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Tierradentrismo

Manifiesto del Grupo Árbol Invertido. Ciego de Ávila, Cuba, 28 de enero de 2013.

Izando la bandera cubana. Foto de Francis Sánchez
Imagen: Francis Sánchez

Manifiesto del Grupo Árbol Invertido. Ciego de Ávila, Cuba, 28 de enero de 2013.

Ser para la trascendencia natural es la única disposición poética con un mensaje veraz, abierto, y a este rayón del espíritu, al porqué de su forma agónica, un salto sobre el vacío, nos adherimos. La poesía del ser no teme entrar a tierra o ahogarse en la orilla cuando todo parece que se encumbra a la conquista de costas imborrables, traspasada dentro de la indeterminación vital donde la eternidad destila en permanente transformación, ideologías y galaxias. La poesía, música interna en el caracol de la verdad, fermenta pérdidas elegidas a expensas del sacrificio de infinitos puentes en que pudiéramos convertirnos, humanas culpas cuando amanezca, si amanece, por no haberlos soñado o recorrido desde mucho antes, desde adentro.

Observamos el desgaste de la historia dejando sentir, primero, el honrado horror al vacío. Horror necesario, viene de vuelta del futuro, estalagmita al fondo de una cueva donde los signos como lados opuestos del alma se buscan sin poder verse. Defendemos nuestro derecho a habitar el exceso, en primer lugar el de patrias, y sobre todo la posibilidad de las imágenes, el subsuelo, herencia de las interminables filtraciones que nos superan. Habitar, en acto de desconocimiento de aduanas, el silencio con instinto de fondo, que elabora su semilla, su origen y tantea un absoluto, el umbral del lenguaje donde la poesía juega, se excitan los amantes y, conjurados, ejércitos de déspotas y atracadores detienen su avanzada. Aquí, en ser —por ejemplo, de «tierra adentro»—, ese íntimo y antiguo desafío al abismo, tenemos la alternativa actual y más promisoria para el poeta en medio de dudosas competencias modernas. El peso de tanto sueño como un despertar, frente a las máscaras, provee, con el beneficio de la derrota, mayor libertad simbólica: suma de resistencias al caos, a la mentira, al éxito, al poder, al oportunismo, a la inmisericordia y a los viajes sin retorno. Ser de «tierra adentro» no significa sólo hallarse perdido en la geografía política que ha sido acordonada entre izquierdas y derechas, a través de sistemas refractarios, sino sobre todo hallarse y —sea en lo efímero, sea en lo firme—, siempre perdido, lo más adentro posible.

Bajo las circunstancias de un mercado universal se teme a definiciones y bancarrotas. Tememos al mercado, al desarraigo y a la fortuna. Cuando, para nosotros —en un aquí y un ahora que, entre otros, tiene el nombre de Cuba— las revoluciones quedaron resumidas o agotadas, y los (re)agrupamientos libres suelen ser acusados de marginales por la policía del pensamiento, mientras cada verdad auténticamente humana, múltiple, está puesta contra la pared, como cualquier iniciación, por absoluta y avara, el sueño de un límite común, una revista totalmente literaria, significa simplemente el sueño. Cuando los que cantan despiertan sin querer en una picota pública y deben cruzar el ruido manteniendo apenas la aorta separada del bronce, un Manifiesto no es menos perentorio que conocer y fijar un espacio mínimo al borde del abismo. Por tanto, esto no es un Manifiesto, sino su búsqueda.

Quizás ramas decadentes de la intelectualidad cubana pueden yuxtaponerse desde el tronco infinitamente, porque, en vez de errores de cálculo o cualquier otra afectación estilística, obedecen a una estación, un estado, como la fatalidad de deberse a un pueblo sumido por relatos que le demandan aparentes destinos de grandeza y soberbia. Consecuencia mórbida es el retoricismo, automatismo en todas sus variantes de imposiciones y vergüenzas que derivan en la palabrería, relación de culpabilidad, incluye lo mismo el discursivismo ampuloso que la «charlatanería de la parquedad», además de esos superficiales efectismos que de tanto en tanto manosean una necesidad patética de ruptura, sin crisis real, sin el peligro de perder las alas. El mal puede ser incluso un mar de fondo. Martí tal vez lo vio —y nadie amaba tanto su idea de tierra prometida: «el arroyo de la sierra/ me complace más que el mar», lanzado a crear esa promesa o imaginar su desconocida fuerza interior, rodearla con imágenes— cuando, al enterarse de la muerte de Casal, lamentando la pérdida del lírico que dentro de su propia ciudad había sufrido también destierro por culpa de su «fantasía elegante y enamorada», se apoyó sobre el contén de otra realidad el doble de triste: «pueblo servil y deforme».

Visualizaba Martí siempre como por encanto el interior del espacio a que pertenecía, de donde estaba expulsado, configuraba ese centro habitable desde los naufragios en el vasto exilio y vivificó su imagen ideal en la forma poética de la oscuridad que expresa ambiente íntimo, dimensión de la persona intuitiva —«dos patrias tengo yo, Cuba y la noche, ¿o son una las dos?»—, pero terminaría habitándolo como mejor sabe la poesía, a través de sus manifestaciones metafóricas más sensibles, el exceso humanista de la naturaleza, lo que él llamó «noche bella». El espacio vivo ofrece un momento de anagnórisis, desborde animista que activa además una metáfora sobre el alma de gente seca, oprimida y atascada. Era el monte intrincado de la más íntima provincia de su patria, a donde él entraba por primera vez, persiguiendo el espectro de la libertad, en un mes de lluvia y flores, donde lo esperaba la muerte: «La noche bella no deja dormir» anotó entonces en su diario.

Es hora de regresar, como el hijo pródigo, al seno de la Naturaleza, al sueño.

Árbol Invertido

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