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Visitando al zurdo

"La curiosidad inicial era el portón, que uno empujaba libremente y abría hacia la derecha. Pues ¿hacia dónde debía abrir la puerta de un zurdo?"

Obra: Juan Pablo Estrada
Imagen: Juan Pablo Estrada

to follow knowledge, like a sinking star beyond the utmost bound of human thought.

L. Tennyson

I

Me dijeron: sólo el Zurdo puede ayudarte. Lo conocemos poco, pero desde que se estableció allí, en el kilómetro treinta de la Carretera —para que las luces de la ciudad no le impidan observar el cielo—, se ha ganado un respeto reverencial en la comunidad científica. Como ocurre con los tipos de esta índole, es un extravagante; tampoco sabemos bien cuál es su tema de investigación, porque aun con lo pulido que parece ser su telescopio nunca trascenderá la categoría de instrumento casero. Y estuvo muy enfermo hace un año, casi a punto de morir. Pero visítalo de noche, demuéstrale humildad y déjalo que se explaye y que se luzca; y me lo vas a agradecer.

Después de atravesar un bosquecillo de árboles frutales —ciertos artefactos no soportan la vibración de una autopista—, aparecía de improviso la residencia de tres plantas. La curiosidad inicial era el portón, que uno empujaba libremente y abría hacia la derecha. Pues ¿hacia dónde debía abrir la puerta de un zurdo? Más tarde supe que se podía entrar a cualquier hora por cualquier hueco del inmueble, puesto que no había cerraduras, aunque sí objetos que incitarían al robo: miles y miles de libros, entre ellos numerosas ediciones príncipes de clásicos de la astronomía y de la física, difíciles de localizar en el desorden de los estantes que llegaban al artesonado; una nevera donde el Zurdo acumulaba alimentos para ocho o nueve meses, incómoda de transportar para ladrones heroicos; y el telescopio del techo. Entré, y me quedé estupefacto delante del planisferio invertido que ocupaba la pared de bienvenida, con África y Australia hacia el tope y Alaska e Islandia en el sur. Ah, me dije, para un astrónomo no hay un arriba y un abajo. Y esta reflexión fue como si una brisa me arrebatara un prejuicio que jamás había debido tolerar. Me sentí ligero y viable, como si flotara en el espacio exterior, y con grandes ganas de saber. Entonces, por una puerta oval a la izquierda del planisferio, apareció Minerva.

Vestía de negro, quizás porque era diciembre o porque así resaltaba el aura blanquecina de su forma, espigada y señoril. Me miró sin pasmo a los ojos, con los suyos de penumbra, corvos y de pestañas extensas, ocupados por un deseo hacia adentro, agudo e indefinible. Enseguida le hubiera dicho que la amaba, pero su nariz de rectitud, sus labios finos y severos y su rizada cabellera de azabache, convidaban sin ofrecerse, como sus cejas en línea: retrocedían en el impulso de recibirte: provocaban para dejarte fuera. Díjome:

—El Zurdo le atenderá en cinco minutos.

Me senté en un butacón tapizado de blanco, que se convertiría en mi trono en la sala, a la derecha del ingreso oval y frente al colosal estante donde, a pesar de la distancia y mientras informaba la anfitriona, mi aguzada vista de joven astrónomo reconocía en los lomos los títulos: obras de Copérnico, de Newton, de Einstein. El anhelo de acercarme a esas fuentes, y la pulcritud y la altura del asiento, coronaban la impresión de estar flotando en plena gravedad: y los ojos de Minerva, tranquilos y amables, parecían vigilar y proteger, por detrás de sus inflexiones halagadoras, la vastedad de la estantería y de la sala e incluso al mismo Zurdo —a quien se dirigía, sin embargo, con tanto sentido de la subordinación. Una impaciencia movía mis ojos, de los libros a los ojos de Minerva, y de sus ojos a los libros, en un vaivén de doloroso éxtasis. Apenas advertí la entrada del Zurdo.

