IX. Los teatros
Otros espacios de reunión y flete homosexual masculino eran teatros como el Hubert de Blanck, el Musical, el Amadeo Roldán (tanto en los recitales de Bola de Nieve y de Elena Burke, como en los conciertos dominicales de música clásica) y cualquier escenario donde Rosita Fornés se presentaba: ella era un imán para tantos fragmentos dispersos. Muy concurridas fueron, en los bajos del edificio Focsa, las atrevidas funciones nocturnas para adultos realizadas por el Teatro Nacional de Guiñol bajo la dirección de los hermanos Camejo. Los títeres y muñecos ejecutaban gestos y actos sexuales no exentos de ambigüedad que les estaban prohibidos a los actores. (En el teatro con actores en vivo, los desnudos y la sexualidad más o menos explícita tendrían que esperar aún varios lustros). Por desgracia, los Camejo fueron cancelados en 1971, durante la parametrización, y en los 80 se fueron para EUA.
Las raras presentaciones de una artista del gremio como Miriam Ramos en las salitas teatrales de El Vedado, así como la actuación regular de Juana Bacallao en un decadente club nocturno de Centro Habana, también atraían a muchos homosexuales. El público masculino de Miriam (similar al que frecuentaba la Cinemateca de Cuba, entonces en la calle 23, entre 10 y 12) era bastante homogéneo: elitista, mayormente blanco y cisgénero a su aire, como el personaje de Diego, incluso con sus “gafas y pañuelo rosados” (Paz, p. 20). En cambio, el público que asistía a los estrafalarios shows de Juana era más popular y heterogéneo racialmente, e incluía de forma notoria a los tenidos por típicos “machos bugarrones” y “locas afeminadas” y hasta maquilladas: “Ya se sabe que sin bugarrón no hay loca y viceversa”, afirmó Arenas (p. 207).
Los shows de Juana eran casi a la medianoche. No tenían hora fija: empezaban y terminaban cuando a ella, con unos tragos encima, le daba la gana. Para los que no vivíamos en Centro Habana o en La Habana Vieja resultaba muy complicado ir a verla debido a las dificultades de transporte para regresar a la casa durante la madrugada (uno evitaba que “lo cogiera la confronta”). Pero a inicios de los 70 asistí una vez a su show con mi amigo Mario y fue una experiencia artística y humana inolvidable. Ese día, su primera canción (o, para decirlo con mayor propiedad, “número”) introdujo en el apretado local un inesperado matiz de protesta: a manera de autopresentación, la canción comentaba, con cierto despecho, que ella había actuado en los más famosos espectáculos y cabarés de La Habana y ahora estaba allí, sin publicidad alguna, en ese pequeño y remoto club nocturno que ni siquiera estaba en El Vedado, pero que no le importaba, porque seguía gozando de la inquebrantable fidelidad de su público. Y tenía razón. Era cuando artistas como ella, muy conocidos en los 60 y admirados por los homosexuales (Meme Solís, Martha Strada), habían desaparecido de los escenarios habaneros y los canales nacionales de radio y televisión. Si de repente reaparecían, sendas presentaciones eran tan poco publicitadas que los interesados tenían que adivinar dónde serían y pasarse entre ellos la información.1
La Meca de los teatros habaneros era el García Lorca (el Lorca), sede del Ballet Nacional de Cuba, con su proverbial baño masculino en el sótano: para entrar al baño, se bajaba por una escalera frente a la cual había una decena o más de urinarios de pared, alineados en forma tal que una hilera de miembros de presuntos miccionantes, a sombrero quitado y no por hebraica cirugía, recibía a los descendientes Orfeos. Ni Cocteau ni Lezama metidos a arquitectos habrían concebido un orfismo similar. Por supuesto que los mejores ballets eran los que tenían tres o cuatro actos, ya que ofrecían más entreactos o chances de ir al vestíbulo a intercambiar novedades y chismes, exhibir trapos y gestos alternativos de conducta, fletear y, ¿por qué no?, bajar al baño. No tres, cuatro llamadas se necesitaban para recoger la bandada.
Pero he descrito sólo el área sofisticada del teatro, integrada por la majestuosa puerta principal, el vestíbulo con su fastuosa escalera central —por donde a veces bajaba un atrevido recreando la entrada de Cecilia Valdés en la ópera homónima—, la platea y sus palcos, los primeros balcones, los pasillos conectores y el mingitorio de marras. Encima de todo ello estaba el área martiana del “allá tú me ves allá” de los desafortunados o desasociados (léase “sin socios”): era el llamado Gallinero (o Paraíso), al que nunca subí porque no se conectaba con la sección refinada. Para llegar a él, había una puertecilla insignificante a un lado del teatro y una escalera corriente. La puertecilla daba a la calle San Rafael y estaba fuera de la vista de los extranjeros y diplomáticos tan frecuentes en el teatro y que, por algún insondable motivo, no eran considerados agentes de la CIA, aunque de todas formas estaban siempre acompañados por ubicuos homosexuales que, trabajando para la Seguridad del Estado, se hacían pasar por críticos de ballet. Quizás el más notorio era el discreto R., de quien jamás vi ningún escrito sobre ballet.
San Rafael era una calle oscura y poco transitada a la hora en que acababa la función. En esa puertecilla vi yo apostado un par de veces el carro-jaula de la prestigiosa Policía Nacional Revolucionaria: vi así al público emplumado del Gallinero ser conducido, con rápida precisión, de la puertecilla a la jaula, sin que casi nadie lo notara ni la prensa citadina informara nada al respecto en los días siguientes. No hay testimonio de que, antes de 1959, la policía realizara semejantes “recogidas de locas” tras una función de la otrora republicana Compañía de Ballet Alicia Alonso. En los años 50, “no había ningún tipo de razones ideológicas” para reprimir a los homosexuales: si algún hostigamiento ocurría, era algo esporádico (Young, pp. 16-17) y mayormente asociado a litigios zonales del crimen organizado.
Artistas muy conocidos en los 60 y admirados por los homosexuales habían desaparecido de los escenarios habaneros.
