Hace viento, la basura y el mal olor flotan en el aire. El polvo se mete en los ojos. La gente en racimos frente a los establecimientos hacen largas y lentas colas y se tapan la cara para protegerse de la arenilla que el viento trae. La ciudad está desordenada, incómoda. Hoy caminé mucho entre la pobreza. Un hombre muy viejo me pidió dinero, dice que vive en la calle, que tiene hambre. Otro hombre igual de pobre dice que seguro es para tomar ron; pobreza igual. Estos encuentros ya son habituales.
Llama la atención cómo se vende cualquier cosa en cualquier lugar. Encima de un muro hay expuestos zapatos viejos y en la hierba blusas y vestidos. Una anciana vende una fosforera, unos ajustadores, una revista vieja. Las personas están sobreviviendo como pueden y se defienden con lo que tienen. Pero casi nadie tiene una casa para alquilar o un carro para botear o la manera de montar una cafetería. Mucha gente se está defendiendo con lo que no tiene. La pobreza va recorriendo el país como un río y en algunas zonas el rio se desborda.
"La policía el otro día me llevó a la estación porque estaba buceando y me puso una multa de 3.500 pesos por propagación de epidemia."
En una calle del Vedado soy testigo de la siguiente escena. Tres hombres llegan, exploran el lugar y se deciden por el parterre. De una patada lanzan a la calle el excremento de perro que había en la tierra, sacan una sábana raída y la extienden sobre ese lugar. De un saco empiezan a sacar libros con un fuerte olor a basurero, lo acomodan todo. El más joven de los hombres me encara y me pregunta si soy policía, nos ponemos a hablar. Me cuenta que ellos viven de eso, de bucear y vender lo que sacan de ese mar de residuos. No tienen casa, viven en la calle.
“Nosotros no tenemos nada y esto lo hacemos para sacar algún dinero. La policía el otro día me llevó a la estación porque estaba buceando, me quitó lo poco que había conseguido y me puso una multa de 3.500 pesos por propagación de epidemia. Figúrate tú, 3.500 pesos yo." El hombre me cuenta que estuvo preso. Tiene un tatuaje de la Virgen de la Caridad en la cara, seguro se lo hizo en la cárcel.
Llama la atención que la mayoría de los libros que estos hombres recogieron de la basura son títulos relacionados con el comunismo y sus hacedores.
"Daniel es guantanamero, lleva un año en La Habana. En Guantánamo ni la basura sirve, me dice."
En la calzada de 10 de Octubre se repiten historias similares, la gente vende cualquier cosa y muchas de ellas, no todas, sacada de los basureros. Ya es habitual ver a personas hurgando en la basura, rescatando hasta el último andrajo. Veo una manta con algunos juguetes de infancia ¿Serán de cuando él era un niño o los recogió de la basura?
Por uno de los largos soportales de una populosa avenida, otrora llena de tiendas y coloridos negocios y hoy a punto de convertirse en Troya, me encuentro el mismo paisaje triste de personas vendiendo “basura”. Un hombre me pide que le haga una foto, él también está allí vendiendo toda su pobreza, le pregunto en qué trabajaba antes: "yo nunca he trabajado porque tengo dificultades, a mí me ha mantenido el estado, pero con eso no puedo vivir". A su lado está sentada una mujer que me pregunta si no tengo una suela de zapato del número 39, la necesita para arreglar unos tenis.
Me acerco a una de las mantas y observo con detenimiento. Hay móviles antiquísimos con la pantalla explotada, no sirven para nada. El hombre me mira y sonríe con humildad.
Daniel es guantanamero, lleva un año en La Habana. En Guantánamo ni la basura sirve, me dice. Me quedé en una pieza ante la paradoja. Cuando llegó a la capital vivió un tiempo en la calle, ahora vive alquilado en un cuartucho. Le pregunté en qué trabajaba: "Yo nunca he trabajado para el estado, yo lo que hacía eran trabajitos por ahí, cualquier cosa. Paso mucha necesidad y hambre. A veces la policía viene y me quita lo poco que tengo, yo soy un hombre, pero meto mano a llorar. No le hago daño a nadie, no robo. Me pusieron una multa de 3.500 pesos por propagación de epidemia; pero mira como está todo lleno de agua sucia... y las moscas."
"Vivir de lo que pueda ofrecerte un latón de basura es el último peldaño de la sobrevida. Después, lo que queda es morirse."
Le pregunto la edad, calculé unos 63 años pero no, Daniel tiene 54 años, mi edad. Y tus padres ¿ellos murieron? "Sí, hace años. Mi mamá trabajaba en la casa y mi papá se buscaba la vida por ahí , siempre fuimos muy pobres."
Las personas que han pasado mucho trabajo tienen la piel marcada y en los ojos casi se puede ver la penumbra de sus casas. Son tan frágiles como la cáscara de una cebolla, por eso se les llama vulnerables. Yo vi esa penumbra en los ojos de Daniel y la veo todos los días en los ojos de muchos cubanos y cubanas.
Me pregunto qué va a pasar con todos ellos, vulnerables invisibles que sólo son vistos por el policía que les quita el apenas bocado de comida para dejarlos otra vez delante del basurero sin una solución.
A este país ya no hay por dónde cogerlo. Cada día podríamos arrancarle un pedazo y hablar de ese pedazo para terminar llenos de rabia y de tristeza. Vivir de lo que pueda ofrecerte un latón de basura es el último peldaño de la sobrevida. Después, lo que queda es morirse.
Fotorreportaje: "La penumbra en los ojos de Daniel"