—Veo que le apasiona la historiografía astronómica —me dijo sin presentarse ni rendirme la diestra, o la siniestra. Y sonrió por primera vez, con esa ironía que iba a ser su divisa para conmigo—: Es un asunto en el que yo, naturalmente, puedo ayudarle más que nadie.

Aquella noche tendría unos sesenta años. Los cabellos grises y el pálido y muy afeitado rostro le hubieran dado a su persona un aire de fatiga y de tristeza, de no ser por la nariz romana y la fuerza de la barbilla, que él manejaba a un lado y al opuesto de continuo, como un satisfecho capitán. Pero su seguridad le pertenecía en exclusiva, no aparentaba ningún empeño en transmitírsela a extraños. Era el dirigente infalible de una trascendental indagación en la que sólo participaba él: o exportaba esa imagen. No menos rotundo resultaba aquel primer monólogo: se diría que no hablaba, sino que declamaba o leía con gracia y soltura un texto que acabara de escribir o aprender, con sus comas, punto y comas, puntos, guiones, comillas y paréntesis; con sus citas en itálica y los supraíndices de las referencias. Yo nunca había podido disertar si no tartamudeando: semejante oratoria me deslumbró. Porque el contenido, a fuerza de original y delirante, solo podía ser suyo.

—...no tan descabelladas, no. La aparente infertilidad de aquellas discusiones nos reservan escandalosos sobresaltos. Si usted fuera físico le demostraría cuánto porvenir atesora la descartada, bizantina teoría del flogisto para la explicación de la naturaleza de la gravedad, ese expediente que Einstein nos dejara como una herencia maldita, desmintiendo su propia admonición de que Rafiniert ist Herr Gott aber boschaft ist Er nicht[1]. (Dicho sea de paso, y si usted quiere divertirse con un poco de lingüística comparada, le diré que esta famosa frase siempre me ha parecido una versión del refrán que reza: Dios aprieta pero no ahoga —en castellano al menos). Si le interesa la astrofísica, permítame anunciarle que la teoría del éter, desechada hoy, también resucitará de entre los muertos la próxima centuria, para abandonar la locura del Big Bang por el aplomo del universo pulsátil. El Ser es elástico.

Minerva había traído el té, que aromaba ya desde la mesa central y la porcelana china.

—Lo que me urge —dije— es abundar sobre la influencia de las investigaciones astronómicas en el desarrollo de las ciencias fisicomatemáticas, especialmente en los siglos XVI y XVII.

—En efecto —respondió—. Tiene que tomarse el té. No va a dormir esta noche.

La porcelana exhibía una sola taza. Ellos no necesitaban despabilarse, sonrientes me dijeron, puesto que hacía siglos que estaban acostumbrados. El Zurdo trabajaba la noche con la noche, y descansaba durante el tedioso día. Adivinaban que para mí iba a ser un sacrificio, dada mi juventud y mis intenciones de enamorarme en las madrugadas de nuestro invierno insuficiente; en todo caso la ciencia, y mi tesis de estudiante, merecía esas renuncias. La vida no tenía otro norte que la aventura del conocimiento, y según Tennyson, había que perseguirlo, como a una estrella de navegación, más allá de los postreros límites del pensamiento humano, si es que queríamos concurrir, alguna vez, al continente de la eternidad. Por supuesto que esa revelación no estaba en la gaveta de cualquiera; y los que por heredad la poseíamos, debíamos asumirla con decisión y júbilo. Y se pusieron de pie a un tiempo, como si lo hubieran ensayado.

—Venga —dijo el Zurdo—, le mostraremos nuestro telescopio.

