Es primavera en Nápoles y la estación llega,
con sus derroches armónicos, y el teatro San Carlos
abre sus recintos para ofrecer un nuevo concierto de
primavera.
Todo reverdece en su realeza, la esencia de las flores,
el resplandor dorado de las columnas que imprimen
matices
a las manos pequeñas que se deslizan ágiles
sobre las llaves de nácar, y expanden las notas que
emanan
del saxofón soprano cual quejidos musicales
para embriagar el aire e imprimirle ese deleite,
el toque supremo que ofrece la magia seductora de la
música.
Las cortinas se deslizan, ponen fin al concierto y
vuelven,
una lluvia de lirios del valle cae como diminuta brizna
sobre la solista y el saxofón, el velo se corre de su
rostro,
el hedor de la carne quemada queda sin cubrir,
cual hermosa kadapul que muere cuando es cortada,
se dobla en su talle, las huellas del ácido moran en su
piel,
surcan su rostro, se adentran en ella para quedar
clavadas
en su sangre, correr por sus arterias y diluirse
en sus huesos, sus ojos, sus sienes y quedar atrapada
para siempre en su garganta junto a un alarido mudo y
ciego,
el que nadie escucha porque lo tragó la noche.
Alguien se inclina para recoger el velo, la solista vuelve
sus labios al saxofón, los dedos se crispan sobre las
llaves,
los arpegios se escuchan en sus notas más altas,
trepidan
los cristales, y el cuerpo en dolor latente se estremece.
En cada acorde se deshace para recomponerse como un
clamor,
una bocanada de aire que se escapa y se torna elíxir,
aliento divino, en la nota sublime que sólo emana del
alma.
Publicado originalmente en la antología Más allá del miedo es mi casa “Mujeres poetas contra la violencia” (Ediciones Deslinde, Madrid, 2021), con selección de Ivonne Sánchez-Barea e Ileana Álvarez, y prólogo de Milena Rodríguez Gutiérrez.