Si bien esos balletómanos del Gallinero solían ser ruidosos, nunca vi que fueran causa de ningún desorden o interrupción del espectáculo como para tener que llevárselos detenidos. Clasificados como “locas”, eran racialmente más diversos y de extracción mucho más popular que los que estábamos abajo: si se asistía al ballet desde el Gallinero, “se perdía clase”, me asegura un antiguo espectador, a tono con las opiniones elitistas (y, de paso, selectivamente homófobas) del blanco homosexual Diego en el cuento y el filme mencionados.2
Es decir, en el Lorca, los de arriba eran “los de abajo” y no era por el precio de admisión, sino por la manera peculiar, sesgada o sociolista (con “o”) en que se controlaban y/o distribuían las entradas, invitaciones y pases destinados a la parte elegante del teatro. Para la prosoviética dictadura castrista del proletariado, el Ballet Nacional del Lorca era su Bolshoi: ningún desfavorecido subalterno podía empañar esa vitrina. Por cierto, yo nunca compré entrada para el ballet, aunque iba con alguna frecuencia: como el ballet era el arte favorito de mi amigo René y él era “socio fuerte” de una acomodadora del teatro llamada Felicia, yo entraba gratis con él y teníamos asegurados dos asientos en la segunda fila derecha de la platea. Yo era fan de Loipa Araújo; él, de Josefina Méndez; Alicia era otra historia.
Tras la función, “las muchachitas”, en su mayoría provenientes del Gallinero, se reagrupaban en el Parque Central, frente al teatro, para ofrecer su propio espectáculo, el cual incluía informados comentarios críticos y una minimalista reproducción en vivo (extensiones, balances y pirouettes incluidos) de lo recién visto. Estos animados actos, así como los realizados por las travestis dentro de las escasas posibilidades de subvertir en público las convenciones de género durante esos años en Cuba, significaron un valiente (“viril”, diría Martí a pesar suyo) desafío al sistema. A pesar de ser acosados, vejados y detenidos una y otra vez por la policía, los protagonistas de ambas acciones no renunciaban a vivir abiertamente su identidad, según recuerda la travesti Caracol en Conducta impropia.
Una experiencia que no conocí fue la de los homosexuales que, por razones diversas (marginalidad, orfandad, desamparo, deserción escolar, ningún vínculo laboral, etc.), caían en la preventiva e inclusiva categoría criminal de “peligro social” que los llevaba a entrar y salir de la cárcel con frecuencia.
X. La prostitución
Mucho se ha hablado del Parque Central como centro popular de discusión beisbolera, pero eso correspondía al horario diurno. De noche, su atmósfera se transformaba: antes de las 11, era un centro más o menos identificable de proxenetas y tal vez de vendedores de nunca-supe-qué para el consumo fundamental de marinos extranjeros. Tras la función de ballet, era, además, un centro amateur de teoría y praxis balletísticas.
Aunque existía un tipo muy reservado de prostitución de alto nivel creada y controlada por el régimen con fines políticos —por ejemplo, espiar y chantajear a diplomáticos e invitados extranjeros, como explica el documental Marcadas por el paraíso (1991), de Mari Rodríguez Ichaso—, la erradicación de los burdeles y de la prostitución entre la población fue un objetivo clave del ML desde 1959. La prostitución en general (otra lacra del capitalismo) era, así, un delito grave que se pagaba con prisión. Sin embargo, quedaban breves y clandestinos rezagos de prostitución femenina de bajo nivel en el país, como observó en 1961 Leonard Cohen (“el único turista en La Habana”) durante su visita no tanto por razones políticas como por “curiosidad y espíritu de aventura”, según explica Ira B. Nadel (Various Positions. New York: Pantheon, 1996, pp. 91-93). Años después confirmaron esta realidad Raúl Rivero y el personaje de Diego (Paz, pp. 36-37). En su premiado poemario de 1970 con el intimidante título de “papel de hombre”, Raúl Rivero vincula, además, prostitución femenina con homosexualidad masculina cuando afirma en “La Habana, testimonio 69” que los proxenetas de los años 60 eran homosexuales: los marinos llegan “al puerto de La Habana […] / llenos de baratijas […] / a cambiarlas por la piel / por la noche / por la labor de Celestina que ejerce sin prejuicio / el maricón moderno” (pp. 25-26). Al establecer tal vínculo, el poeta se sumaba, sin fundamento, al descrédito oficialista de la figura del homosexual (asociándolo a delitos comunes como el robo, el escándalo público y la vagancia), o se refería, en efecto, a prácticas de los años 50 que no habían sido totalmente erradicadas en 1969.
A pesar de ser acosados, vejados y detenidos una y otra vez por la policía, no renunciaban a vivir abiertamente su identidad.
En el Parque Central, los proxenetas se congregaban alrededor de la estatua de Martí: no eran muchos y se les podía identificar por sus gestos y actitud. Solía haber pocas chicas, dos o tres, dispersas y camufladas en lo oscuro bajo los árboles laterales. Según me explicó alguien, las prostitutas preferían mantenerse a cierta distancia, en la esquina de Prado y Neptuno, o esperar en los locales adonde el proxeneta llevara al cliente. Si los proxenetas eran homosexuales o si, entre col y col, incluían la prostitución masculina entre sus faenas, “yo no sé” (César Vallejo).
Recordemos que la homosexualidad ya era en sí una falta punible por el Estado, por lo que mezclarla con el delito de prostitución acarreaba una pena aún mayor. De ahí que para las prácticas homosexuales masculinas no fuera común ni evidente la disponibilidad de prostitutos en La Habana de los años 60 y 70. Seguro que los hubo, pero por el añadido temor a que fueran policías encubiertos, yo preferí ni enterarme. A veces un conocido sí comentaba, con extrema reserva, que tenía un marchante —nunca un prostituto— muy puntual y confiable al que, tras el acto sexual, le daba un “regalito” que, por el escaso valor del dinero, las carencias materiales y la falta de oferta en el mercado oficial, solía ser un objeto de especial interés: un radiecito de pilas, una casetera portátil, unas chanclas o un pulóver “de afuera”.
XI. Los parques
En El Vedado había, al menos, dos parques de barrio frecuentados por los homosexuales tarde en la noche, después que la vecinería local (familias, jubilados, niños infatigables) se retiraba y los dejaba disponibles para otros públicos y placeres. De luz escasa, eran pequeños, de unos cien a doscientos metros cuadrados, y se hallaban cerca de los puntos de flete. Dos de ellos eran el parque de H y 21, cerca de Coppelia, y el de 14 y 15, cerca de La Pelota. En sus bancos menos expuestos, uno podía enamorar y/o entregarse a sigilosos juegos de manos. Al respecto, estos rescatados versos inéditos míos de febrero de 1971:
¿Por qué vigilan los buzones y destiñen los tableros?