Pasamos a través del agujero oval y avanzamos por un largo pasadizo de techo y paredes curvas de cristal negro, en las que resplandecían las constelaciones de la Vía Láctea. El pavimento era de un mármol níveo: caminábamos sobre una senda de luz y como si viajásemos con su rapidez: yo iba delante de la pareja, con una sensación de audacia y de hermosura en el ánimo. Encontré normal que al final del túnel se abrieran unas correderas y entráramos en un golpe de azul: el ascensor.

Subimos en silencio.

Se descorrieron las planchas y recibimos la frescura de las doce. En el centro de la azotea se erigía la caseta del telescopio, con su tubo apuntando a un firmamento tupido, de una textura mineral. Hacía años que yo no contemplaba un cielo así. El Zurdo y Minerva disfrutaron mi deslumbramiento con una expresión de orgullo irreprimible.

—Un brocado de plata —dijo el Zurdo.

—Usted debe odiar las nubes.

—Sin la menor duda. Tanto como la negligencia, la pereza o el olvido. Sobre todo el olvido. No tenemos derecho a olvidar nada de lo que sabemos ni de lo que podemos saber.

—También odia usted el día.

—No, no, el día no. Yo no odio a los estúpidos.

Minerva sonreía exquisitamente.

—¿Los estúpidos? -insistí, perdido.

—El día es la estupidez de la raza. Es asimismo el espanto. A veces, cuando estoy extenuado por la faena, paseo por el día. Y en el acto recobro la disposición de investigar. Considere esos miles de millones de tontos que se deleitan en vivir en la ilusión, el engaño de los sentidos, el fraude: miran un cielo azul que no es azul, se complacen con la irradiación de una estrella amarilla y mediocre, que les oculta el universo. ¿Qué pueden discurrir, qué orientación pueden darles a su extravío en el astro, si lo que ven los incita a confiar en la importancia de este insignificante pedrusco, con sus mezquinas y asesinas actividades? Y lo dicen: vivimos en la Tierra. Es el juicio de una hormiga. Yo vivo en la metagalaxia.

—¿El cielo constelado de Kant?

—Enmanuel veía allí la ley de la conducta. Para mí es la Realidad. Y lo que me llama la atención de la Realidad es que ha engendrado al hombre, que es un ser que alberga un pánico por la realidad. Creen en el día, el Sol, la persistencia humana, sabiendo que todo eso es espuma, apariencia, fenómeno: que lo permanente es la noche, el universo, la muerte. De tantas evidencias huyen, en vez de enfrentarlas con valentía y vencerlas.

Había elevado su barbilla rumbo a Sirio, con un gesto que hubiese sido risible en un protagonista con menos convicción. Minerva procuraba retener sus rizos flotantes.

—Supongamos que la humanidad —comencé, y sentí vergüenza de expresarme con esa afectación odiosa— no haya alcanzado todavía la madurez necesaria para lidiar con tales monstruos.

Minerva me miró sorprendida y airada.

—¿Y cuánto tiempo requieren —el Zurdo mostró en la sonrisa la burla— para inventar el budismo, el cristianismo, el islamismo? Hubo la esperanza de que aprendieran —entornó los ojos, como si recordase—. Sobre todo en la edad postsolar. Porque la humanidad —siguió con su tono docente, al reparar en mi desconcierto de turno— rebasó un período primitivo en que adoraba al Sol. Recuerde a los egipcios, a los aztecas, a los incas. El culto tosco de una hipótesis tal vez ineludible. Solo los griegos —sonrió inclinándose— vislumbraron que el Sol era una moneda en desuso, y lo relegaron en su elenco de preferencias: Febo Apolo, dios de las ilusiones, de la poesía y de la medicina, de la vida imaginaria y de la vida precaria. De las sugestiones de la experiencia diurna, imagínese. El budismo instauró la moda de la noche sin accidentes, la cobardía en estado de destreza: no había nada que buscar, es decir, había que buscar la nada. La apología del suicidio de la búsqueda. Los cristianos y los islámicos se volvieron hacia la noche fulgurante, pero al derrocar al Sol se atuvieron, por simple insuficiencia de datos, a su satélite, esta piedrecita loca. El pensar se tornó egótico, humanoide. Fabricaron el paraíso civil, el milenio en el arrabal, la indigencia que tiende a infinito. Después de Copérnico y de Kepler, cuando al fin logramos ver nuestra irrelevancia en el universo, el hormiguero ya no posee excusas. Allí siguen, en sus minúsculas barbaries.

