Increíblemente, el submarino ruso entró a La Habana para que yo lo tuviera presente el día entero. Llegó como una de esas apariciones que uno no necesita, pero te caen de igual forma. Coincidencias que asustan.
Era un día como otro cualquiera. Me desperté y salí de la casa sobre las cinco y media en busca de algo que me dejara cerca de mi trabajo, o por lo menos a la salida del túnel.
Me paré en la esquina al lado de la brujería: una calabaza que lo único que provocó en mí fue el hambre que el vaso de agua con azúcar no había saciado. Ahí vigilaba cada vehículo que pasaba a mi alrededor, algo preocupado por el mal tiempo. Sabía que ponerle esperanzas al P11 era en vano: cuando ese submarino se sumerge en las aguas del paradero, se demora ―en estos tiempos sin denominación coyuntural― tres horas en volver a salir para recorrer la superficie citadina.
Mientras duró la espera, revisé en mi teléfono algún que otro portal de noticias ―me gusta creerme un tipo informado―. En eso di con la supuesta novedad de la visita del Nautilus ruso.
En un primer momento no me sorprendió. Ya es sabido que al territorio cubano han entrado especímenes similares en otras ocasiones, sin que el pueblo se entere. Sin embargo, la noticia me impactó debido a que informaba con detalles el arribo del sumergible.
Las primeras news en las que indagué tenían esa característica “tremendista” de algunas plataformas sensacionalistas, en las que uno no sabe si creer, aunque jueguen con tus emociones tras cada palabra leída. Otros portales eran más directos, solo mencionaban el suceso tal cual un paseo ordinario por el Caribe, atravesando el Atlántico.
"Al territorio cubano han entrado especímenes similares en otras ocasiones, sin que el pueblo se entere."
Me saturé del submarino para el instante en que una botella ―dígase carro salvador con combustible para dar viajes― me recogió. Sin embargo, mi día con la embarcación rusa en mente no acabó ahí.
Entretenía mi vista en el paisaje nublado de la Playa del Chivo mientras el carro se acercaba a la entrada del túnel, poco después de pasar el Hospital Naval, la Pajarera y el marabusal. Me fijé en un barco que navegaba en el horizonte y le dije inocentemente al chofer, de quien nunca supe el nombre: “Eh, ¿y qué hace un barco de la armada afuera?”
Esa simple pregunta abrió todo un campo de incertidumbres e imaginaciones tercermundistas, apocalípticas y supra-abstractas, ya que detrás de ese barco militar iba una sombra prieta, alargada, que resultó ser el dichoso submarino.
El chofer rápido anunció que ese barco no era cubano, que el P-90 y P-91 ―los únicos buques militares cubanos― están atracados en la bahía.
A partir de ahí, la conversación se transformó en la descripción de un panorama bélico.
La llegada de tres buques de guerra y un submarino rusos solo daba pie a percibir la provocación, por su cercanía al territorio estadounidense. A su vez, dejaba una atmósfera intimidante por una situación concebida en las películas comerciales. O un contexto similar a la Crisis de los Misiles, en el cual todo se puso en tela de juicio y el negocio dejó mal parada a “mucha gente” por “diversas razones”.
"La llegada de tres buques de guerra y un submarino rusos solo daba pie a percibir la provocación, por su cercanía al territorio estadounidense."
La ironía con que se ha tratado la realidad parece ficción, simula un metatexto extraído de Lisanka (2010), del realizador Daniel Díaz Torres, al recrear con tono satírico, en clave de amor, un hecho crítico de la historia, del que se lavaron las manos varios entes importantes sin mencionar palabra.
Un submarino nuclear a la vista de todos los cubanos de a pie es un asunto delicado, que conlleva a un temor generalizado en el territorio. El simple paseo de la flota rusa conspira contra la tranquilidad nacional y pone en alerta a las potencias geopolíticas en medio de la situación convulsa por la que se pasa actualmente.
Entre las conspiraciones recreadas por parte del chofer y yo, surgió la idea de que el gobierno de Estados Unidos desplegaría una flota de buques destroyer para custodiar lo que podía incentivar un entorno de guerra. Esto junto a un estado de alerta en la Base Naval de Guantánamo y una constante vigilancia marítima que bordee las fronteras de la isla hasta que los rusos dejen el territorio.
A fin de cuentas, resultaba ser que, sin beberla ni comerla, estaba infoxicado con todo lo que mi mente lucubraba alrededor del Nautilus, y con mi llegada al trabajo, era el tipo que más conocía al respecto. Capaz de trasmitirle mi pavor y asombro a cada compañero que no sabía del tema, logrando que buscarán en el horizonte alguna señal de esa ballena negra.