Aquí,
sentados en el parque que supimos extraer de lo negado,
esperamos que salten todos los cerrojos.
En la frontera de El Vedado con el populoso barrio de Marianao estaba el Bosque de La Habana, de mucha mayor extensión que los parques de barrio. De fácil acceso a la población (incluidos los delincuentes), esa zona de frondosa vegetación era sinónimo de relajo, de lugar donde “darse un mate” con tu pareja o con quien por esos rumbos con similares fines apareciera al azar: era la noche moviendo, como diría Ballagas, “su tramoya de sombras” (p. 147). Como yo vivía bastante cerca y escuchaba los comentarios del barrio sobre el ajetreo delincuencial allí existente, nunca lo visité. Ya dijo Lezama en 1949 que, entre nosotros, “la creación de bosques dentro de la ciudad ha caído muy pronto en las exaltaciones pornográficas o en los crímenes indescifrables” (p. 597).
Sin embargo, lo segundo no ocurría en el Parque Lenin durante los años 70. Ubicado a unos 20 kilómetros de La Habana, ocupaba una inmensa extensión natural en la que, además de disfrutar de actividades culturales y recreativas y del restaurante Las Ruinas, los habaneros podíamos surtir un poco la despensa familiar comprando para la casa, en varios quioscos, productos como queso crema y yogurt “por la libre”, pero en cantidad restringida. Lejos de tales populares trajines, el parque ofrecía parajes silvestres y no concurridos que los homosexuales, ni cortos ni perezosos, enseguida convirtieron en destinos de placeres igualmente lácteos, pero no procesados ni tan restringidos.
La homosexualidad ya era en sí una falta punible por el Estado, por lo que mezclarla con el delito de prostitución acarreaba una pena aún mayor.
El hecho de que el Parque Lenin se mantuviera al margen de la criminalidad urbana quizás se debiera a que se hallaba muy lejos de los centros neurálgicos citadinos y a que contaba con una sola ruta de guagua de frecuencia muy limitada (el carro privado y el taxi tampoco eran la norma para los delincuentes comunes). Además de parar en los lugares donde había alguna instalación pública, dicha guagua hacía unas pocas paradas en áreas a la intemperie, o sea, sin ninguna construcción. Era en tales paradas donde se veía a los homosexuales bajarse con sábanas y otros enseres como si se dirigieran a un insólito pícnic. Al inaugurarse el parque, el ómnibus era bastante fiable y, por la noche, ya con pocos pasajeros y para que nadie se quedara tirado en el parque, los choferes avisaban del horario de los últimos viajes entre las 10 y las 11 de la noche. Informados sobre el regreso, los visitantes podían entregarse más relajados a sus quehaceres y, al final de la noche, se los veía coger la guagua de vuelta, de nuevo en esas paradas en medio de la nada: regresaban cansados, con la ropa arrugada, por el cuerpo restos pablitos de humedad. Comprensivos o taoístas (había un lago artificial dentro del parque), los conductores —muy diferentes a los que, dentro de la ciudad, han estado huyendo de los pasajeros y de las paradas oficiales por décadas— conducían lento por la carretera para que los chicos vieran la guagua a tiempo y no perdieran el viaje. Los choferes hasta los esperaban unos minutos si se retrasaban en llegar a la parada y, nada molestos, les sonreían con guarachosa complicidad.
XII. Las esquinas calientes, los cines y un baño de vapor
Dos esquinas calientes: la del cine Yara (antes Radiocentro), en 23 y L, y la del (entonces) cine Payret, a un lado del Parque Central. Afín a su entorno, la esquina del Payret reiteraba la mencionada dicotomía externa de bugarrones y locas —“externa”, porque en la intimidad los roles podían trocarse— y me sugería la existencia de alguna sinuosa transacción delictiva. Como esa esquina estaba en mi camino diario hacia la escuela de idiomas, yo, desconocedor de sus códigos, pasaba por allí como un rayo, sin mirar ni dirigirme a nadie. Lo mismo hacía en el Parque Central: si por obligación uno tenía que atravesar lugares así, era mejor evitar la miradera, el confianceo.
Todo cine —de barrio o céntrico, de estreno o de segunda o tercera reposición (los “cines malos”)— era factible de flete. Según su diseño, unos facilitaban o encubrían más la cosa: recónditos eran los baños masculinos del lujoso cine América; muy lejos de la pereza de los acomodadores y sus linternas estaban las últimas filas de asientos del renombrado Payret… Pero mayor actividad había en los pequeños, descuidados y poco concurridos cines malos que, a veces, ni acomodador con linterna tenían, o este se la pasaba afuera conversando o marcando en la cola de una cafetería o tienda colindante —conversar y marcar en las colas vecinas durante el horario laboral era (es) una práctica común en las entidades del Estado—. Entre estos cines destacaban los cercanos al Parque Central y, en particular, dos frente a la fachada del Capitolio Nacional (creo que uno se llamaba Capitolio). Cuando en 1979 Cabrera Infante describe en La Habana para un infante difunto las prácticas heterosexuales que, asociadas a la prostitución, ocurrían en esos cines de Centro Habana en los 50, tal vez no supiera que para los 70 tales cines habían cambiado de orientación sexual y no se pagaba nada por el servicio prestado o recibido.
En el capítulo X de Paradiso (La Habana: Unión, 1966, pp. 364-368), Lezama describe, ¿sin quererlo?, cuatro prácticas eróticas muy comunes entre los homosexuales habaneros una vez dentro de la “cámara oscura”: (1) sentarse teniendo en cuenta los vecinos de asiento y no la mejor visibilidad del filme —como hace Cemí, castamente en su caso—, (2) “darse un mate” —como intenta hacer Lucía con Fronesis en el cine—, (3) ser un mirón —como hacen Foción y Cemí con relación a los avances carnales de Lucía sobre Fronesis—, y (4) cambiarse de asiento en medio del filme para sentarse junto a algún sujeto de interés —como hace Foción al ver que Lucía abandona la sala y deja “el asiento vacío” junto a Fronesis—. Lezama no asocia explícitamente esas cuatro actividades con la homosexualidad en ese pasaje, pero las intenciones del homosexual Foción sí la sugiere.