Se volvió hacia la caseta del telescopio.

—¿Le he cansado con mi discurso? ¿No desea echarle un vistazo a la verdad?

Asentí con excesivo énfasis.

Minerva abrió, la diestra pronta, el postigo de la caseta. Se estaba bien en el recinto de paredes blancas y cómodos sillones de cuero reclinables. Unos minutos de observación me bastaron para apreciar cuán eficiente era ese humilde telescopio: la nitidez con que atrapaba los brazos de las galaxias en espiral, mis preferidas, me arrancó un entusiasmo. Me lancé entonces a un despliegue de mis ideas acerca de la génesis de las estructuras de esas galaxias y su papel en la Expansión; me fugué hacia las lenticulares, y manifesté mi inconformidad por el escaso progreso de la ciencia estadística, todavía incapaz de proponernos un modelo coherente de la distribución de los conjuntos de astros y de su movimiento en el área observable por el hombre; y hubiera apelado sin rubor a otro criterio de diletante, de no ser porque los ojos de Minerva, fijos, uno a uno, en los míos, terminaron por detenerme. El Zurdo sonreía, complacido de mi retórica; Minerva no atendía a mi rostro sino a mi párrafo, como si a un tiempo lo amara y lo odiara; como si yo estuviera despojándoles de lo que pertenecía a su disfrute; como si yo verificase un sacrilegio que, desdeñando ella un castigo, le fuese, por morbo, apetecible. Pues justo al interrumpirme advertí, como en un relámpago lento y torturante en su delicia, que por vez primera yo había disertado con fluidez, y que la expectación de la anfitriona por mis conceptos y su desprecio por mi rostro me eran también inadmisibles y fascinantes. Quedé clásica y estúpidamente confundido, la boca entreabierta, mis ojos dorados en la órbita de aquel par de huecos oscuros capaces de devorar la luz de mi alma.

—Me alegro de que le interese ese asunto de la estructura —dijo el Zurdo con voz como sonreída—. Estoy mapeando con la certidumbre de que pueda comprobarse mi pronóstico sobre el coeficiente de elasticidad de esta región del universo.

—Mapas siderales de la profundidad se adquieren dondequiera —dije con audacia.

—Éste es disímil, mi querido estudiante. No es su radio lo que importa, sino su exactitud. Será comparado y debatido dentro de un millón de años.

Me reí como un insulto.

—Estoy fotografiando una especie de cono —prosiguió el Zurdo sin molestarse en valorar mi descortesía—. Esos archivos están llenos de las placas. A propósito, no tengo suficiente material de impresión. Quizás en su próxima visita usted nos lo aporte como obsequio.

Procuré remediar el daño.

—En la Universidad lo almacenamos de sobra. Cuente con él.

—Hablemos de Viete. De Bürgi, de Neper y de Kepler. Hay noche aún.

Eran mis temas. Me presenté como un talento gris, obligado a una tesis de trámite, que de alguna manera excitaba mi interés y mi empeño. Había recogido información sobre las conexiones entre la astronomía y la trigonometría a finales del XVI y comienzos del XVII; deseaba completar mi ensayo con el proceso de creación del logaritmo. Declaré mi fascinación por ese descenso o avance desde el cielo hasta el número: cómo las indagaciones posteriores a Copérnico condujeron a un auge de la trigonometría, que acabó convirtiéndose en rama aparte de las matemáticas; y cómo el laboreo de las funciones trigonométricas motivaron, entre otras compulsiones, la invención del logaritmo, que acabaría incorporado al álgebra como un componente de los cálculos. Parecía que del examen del firmamento hubiera surgido ese lógos arithmós, esos números de relación, que desde entonces habían cobrado utilidad independiente, seminal y perpetua.

