientras el gentío, cual Torre de Babel, espera por un salvoconducto para transitar de manera legal durante cinco días por Honduras. Muchos ni siquiera necesitarán uno para proseguir.
Los prototipos físicos y de expresión oral son certeras formas de diferenciar a hondureños, haitianos, venezolanos o cubanos. Justo unos kilómetros atrás expiraron los límites de las montañas nicaragüenses y comenzamos a avizorar las inquietas pero bellísimas curvas catrachas.
Si tienes miedo, hazlo con miedo, me dije mil veces y ahora atravieso el mismísimo centro de esa osada conjetura.
En El Paraíso la polvareda encuentra su máximo apogeo cuando autos de espectaculares marcas y modelos desfilan con asiduidad. Espanta la cruel diversidad del paisaje, la fatal incongruencia de esos ricachones encerrados en rostros ocultos bajo la opacidad de sus cristales y aires acondicionados, mientras salpican de ácaros a aquellos que se ganan la vida, cada día, bajo un fortísimo sol en jornadas de 12 horas.
Es el trayecto una incógnita mayúscula cuya peligrosidad asusta y a la vez seduce. Descubro en mí una faceta nueva 25 años después: admito sentir en el vértigo una pizca agradable de frenesí. Y, sin embargo, a veces sudo frío. Si tienes miedo, hazlo con miedo, me dije mil veces y ahora atravieso el mismísimo centro de esa osada conjetura, avanzando entre corrientazos de temor y la rarísima sensación de no saber, en esencia, qué hago.
Siempre me dijeron que marcharse era lo más difícil y lo entendí a medias, solidarizado con el sufrimiento ajeno, pero contrariado por la invisibilidad de lo negativo de abandonar aquel sitio del que casi todos quieren marcharse. Quedarse era para mí peor: representaba, para decirlo de alguna manera, la vida estancada en un punto muerto de impotencia y hastío. El vértigo aquí me ofrece una vida en peligro, pero en movimiento. Y eso me gusta.
Sin embargo, la noche arroja sorpresas y dudas. La oscuridad de la carretera simula también la oscuridad de un camino ignoto. Confío en gente desconocida. Confío, sin embargo, hasta cierto punto: no de la manera en que confía uno habitualmente, en temas de poca relevancia. Incluso, guardo bien los pocos dólares que llevo encima y actúo con un sigilo infrecuente; es decir, en ese sentido, intento parecer astuto. Sin embargo, deposito toda mi integridad física y sicológica en personas extranjeras de especial gracejo y entonación musical.
Las caravanas de migrantes avanzan con toda la discreción con que pueden avanzar grupos numerosos de diversas etnias, razas, creencias religiosas y posiciones económicas. El mejunje de colores sobresale y me pregunto a cada rato qué pensaran aquellos que nos ven pasar, motivados por un cambio, mientras realizan sus actividades domésticas con una normalidad que nosotros dejamos atrás.
En estos momentos, me divido en dos: soy, ya lo sé, un individuo más que verán en todos los sitios como forastero, que apenas busca escurrirse entre kilómetros de calles y montañas para subir, subir, subir a contracorriente hasta la meta final. Pero también escondo la doble faceta del turista.
Sí, fue breve, pero estuve en Nicaragua, Honduras y Guatemala, quizás en sus versiones más profundas.
En medio de disímiles incomodidades y trabajos, mi pupila brilla con cada barrio de Managua, agitada y cosmopolita, de Tegucigalpa, elegante y luminosa, o de la próspera ciudad de Guatemala.
Sería absurdo y poco específico describir ciudades tan abrumadoramente distintas con meros adjetivos. ¿Pero acaso no puede existir turista que no se hospede en un hotel, que viva a cabalidad las vicisitudes y las alegrías de un país desde sus calles más intrincadas, que conozca a su gente más común y ande con solo tres mudas de ropa en su mochila? Sí, fue breve, pero estuve en Nicaragua, Honduras y Guatemala, quizás en sus versiones más profundas.