En Paradiso, Lezama describe, ¿sin quererlo?, cuatro prácticas eróticas muy comunes entre los homosexuales habaneros una vez dentro de la “cámara oscura”.
En cuanto a “darse un mate” en el cine, los cinéfilos homosexuales habaneros tenían que ser muy discretos: nunca podían llegar al “tremendo mate” al que aspira Lucía en Paradiso y no pasaban de lo que describe a continuación Joe Brainard en el cine del Museo de Arte Moderno de Nueva York en los años 60: “Primero fue una rodilla presionando la mía. Luego una mano en mi rodilla. Luego una mano en mi entrepierna. Luego una mano dentro de mis pantalones. Dentro de mis calzoncillos” (I Remember. New York: Full Court, 1975, p. 4).3
En los 60 y 70 no había cines pornográficos en Cuba, ni los hay aún. Tampoco saunas en el sentido actual de lugar donde poder realizar, entre otras faenas, variados intercambios sexuales más o menos anónimos; pero sí hubo, por un tiempo, un discreto baño de vapor en el hotel Habana Libre. Aunque no era exclusivo de homosexuales, “casi el 80% de sus asiduos” lo era “y los había de todas las clases sociales y edades; los escarceos eran light, nada all the way, más bien era un sitio seguro” para conocer a sus pares, según me informa, pues nunca lo visité, Eduardo desde España.
XIII. Un gimnasio
Como toda regla tiene su excepción, sí conocí en la estatizada Cuba un negocio privado gerenciado por un homosexual que parecía ser el dueño: un pequeño gimnasio masculino en el rectángulo letrado entre Línea y 23. En realidad, no era más que una casa común, larga y estrecha, acondicionada a tal propósito con pesas, barras, bancos y cosas afines por doquier. Los miembros pagaban una módica suma mensual y, en buena parte, eran homosexuales con la puerta de su respectivo clóset más o menos abierta. A mí me llevó como invitado algunas veces mi amigo Jesús, quien vivía cerca de allí. En el local dominaba la prudencia: el ligue no pasaba de miradas cómplices, chequeo visual del miembro a ejercitar y “afuera conversamos”.
Varios de sus asiduos practicaban el fisiculturismo, deporte este poco divulgado esos años (recuerdo haber visto de niño la publicidad de un Charles Atlas semidesnudo en varias publicaciones periódicas de amplia circulación). Como si fueran fósiles, el gimnasio conservaba y prestaba viejas revistas fisiculturistas. Muy manoseadas, eran —diría Umberto Eco— verdaderas “obras abiertas” a las más diversas lecturas en un país donde la pornografía estaba (y aún está) prohibida. Una tarde, alguien se apareció con una revista nueva (extranjera, por supuesto) y fue un acontecimiento.
Como los equipos mostraban bastante desgaste y resultaba imposible adquirirlos nuevos, deduzco que el gimnasio constituía un raro sobreviviente tanto del fisiculturismo de lustros anteriores, como de la Ofensiva Revolucionaria que en 1968 había completado la estatización (léase “expropiación” o robo) de todo negocio particular y autónomo en Cuba.
XIV. El lenguaje y las lecturas
En cuanto al lenguaje verbal, La Habana no difería de la norma léxica nacional vinculada a los individuos y asuntos que he descrito. Un término muy utilizado dentro de ciertos círculos para referirse a los homosexuales de uno u otro sexo era “entendid(o/a)”. Con este, se evitaban las potenciales connotaciones peyorativas, agresivas o vulgares de los siguientes vocablos más extendidos entre la población. Para las mujeres: tortillera, torta, marimach(o/a), machanga y machorra; para los hombres había más expansión semántica: pájaro, pato, ganso, cherna, pargo, afeminado, partido, bugarrón, mariquita, loca y maricón. Para enfatizar estos vocablos o sugerirlos sin nombrarlos, acudía el lenguaje gestual: para pájaro, las dos manos (o una) imitaban el movimiento de un ala; para tortillera o torta, se frotaba una mano contra la otra, como amasando algo.
Para identificar a una lesbiana se decía “ella es entendida”. De haber duda, se indagaba sotto voce con el sujeto antepuesto al verbo correspondiente: “¿y ella entiende?” Creo que, si les hubieran preguntado a no pocos espectadores del Gallinero si eran entendidos, habrían respondido con firmeza: “¡Entequé…! No, mi niño: locas, y a mucha honra”.
Otros términos del argot homosexual de ambos sexos eran “compromiso”, “familia” y “ambiente”. Compromiso se refería a estar en una relación estable y monógama. Resultaba muy económico e inclusivo: sin artículo introductorio ni variación morfológica alguna, incluía los diferentes géneros (masculino / femenino / neutro) y números (singular / plural o dual, en su caso), en oraciones como “Pedro es compromiso de Juan”, “María es compromiso de Julia”, “Pedro y Juan son compromiso” y “María y Julia son compromiso”.
“Él entiende” equivalía a “él es de la familia”, frase esta muy oportuna cuando, en medio de una desinhibida conversación entre dos homosexuales, se aproximaba un desconocido para uno de ellos: si la identidad sexual del recién llegado no era obvia a simple vista u oído, puede que el que no lo conocía se volviera más reservado en su gestualidad, lenguaje y temas, así que, con decirle “no te preocupes, que él es de la familia”, su amigo le indicaba que podía bajar la guardia y seguir “soltando plumas” (otra frase). También podía decirle “él es de ambiente”. Y “sitio de ambiente” era el frecuentado por numerosos homosexuales.
“Ser de la familia” revelaba una realidad de doble filo: el positivo es que, debido al habitual secretismo en torno a su vida sexoafectiva y amistosa, un homosexual veía a sus pares más cercanos como un tipo de parientes con quienes compartir anécdotas, sentimientos y anhelos íntimos. Podría pensarse que eso lo enriquecía porque ampliaba su núcleo familiar, si no fuera por el filo negativo de la frase: en no pocos casos, sus verdaderos consanguíneos lo rechazaban. Común era que los familiares desconociesen la identidad y vida privada del pariente homosexual, o prefiriesen no darse por enterados: para la familia, él era como un extraño, cuando no un motivo de vergüenza y repudio. Esto resultaba más acentuado entre los homosexuales de provincia: muchos de ellos huían de pueblos o zonas rurales donde “todo el mundo se conocía”, para buscar solitarios en La Habana un refugio y una realización. Con esto en mente se entendía, en la pieza La casa vieja (1964), de Abelardo Estorino, la cojera del pueblerino Esteban, quien del interior va a residir a La Habana: su metafórica cojera se asociaba con la frase “saber de qué pie [alguien] cojea” con que se apunta a un rasgo vulnerable de una persona, al “defecto” que tiene: por ejemplo, la homosexualidad.4
Otras palabras como “fletear”, “flete”, “templar”, “templante”, “darse un mate” y “marchante” (un conocido habitual que “se marcha” en cuanto termina el acto sexual) ya las fui incorporando en este texto, pero su uso en Cuba no se limitaba a la praxis homosexual.