Por supuesto que mi alegato, de nuevo ardiente y fácil, estaba destinado a congraciarme con el Zurdo. Sospechaba que debía poseer la Mirifici Logarithmorum Canonis Descriptio, publicada en Edimburgo en 1614, obra de Neper que es la publicación en que los logaritmos irrumpen. Pero en el acercamiento que suponía mi parrafada habitaba también, y yo lo percibía, el imperio de Minerva, la necesidad de merecer y conseguir el premio ocasional de su sonrisa acogedora, una voluntad contenida pero irresistible, sexual, de entregarle mi pensamiento y mi acción, la hazaña de mi presente y la dimensión de mi futuro. Y barruntaba que ella lo sabía, y que tal vez mi pasión no le molestase. Sin embargo, cuando bajó a buscar el libro de Neper, suspiré de alivio. Su presencia me encendía en exceso, me convocaba a decisiones que no me podía permitir.

Me sumergí pues en la didáctica del Zurdo. Habría que atribuir a mi turbación de aquella vigilia o a la tensión del insomnio el que no me sorprendiera su arrolladora erudición sobre la historia del logaritmo. Cierto, yo dominaba muchos de los detalles que él exponía como revelaciones: difícilmente hubiera podido ser de otra forma, porque durante un año había estudiado el asunto. Era evidente que él se había aprendido de memoria, además del libro de Neper, la Logarithmorum Chilias Prima de Briggs, de 1617, en que se estrenan los logaritmos vulgares; el Canon Triangulorum de Gunter, de 1620; la Trigonometría Artificialis de Vlacq, de 1633; la Mirifici Logarithmorum Canonis Constructio, publicada en 1619 por el segundo hijo de Neper, Roberto, en el que se presentaba el sistema de cálculo utilizado por su padre: los New Logarithmes de Speidell, de 1619, con quien se inauguraban los logaritmos naturales; y un conjunto de textos que yo consideraba menores, como la Arithmetique Logarithmetique de Wingate y el Traité des Logarithmes de Henrion, publicados en París en 1625 y 1626 respectivamente. Para cada caso recordaba con cuántos decimales habían sido calculados los logaritmos y cómo, lo que distaba de una broma, pues se trataba de engorrosos procedimientos. Aunque es un número ilustre, era imposible no admirar que recitase la raíz cuadrada de orden cincuenta y cuatro de diez, con sus treinta y dos cifras, que era parte del cálculo de Briggs. Y hablaba de esos científicos como si los conociera, con una naturalidad y un divertido irrespeto desconcertantes.

—A Bürgi se lo advirtieron: publique esas tablas ahora mismo. Se entretenía con juguetes maravillosos e inútiles, como el instrumento para medir los compases del solfeo, o su globo celeste de plata, con las estrellas según observaciones propias. Me es muy simpático Bürgi, que por cierto se llamaba Justo, como usted. En homenaje al ingenio de este matemático bauticé con su nombre el túnel del ascensor. Entre 1603 y 1611 Bürgi calculó sus tablas de logaritmos; suizo y probo, su timidez y su honestidad excesiva le impidieron publicarlas a tiempo. Cuando las editó en Praga en 1620 —luego se las traeré, son las Arithmetische und Geometrische Progress Tabulen, título honrado cono se verá— ya Neper había publicado seis años antes las suyas. Al principio Neper no se molestó en confesar el proceso de cálculo. El pobre Bürgi, desde el título lo anunciaba. Para hallar el logaritmo solía compararse una progresión geométrica con otra aritmética. Bürgi denominaba a la primera número negro, y rojo a la segunda. Quería obtener los números rojos, más bien buscaba el antilogaritmo, pero eso es lo interesante. ¡Ay, Justus Byrgius! Olvídate del observatorio y del péndulo, de los relojes y del landgrave de Hesse; dedícate al Cálculo Rojo y publica el resultado. ¿A qué potencia elevar la vida para alcanzar la eternidad? —el Zurdo sacó su sonrisa emblemática—. Aunque hay que tener en cuenta —subrayó con un dejo melancólico en la voz— que a ciertos doctores no les atrae ser reconocidos por el hormiguero. El conocimiento vertical les resulta suficiente... Pobre Justus, conservaré tu pasadizo adonde quiera que huya.