Me llamó la atención el ajetreo de la capital nica en la noche. Cientos de negocios se agolpan en sus calles, anunciados por grandes carteles lumínicos. Siempre me ha gustado reconocer a las ciudades por sus olores.
La Habana, por ejemplo, desprendía un aroma a mar que hoy echo de menos, y a veces, en el sitio donde vivía, olía la fetidez de muchos basureros. Managua, y habrá miles de personas que hayan inhalado otra cosa, me olió a pollo frito. Me removió el paladar ese tufo, metido en un auto que iba a más de 100 kilómetros por hora, llegado desde muchísimos puntos de venta abiertos hasta altas horas de la noche. Tiene, en general, un rostro carnavalesco muy peculiar.
Unas millas a las afueras de Tegucigalpa, en una montaña dónde vi toda la ciudad a mis pies, sentí la ingente necesidad de orinar. Y jamás en la vida he excretado con semejante placer, disfrutando de las luces desperdigadas en toda la geografía catracha, vistas desde una gasolinera. La capital de Honduras, cuyas calles atravesamos después de horas de un desesperante estancamiento, huele al humo de los coches que avanzan a regañadientes cuando los semáforos encienden su luz verde. No apesta: todo lo contrario. Es preciosa.
Guatemala fue la más impactante de las tres grandes ciudades visitadas en este trayecto de apenas tres días. Pensé estar en Nueva York. A la derecha, primero estaba Mcdonald's y después Burger King, como si dos marcas tan competitivas debieran construir sus negocios en mínimas distancias.
Desde la estrechez de una camioneta, sentado encima de mi propia mochila, casi me salgo por los cristales entre túneles, pasos peatonales y desvíos cuya intríngulis solo pueden conocerla choferes que transiten sus carreteras todos los días. Me fascinó la modernidad y el tufo aromático, como a jabón, que salía de negocios, automóviles y casas. Volveré algún día, si Dios lo permite.
Lo que viene después sería imposible de relatar con palabras. Hay que vivirlo para explicarlo y a veces pienso que no merece la pena que nadie que no tenga la necesidad, conozca las interioridades de la travesía de un migrante. Es cruel y esperanzadora la historia de miedo, amistad, cansancio y fatiga extremas, las maneras en las que el ser humano exprime hasta el final sus energías, sus bondades y defectos.
Montados en una balsa de tablas y cámaras, como en una película de aventuras y ciencia ficción, cruzamos el último río que une dos tierras diferentes: la azteca y la chapina. Mirando hacia arriba, sentado en ese amasijo que flota a la perfección y con conductores que bien pudieran ser capitanes de cualquier embarcación por su pericia, descubrí cercana la carretera que también enlaza a ambos países y decenas de autos transitar de un sitio a otro con toda la calma, mientras debajo otros nos jugábamos la vida.
Y así, entre viajes vertiginosos en camionetas, guaguas, taxis, motocicletas, balsas y otros medios de transporte, sumados a otros tramos entre trillos montañosos y riachuelos a pie, lidiando y casi "besándoles los pies" (solo por el peligro me perdono semejante adulonería) a varios señores con sus armas de fuego a cuestas, que te observan con miradas amenazantes, navegando entre gente que de a poco se convierte en familia por la forma en que se trata, llegué a suelo mexicano, y juro que no lo besé porque me iba a llenar la boca de fango.
A lo mejor, quizás, algún día sobre un pedazo de asfalto tome tal decisión, pero no prometo nada.
Tapachula es otra cosa: un pueblo que en Cuba quizás sería capital. Incluso tiene rasgos bucólicos. México da la bienvenida a los visitantes con un sitio tranquilo, recostado a la orilla de montañas, cuyos mercados obnubilan por la variedad de productos y las formas en que los ofertan. Taxis transitan en un ir y venir constante, mientras la mayoría de la gente prefiere caminar por las aceras. Llegar aquí es la primera parte de un objetivo y un impasse necesario. Y también una pausa en un sendero que todavía depara estorbos, pero también satisfacciones por las cuales merece la pena continuar.