Común era que los familiares desconociesen la identidad y vida privada del pariente homosexual, o prefiriesen no darse por enterados.
Sin nada que ver con los serísimos preceptos actuales derivados de la autopercepción de género, se practicaba en Cuba —como en todo grupo homosexual hispanohablante al referirse unos a otros o cada cual a sí mismo— un ingenioso, libre y desprejuiciado vaivén entre las formas masculina y femenina del lenguaje. Si bien la utilización del femenino resultaba, sin imponérselo a nadie, más frecuente entre las llamadas “locas de carroza” y “de atar”, cualquier otro homosexual (excepto los machos bugarrones en público) podía recurrir a tales fluidos juegos verbales, como hace Diego cuando dice “meterle mano hasta a una de nosotras” (Paz, p. 36) y hace Arenas cuando llama a Virgilio Piñera “la regia Piñera” (p. 244). Incluso los términos pájaro y maricón se feminizaban con mordacidad o enojo en pájara y maricona, respectivamente, sin alterar drásticamente el sentido ni dejar de referirse a un hombre biológico: “Pero, ¡qué se cree esa pájara!”
En la educación sentimental del sector homosexual habanero que describo eran de rigor las siguientes lecturas. Para una licenciatura, la citada elegía de Ballagas y El pequeño príncipe, de Antoine de Saint-Exupéry. Para una maestría, Muerte en Venecia, de Thomas Mann (el filme de Luchino Visconti estaba prohibido), el capítulo VIII y el pasaje de Baena Albornoz en Paradiso, de Lezama. Y para los raros casos en que el acólito demostrara auténtico interés y aspirara a un doctorado, El banquete, de Platón, el coloquio sobre la homosexualidad en el capítulo IX de Paradiso y, más difíciles de conseguir, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y lo que apareciera del hoy olvidado Roger Peyrefitte con sus deleitosas sugestiones:
¿Dónde se realizaban los impuros encuentros? […] No me facilitó detalles sobre una breve temporada de interno, con la excepción de este: las duchas se comunicaban por medio de puertas con cerrojos a cada lado y bastaba que los vecinos estuvieran de acuerdo, para que se juntaran bajo la lluvia. (Los dos amores. Buenos Aires: Sudamericana, 1960, p. 53)
Para graduarse de cualquier nivel, no se le exigía al discípulo ni una tesina sobre esos textos: bastaba con que los mencionara de pasada en una conversación y acompañara sus palabras con los ademanes apropiados. ¡Así de leídos y escribidos y fisnos éramos muchos, varios o algunos de nosotros!
Final
Con su didactismo práctico, es decir, factible de aplicarse tácticamente donde y cuando el deseo lo crea necesario, mi informe se suma, con algunas repeticiones, a lo incluido en la novela de Arenas, en el cuento de Paz,5 en el filme de Gutiérrez Alea y Tabío, y en Inventario secreto de La Habana (Barcelona: Tusquets, 2004), de Abilio Estévez, quien por momentos desplaza su relación a años posteriores a 1980, como cuando se refiere a sus andanzas galantes por la calle con un amigo extranjero homosexual y a su visita a un antro de prostitución masculina (pp. 324-325), cosas estas inviables durante el período que cubro.
Dos libros que también ofrecen datos sobre el ambiente habanero posrevolucionario son el de Lumsden y Teoría y práctica de La Habana (México: Jus, 2017), de Rubén Gallo, pero sendas coordenadas temporales difieren de las mías: Lumsden remite al final de los años 80 e inicios de los 90, y Gallo a la segunda década del siglo XXI. Esa diferencia temporal fue radicalmente significativa para el desempeño homosexual habanero debido a la aparición de varios factores impensables unos lustros atrás, tales como la relativamente tolerada presencia de amigos “de afuera”, de prostitutos (jineteros, pingueros) y turistas extranjeros merodeando por la ciudad, la disponibilidad de cuartos de alquiler privado por horas y de lugares públicos destinados a homosexuales y travestis, y la organización de desfiles gays organizados por funcionarios del régimen interesados ahora en despenalizar, no perseguir y abrazar —con excesivo y por ello dudoso entusiasmo— la homosexualidad y la transexualidad.
Las minorías LGBTQ cubanas nunca pudieron de manera autónoma agruparse ni expresar en público sus reclamos concernientes al género y la sexualidad.
Recordemos que, antes de esta normalización oficialista orientada de arriba hacia abajo por Mariela Castro (en todo caudillismo los apellidos importan) y el CENESEX, las minorías LGBTQ cubanas nunca pudieron de manera autónoma agruparse ni expresar en público sus reclamos concernientes al género y la sexualidad. Debido al acostumbrado verticalismo antidemocrático, todavía hoy ni los homosexuales ni el resto de la población son totalmente libres para generar sus propias asociaciones y acciones públicas. De ahí que la tan publicitada despenalización actual parezca haber respondido, no tanto a reclamos domésticos nunca permitidos, como a una triple conveniencia gubernamental: (1) atraer ayudas monetarias internacionales cuyo destino final ningún residente en Cuba puede cuestionar (para muestra, un botón: olvidada del embargo, la organización The Atlantic Philantropies le otorgó en 2010 una beca de 88,781 dólares estadounidenses al CENESEX), (2) manipular ideológicamente a las minorías LGBTQ con lemas como “Socialismo, sí; homofobia, no”, y los que comentaré más adelante, y (3) ganarse a (o no perder el apoyo de) las izquierdas Occidentales extranjeras —verdaderos Caballos de Troya del castrocomunismo insertos en las sociedades y academias del Kapital— que han hecho de la sexualidad un elemento político de en-verga-dura. En este sentido, la premura estatal por atender con tanta eficiencia a tales minoritarios asuntos —y propagandear a voz en cuello enseguida ante el mundo sus logros—, contrasta con su desidia, ineficiencia y silencio ante centenares de otros reclamos mucho más urgentes que llevan décadas sin atenderse y que atañen a todo el pueblo, incluida la propia comunidad LGBTQ —reclamos referentes a la comida, la vivienda, el transporte, los servicios básicos (electricidad, agua, gas), la higiene, la libertad de crítica y expresión, etc. etc.