Minerva había traído el libro de Neper y nos dedicamos a estudiarlo: un volumen en cuarto menor, con cincuenta y siete folios de explicaciones y noventa tablas. El método del escocés era en efecto igual al de Bürgi: la correspondencia entre series geométricas y aritméticas; la tabla proveía los logaritmos de los senos para cada minuto y con siete decimales. El Zurdo recalcó los equívocos de la muchedumbre, que había aceptado el apelativo de Neper para los logaritmos naturales creados por Speidell. S aboreaba la insolencia de Neper, su rechazo a develarle a las hormigas sus artificios. Yo le seguía apenas, con mi latín autodidacta, la sustanciosa lectura; y él hubiera seguido argumentando hasta el amanecer si mis párpados no hubiesen empezado a batirse con unas oleadas de sueño. Turbiamente divisaba la sonrisa horizontal de Minerva, casi compasiva.

—Solemos acostarnos a esta hora —dijo, volviéndose hacia el Zurdo.

La voz me despertó, no solo por contraste con el sonsonete del astrónomo. Me invadía su terciopelo de contralto como una prolongación de su mirada: atraía maternalmente, y con autoridad me devolvía a mi sitio. En ese momento debí ponerme de pie y marcharme. Pero tanto la seducción como la censura convocaban mi respuesta de varón, y yo era demasiado tierno para resistirla.

—Podemos bajar al gimnasio o pasear por el jardín —propuso el Zurdo.

—El gimnasio será ideal —decidió Minerva.

Y descendimos. En el ascensor me desveló el azul, en lo que demoramos en arribar al segundo nivel.

El gimnasio era una habitación vasta, rodeada de ventanales, donde se veían unas barras asimétricas y un potro de salto. Sorprendía el majestuoso piano de cola al fondo, adonde desfilamos en hilera.

—Lógos arithmós —dijo el Zurdo, rodeando la cola—. Los griegos entendieron que número y ritmo eran un mismo ente. La música es la única de las artes que no pertenece a las exigencias del día. Se aprecia con la noche, con los párpados corridos.

Me indicó una silla a su diestra y se sentó al piano.

—A Bürgi le gustaban los instrumentos que marcan el compás. El orden operante. Porque cada hombre es idéntico al cosmos, vive según sus leyes; la analogía entre macro y microcosmos, tan popular en el Renacimiento, la hemos perdido hoy. Solo la música, bien entendida, puede devolvérnosla.

Abrió el teclado y, sin preludio, empezó a tocar una pieza átona, en el extremo de la franja grave. Muy lenta. Rítmica también. Las notas iban cayendo con una torpeza pueril, como si el intérprete no supiese o no quisiera hacer más. Pero no se trataba de ineptitud, sino de sofisticación: un retardado, enigmático tempo gobernaba la antimelodía, un acento deslizado, sigiloso, traidor, principiaba a aturdirme y a embriagarme, en el salón atacado por los primeros resplandores. Entonces Minerva se separó del Zurdo y, descalza, avanzó sobre el parqué.

Un paso tras otro, comenzó a danzar.

Pasaba imperceptiblemente de una pose a otra, y se quedaba inmóvil un instante en cada pose. Los arcos de los brazos, las tijeras de los muslos, el brío del perfil recto, los pliegues de su atavío parecían regulados por un dictamen que se asomaba a sus cejas y encarnaba en sus pies. Brillaba en la penumbra de las muebles como un ópalo carnal.