Un artículo académico que muestra esa confluencia de intereses políticos entre el régimen cubano y las izquierdas Occidentales es “Homosexuality, homophobia, and revolution, part 1”, de Lourdes Arguelles y B. Ruby Rich (Signs, 9.4 [1984]: pp. 683-699). En ese artículo no exento de datos de interés sobre los años 60 y 70 en Cuba, ciertos hechos clave son interpretados u ocultados burdamente por las autoras en función del doble propósito explícito que las anima y que está aún vigente en un sector de la Academia estadounidense abocado a atenuar o justificar por cualquier vía toda crítica seria que se le haga a la dictadura cubana: (1) el propósito de no socavar “el apoyo que la revolución cubana tan crucialmente necesita de sus aliados naturales (los lobbies progresistas estadounidenses)”, y (2) el propósito de no legitimar “la presencia, dentro de estos círculos tradicionalmente liberales, de los elementos más reaccionarios [sic] de la emigración cubana”. Para cumplir con esta aquea misión, Arguelles y Rich realizan lo siguiente: (1) cuestionan la credibilidad de los testimonios de marielitos que la prensa estadounidense difundió, pero no la de los oportunos sujetos entrevistados por ellas; (2) desacreditan con insidiosas comillas la condición de refugiado político de los marielitos; (3) insinúan tres veces en el artículo, con manido e hipócrita tono moralista, que en los marielitos hubo una motivación más consumista que política; (4) minimizan la cruel injusticia de las UMAP de dos maneras: con el argumento vergonzoso de que estas “duraron poco”, y con la falsa afirmación —que pretenden legitimar con una académica nota al pie— de que los campos forzados de las UMAP provocaron “muchas denuncias internas”: fueron “ampliamente denunciados dentro […] de Cuba”;6 y, (5) contrarias a las evidencias históricas, aseguran con base en un mero documento burocrático “la gradual pero continua mejoría de las condiciones de vida de los homosexuales” en los años 70, sin tomar en cuenta ni los concretos efectos devastadores que, en la vida de los homosexuales cubanos, así como en la cultura y la sociedad nacionales, tuvo a lo largo de esa precisa década la parametrización, ni el radical descontento sociopolítico que culminó en la gran estampida de homosexuales por el Mariel en 1980 (pp. 684, 692, 694-695).7
Menos explicito que Arguelles y Rich, pero igualmente beneficioso para el régimen cubano —vuelto hoy empresario capitalista de hoteles, cabarés y clubes, y desesperadamente abogando por el turismo consumista extranjero—, es el narrador de Gallo en sus memorias de los putos tristes habaneros cuando, convertido en agente de turismo sexual barato, declara maravillado lo siguiente: “Qué utopía es La Habana, que hasta un abogado peruano que vive en Lima la horrible puede venir acá y llegar a un mundo de música, de baile, de chicos guapos, de seducción, aunque todo eso no dure más que unos días” (p. 166). A la ya sexagenaria continuidad castrocomunista le conviene que, al útil turista ideológico de los años 60 y 70, como fue una vez Young, se le sume en el siglo XXI el doblemente útil (por dólares y cómplice simpatía) turista sexoafectivo de cualquier orientación e identidad de género, como sería el mencionado peruano.
Con guiños complacientes al régimen esparcidos por el libro (los aplausos a Mariela, el acercamiento de Obama y los sentimientos populares [sic] de tristeza por la muerte del ML, y de alegría por el regreso de los tres Héroes [léase “espías”]), el narrador de Gallo transforma la otrora utopía ideopolítica insular en una nueva utopía sexoafectiva que, con un disfraz ahora vulgar y pobretón, nos retrotrae a La Habana bajo Fulgencio Batista. Quizás por eso Arrufat evoca “La Habana del ayer” en medio del relajamiento sexual que presenta el libro: “Lo que está pasando hoy [2016] me recuerda al ambiente de fines de los 50. Entonces se sentía que era el fin de una época y el comienzo de algo nuevo que nadie sabía muy bien qué era” (en Gallo, p. 76).8
Pero como cada anverso, por muy positivo que sea, tiene su reverso, las consecuencias taciturnas de esta normalización —y esto atañe por igual a muchos países Occidentales— han sido, por una parte, la pérdida del enigmático ingrediente de invención, imprevisión, peligro y transgresión que, entre 1967 y 1980, espoleaba (pun intended) la libido homosexual masculina al sazonarla de rebeldía existencial y sociopolítica; y, por otra parte, la deserotización del espacio urbano en general: de ser un todo equívoco y abierto a la sorpresa, donde los ciudadanos provocaban y participaban de tales aventuras, la ciudad pasa a compartimentarse de manera premeditada y convencional en función de cada orientación sexual y hasta de las diferentes prácticas de la misma. Subvertir tal compartimentación, reforzada por las actuales aplicaciones digitales, resulta ya, incluso para no pocos homosexuales, algo innecesario, inapropiado o de mal gusto.
Producto de dichas normalización y compartimentación parece haber hoy, además, entre los homosexuales, un menor interés por asistir a actividades culturales (teatros alternativos, cines de arte, exposiciones, conciertos de música clásica, ballet) a las que antes, por no tener sus propios espacios, acudían para encontrarse con sus pares. Una compartimentación que deserotiza el resto de la ciudad y monopoliza y malgasta en una rutina vacía el tiempo libre del habanero, se ve en la propia crónica de Gallo: ajenos a otra actividad cultural que no sea la repetitiva propuesta travesti del oficialista cabaré Las Vegas, los clientes cubanos, prostitutos o no, dedican buena parte de sus noches a estar allí bebiendo, ganándose el pan o, en el más lamentable de los casos, entreteniendo (léase “riéndole las gracias”) al iluso extranjero de turno que les pague los tragos y les traiga alguna novedad, beneficio o esperanza a sus vidas.
Pero de la —más que normalización— oficialización de la condición LGBTQ en Cuba (en mis regresos a La Habana entre 2008 y 2015, la irónica vox populi de los héteros y algunos homosexuales alertas era “ahora hay que ser gay”) emerge un peligroso subproducto derivado de dos de sus manipuladores lemas: “Por una Cuba con todos los derechos para todas las personas” (Mesa Redonda, La Habana, 7 mayo 2021) y, con eco judithbutleriano, “Todos los derechos para todas las familias, porque todas las familias importan” (“Carta de la directora [Mariela Castro]”. Revista Sexología y Sociedad, 27.1-2: p. 1). Engañoso es el repetitivo adjetivo “tod(o/a)s” en ambos lemas: (1) “todos los derechos” no incluye, entre otros, el derecho a crear partidos políticos, a elegir de manera verdaderamente democrática a los gobernantes, a expresarse políticamente en público en contra del sistema y de sus máximos dirigentes, a ni siquiera crear un movimiento homosexual autónomo; (2) “todas las personas” no incluye a quienes disienten o han sido injustamente condenados a larga prisión por manifestar sus ideas; (3) “todas las familias” no incluye a los parientes de presos políticos, a las Damas de Blanco, y es obvio que ciertas familias son mucho más importantes (léase “privilegiadas”) que otras. Con tales consignas falsamente inclusivas, los ahora otorgados derechos LGBTQ constituyen una cortina de humo que quiere no sólo ocultar la flagrante y continua violación generalizada de elementales derechos humanos dentro de la Isla, sino también crear o alimentar en las personas LGBTQ un egoísta conformismo sociopolítico y, en consecuencia, un apoyo incondicional a los mismos dirigentes y Partido Comunista que deshumanizaron, reprimieron y hasta impelieron a miles de integrantes de esas minorías a vivir lejos de su patria. Semejantes conformismo y apoyo se ven en el cabaré recreado por Gallo. Lo único cierto de esos lemas es que, para sobrevivir dentro de Cuba, quizás no todas, pero sí numerosísimas familias cubanas “importan”… remesas (en forma de dinero, comida, ropa, artículos domésticos, herramientas, piezas de repuesto, pacotilla, etc.) de sus parientes en el extranjero.
Regresando a los años 60 y 70, puedo afirmar que el expandido e imprevisible desempeño homosexual habanero durante el período más homófobo de la dictadura castrista no trajo ninguna pronta rectificación oficial: en 1980, la retórica antihomosexual del Estado jugó un papel determinante en los sucesos en torno al Mariel. El régimen no sólo incluyó la homosexualidad en la denigrante categoría de “escoria social” que permitía obtener el dificultoso “permiso de salida” del país,9 sino que además configuró y exacerbó entre la población, bajo la coacción de sus órganos de control civil, la opinión vejatoria y las acciones violentas en contra de los homosexuales, al extremo de obligar o llevar a muchos de ellos a emigrar. Como declararse homosexual ante las autoridades constituía un primer paso casi seguro para obtener el permiso de salida, hubo hasta hombres héteros que se convirtieron, por voluntad propia, en falsos positivos al presentarse en las estaciones de policía y acusarse de practicar el pecado nefando.10
“Todas las personas” no incluye a quienes disienten o han sido injustamente condenados a larga prisión por manifestar sus ideas.
El relativo desenfreno homoerótico de los 60 y 70 quedó, pues, como un desesperado y espontáneamente coordinado anhelo de libertad en lo único que el régimen no pudo dominar, aunque se lo propuso: no los cuerpos —como afirman algunos olvidando que existían prisiones, obligaciones diarias y perjuicios sociales acorralándonos en lo físico—, sino el deseo sexual. Creo que así lo entendió Arenas: vivido como “riesgo voluntario”, el sexo era “como una tabla de salvación y escape inmediatos”, “como un acto de desenfado, rebeldía y libertad” (pp. 249, 322). Y así lo explica Estévez: “tocar un pecho, besar unos labios, es lo más cercano que puedes estar de la libertad” (p. 324) al tener que sobrevivir entre tantas imposiciones, discursos interminables, delaciones, persecuciones, carencias materiales y limitaciones de opción y realización personal. La práctica de la homosexualidad o de la identidad autopercibida de género significó así, en este período, una forma de resistencia (otrora no se usaba “resiliencia”), cuando no de franca provocación al sistema.
Para acercarse más a las libertades de todo tipo, así como para poder realizarse como individuos, miles de homosexuales cubanos (entre ellos un gran número de afrodescendientes) lograron abandonar el país por el Mariel hacia EUA en 1980. Con tal acción, muchos marielitos afirmamos, de facto, que, aun jugándonos la vida en la travesía, considerábamos más prometedor y humano vivir en un país capitalista salvaje que en aquella distopía fascisto-socialista tan elogiada por quienes, desde el capitalismo y con suficientes dólares o euros a su disposición, ni la conocen más allá de espejismos privados y eslóganes oficialistas, ni aguantarían vivir allá una semana sin sus divisas, como un cubano de a pie.
Conducta impropia, con su libro homónimo de testimonio (Madrid: Playor, 1984), entrega un vívido recuento del exilio de homosexuales cubanos desde los años 60 a los 80 —un exilio que, con una u otra motivación, abarca a todos los sectores de la población cubana (incluidos los tenidos por revolucionarios, comunistas, fidelistas, delatores, represores, mayimbes, ñángaras, pinchos, esbirros) y que todavía en 2025 sigue aumentando, incluso con homosexuales, no obstante el oportunista retroceso actual de la homofobia gubernamental en Cuba.
Pasado el tiempo, me contó René (quien a inicios de la década del 70 cumplió seis meses de prisión por las aventuras sigilosas aquí descritas) que, tras el Éxodo del Mariel, el ambiente habanero aquí recreado se esfumó, pero que pocos meses más tarde —nadie sabía cómo— se había recuperado y hasta ampliado con nuevos cuerpos deseantes y más bríos: “son expulsados por millones y al instante se vuelven a reproducir”, apuntaría Arenas (p. 185). Como la confundida paloma de Rafael Alberti —agente prosoviético del Komintern, según Natalia Kharitonova en “Rafael Alberti y María Teresa León en su viaje a América en 1935” (Bulletin Hispanique, 1.125 [2023]: pp. 327-342)— que en los 70 cantaba Joan Manuel Serrat, “se equivocó” Carlos Puebla: aunque el ML intentó, por varias vías, acabar con “la diversión”, no lo consiguió en nuestra (no suya) Habana bañada por las aguas encontradas del Golfo y del Atlántico. Y no por las del Mar Caribe que algunos (catedráticos y doctorandos incluidos) han creído y dicho ver, entre otras peores —por condescendientes y cómplices— falacias, desde el Malecón habanero.