La pieza se alargó todavía con cesuras más dulces. En una frase sorda Minerva llevó la derecha a su hombro izquierdo y liberó el broche de la túnica, que resbaló de un golpe hasta sus tobillos.

Danzaba, envolviéndose en el espacio. Su vientre relucía con propiedad, por esa superficie alba y tensa, lozana y pulida. Los globos de los senos terminaban en un ancho pezón de sangre, erguidos. Se volvía y la música bajaba por la curva de la espalda, desde los hombros breves hasta las caderas generosas. Extendía hacia atrás la pierna, desde el medido pie hasta el arranque del macizo muslo. Presentaba la amplia pelvis, más espaciosa aún por el diminuto triángulo del pubis, cerrado en césped de ébano. Abría los brazos, empleaba en el aire sus dedos cabalísticos y sus axilas puras y receptivas, y su materia era un arco que se tensaba y se destensaba continua y variadamente, y echaba una luz lechosa, soberbia e inextinguible. Y yo me estaba leyendo ese albor, me lo estaba tragando por los ojos, por la fiebre de los dedos y por la envoltura de la piel, y mi deseo ya no conocería otro destino que Minerva y ningún despertar en que no estuviera su cuerpo de ópalo encerrado, irradiando.

 

II

 

Mi tesis fue un triunfo. Pasé del tercer al primer lugar de la graduación, dos revistas se disputaron el privilegio de publicarme y fui asediado con ofertas de cátedra, de asistencia y de fortuna. No faltó quien relacionara ese progreso con mi visita al astrónomo, que nunca tuve el propósito de disimular. Otros le habían consultado, y los beneficios no habían sido tan notables; se sabía también que la locuacidad del Zurdo no era auxilio para una inspiración austera. Eso sí, me había curado de mi tartamudeo, y bastaba oírme para concluir que mi pensamiento bullía de vigor autónomo: una lucidez como un furor, un arrebato de lógica regía el manantial de mis conjeturas, que se confundían con metáforas por la pericia para juntar realidades discordes en una calidad de videncia, en un instinto de la ley. Era como una euforia de la verdad, que me deslumbraba por sus frutos y me asombraba y asustaba por su mecanismo automático, involuntario, dominador, que me negaba un respiro para reflexionar sobre sus orígenes, o para indagarme por su método, insondable y cambiante de continuo; por su fuente —la realidad de mi fantasía, o la fantasía de la realidad—; y por su meta, sobre la que ni siquiera intentaba ninguna hipótesis. Aquello me gustaba hasta el abuso, podía jurarlo. Y sin embargo, fuera y dentro de mi obra, era infeliz.

Quería ocultarme a mí mismo que deseaba esa mujer, que la rechazaba rabioso y la evocaba sin proponérmelo y con una creciente premura: mero sexo no sería, aunque a diario repasaba su carne formidable, aquella extensión finita y aprehensible: me interesaba ella, el enigma de ella, lo que de ella estaba en mí y pugnaba por arraigarse y deshacerme; y esa pulsión trascendía cualquier frenesí pasajero, el salvajismo de la edad. Pero tampoco eran amores. No habría cariño, no había delicadeza en tamaña atracción; ni suavidad ni gozo. Me notaba agotado, succionado, como después del desenfreno y la lujuria: fiestas a las que no me había invitado aún.