Las Cruces, EUA, marzo de 2025
Notas
1 Sobre la Strada, véase Norge Espinosa Mendoza, “Martha Strada, tus días como hoy” (en José Quiroga, ed. Mapa callejero. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2010, pp. 208-213).
2 Partiendo de una escala de valoración humana con base en la inteligencia y el deber cumplido hacia la sociedad, Diego desprecia y literalmente odia a los homosexuales vistos como “locas”, ya que tienen “todo el tiempo el falo incrustado en el cerebro y sólo actúan por y para él. La perdedera de tiempo es su característica fundamental” y, en vez de dedicarse al “trabajo socialmente útil”, desperdician su vida flirteando “en parques y baños públicos”. Y al describir lo más bajo en su escala, añade: “Las [locas] más vagas de todas son las llamadas “de carroza”. A estas las odio por fatuas y vacías, y porque por su falta de discreción y tacto, han convertido en desafíos sociales actos tan simples y necesarios como pintarse las uñas de los pies” (Paz, pp. 33, 35-36). En varios aspectos internaliza ese criterio el personaje de Francisco/Leslie Carón del cuento “¿Por qué llora Leslie Carón?”, de Roberto Urías, cuando dice: “me siento sólo como una mariposa o una caracola: soy una bella parásita” (Letras Cubanas, [julio-septiembre 1988], p. 237).
3 A fines de los 60, tales deslices homosexuales no eran privativos de los cines habaneros. Bajo otra dictadura, la franquista, ocurrían también, con más explícito despliegue, en el madrileño cine Carretas, según registra la canción “Juana la Loca”, de Joaquín Sabina, y Cine Carretas. El cuarto oscuro del franquismo (julio 2019), de Ignacio Incera Rexach.
4 Frank Padrón corrobora esta lectura en su reseña “Casa vieja, un conflicto más viejo que la casa”.
5 En una entrevista incluida en la edición cubana del cuento (La Habana: Homenaje, 1991), Paz afirma que su trama ocurre “en varias épocas, que van de los finales de los 60 a los principios de los 80” (p. 4).
6 Ninguna documentación hay sobre una “amplia” denuncia contra las UMAP dentro de Cuba, porque nunca hubo ni se iban a permitir esas “amplias” denuncias públicas, y muy pronto las UMAP se convirtieron en un tema tabú. Lo fácilmente documentable de esta frase de Arguelles y Rich es su manipulación académica al enviar al lector a la Nota 23 del artículo con la intención de hacerle creer que la afirmación de ambas reproduce los datos de un reconocido scholar y un texto de una editorial prestigiosa: a saber, Jorge I. Domínguez. Cuba: Order and Revolution (Cambridge: Harvard UP, 1978; en especial, pp. 357, 393). Sin embargo, al revisar la referencia, veo que Domínguez no se refiere a ninguna “amplia” denuncia contra las UMAP dentro de Cuba: en p. 357, únicamente dice que “cuando, acusados de ser homosexuales, muchos intelectuales y profesores universitarios fueron enviados a las UMAP, la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) le envió una protesta” al ML; y en p. 393 agrega que la UNEAC consiguió el apoyo del ML.
Otra manipulación académica es que Domínguez sólo menciona a la UNEAC en ambas páginas, pero Arguelles y Rich ocultan o no retoman ese dato concreto en su falsa generalización de “amplias” denuncias internas. Burdamente contradictorio resulta esto, además, porque, un párrafo antes, ellas mismas afirman con razón que, ante la homofobia desatada en los 60 por antiguos militantes del Partido Socialista Popular ubicados en el régimen castrista, la UNEAC “nunca hizo una contracrítica pública sobre el tema de la homosexualidad” (p. 691). Continuando el tabú interno del tema UMAP, la carta no-abierta de la UNEAC al ML, si existió alguna vez y aún existe, no ha sido publicada.
7 Ya en 1984, Juan Abreu detectó similares propósitos en un artículo de Rich en contra de Conducta impropia: a saber, evitar que el documental ejerciera “influencia en los círculos de poder” estadounidenses y servir “a los intereses de la dictadura de La Habana” (Mariel, 2.6 [1984], pp. 34-35).
8 Poco de originalidad hay, además, en los relatos biográficos de algunos prostitutos descritos por Gallo, ya que reproducen los más manidos clichés de la prostitución masculina homosexual en el mundo Occidental: los putos se autopresentan como heterosexuales que se venden por necesidad económica y que suelen tener una esposa o novia “en algún lugar”, como explicó Rechy a propósito de sus colegas prostitutos californianos en 1973 (p. 266). Y poca conmiseración revela la siguiente apología indirecta de la miseria ajena que hace su cronista frente a una Habana invadida por montañas de basura que el Estado no recoge y que ponen en peligro la salud del pueblo: “A mí me gusta ver basura [en la calle]. Donde hay basura hay vida” (p. 21). Quizás le gustaba ver basura también en un libro y le pasó como a Eliseo Diego al escribir Por los extraños pueblos (La Habana: Úcar, García, 1958) que, “teniendo ganas de leerlo, y no hallándolo”, decidió “por fin escribirlo” él mismo (p. [5]).
9 Desde los años 60 hasta el 2013, el cubano, como quien vive en una prisión, necesitó tener un permiso para salir legalmente del país por cualquier motivo.
10 Era trágicamente cómico ver en las colas frente a las estaciones de policía a los hombres héteros que querían acusarse a sí mismos de ser escoria homosexual: como se sabía que los agentes policiales pedían demostrar con detalles íntimos la autoacusación (“¿qué te gusta hacer?”, “¿cómo haces esto o lo otro?”, “¿dónde hacías tus cochinadas?”, “a ver, camina un poco para divertirnos”), los héteros aprovechaban el tiempo de la cola para obtener de los homosexuales la información apropiada y, de ser posible, hallar una pareja creíble según los estereotipos ad usum (allí mismo determinaban el papel sexual de cada uno, cómo se habían conocido, dónde se acostaban, etc.). Mientras tanto, sendas esposas o novias hacían la cola de las mujeres y, con la moral muy en alto frente a un régimen no inmortal sino inmoral, se acusaban de ser prostitutas.
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