Tuve entonces otra reacción imprevista: rompí con mi muchacha de siempre y me dediqué a una variante del deporte que había considerado bastarda: el constructivismo. Hacía tiempo que había dejado de amar a mi novia: usé mi carácter y la despedí, con inevitable daño. Qué podía añadirme el constructivismo: yo nací armonioso. En la cultura de los músculos no mendigaba proporciones ni corpulencias que alguna mujer pudiera agradecerme, sino una fijeza de claridad, una disciplina que me librara de mi tiniebla pensante, de mi tenebrosa máquina de razonamiento. Y fracasaba en la victoria. El ejercicio esculpía mi apetito de ser, me sacaba brillos y me disponía para cualquier absoluto: por eso alimentaba mi codicia, mi pretensión de originalidad y de agudeza, mi pasión por la hondura y la enjundia, mi afán por la precisión y la brillantez del concepto. Trabajado como una estatua, próspero y competente, yo me sentía un fatuo. Y estaba solo.

Decidí arriesgarme: me acordé el compromiso de llevarle al Zurdo mi mejor papel de impresión, y estremecido por mil temores y por una desazón ambigua, pero invencible, me fui de nuevo a la carretera nocturna, los árboles medianeros, la puerta que abría al revés.

Minerva reposaba en mi butacón blanco. Y a la izquierda, de espaldas hacia mí, un joven rebuscaba en el estante. Se volvió y vi el rostro del Zurdo.

Sí, era el rostro que había encarado seis meses atrás, pero fresco y expresivo. Sus ojos redondeados y su nariz romana caían sobre sus labios como para decir una máxima de derecho en latín. La sorpresa le impidió saludar. Una sorpresa sin susto y sin contento, sin repudio ni indiferencia. Una sorpresa precisamente objetiva.

—¡Ay! es usted Justo —dijo Minerva de un tirón y se puso de pie—. Le hemos esperado tanto.

El joven arqueó las cejas y sonrió con socarronería:

—Mi padre me ha hablado de sus logaritmos.

Me senté en la butaca y, como antes, creí flotar: con una ingravidez en la que hervía mi deseo por Minerva y un indisimulable disgusto por la presencia de aquel hombre apenas mayor que yo. Me ardían las orejas y las narices, el cuello y el interior de la boca: una hostilidad en aumento me fijaba, blanda y paradójicamente, al sitio: me obligaba a quedarme allí, a conversar, a desafiar, a averiguar, a descifrar.

—Mi tema son las galaxias espirales —afirmé—. El logaritmo era un elemento de mi tesis.

—Mi padre apreció su acuciosidad en ese campo. Usted le conoce —sus ojos indicaron el planisferio—, a él le gustan las cosas de otro modo. Sostenía que lo útil de la historia del logaritmo fue que primero lo inventaron y luego descubrieron que se trataba de la función inversa de la exponencial, que conocían mucho. Crearon lo inverso al revés.

La ocurrencia era preciosa, pero su risa no me divirtió. Se diría que consideraba despreciable el orden o el despropósito del universo. Quizás el Zurdo nunca se hubiera reído así. Solo que yo nunca había visto reír al Zurdo.

—La mirada oblicua trabaja...

Los ojos del joven se dirigieron al infinito del planisferio trastocado y, suave y firme, su barbilla se elevó en un mutismo convincente. De parte de la sabiduría, en aquella casa no se acostumbraban esas reticencias. El Zurdo hablaba con ímpetu, como un joven; este personaje se expresaba con una cadencia de meditación, como si viniese de una prolongada práctica reflexiva que no podía haber acumulado. Era curioso que yo lo encontrara creíble, natural incluso.

—El sujeto cognoscente debiera ser oblicuo, escogerse como oblicuo, colocarse en la realidad al margen de la realidad. Cerrarse en lo real es negarse para el conocimiento; necesitamos ver, no en espejo como lamentaba Pablo el apóstol, sino directamente; y para eso urge estar fuera. Siempre quise escogerme como aquel que sabe cómo saber y mira desde donde es preciso, desde afuera; desde un afuera erigido, como excluyente opción posible al alcance del hombre, con la sustancia del ahora y del aquí, negándolos desde dentro.

—¿Y para qué?

—Pues para nada. ¿Sabía usted que en sánscrito la palabra que identifica al cero significa también cielo y espacio?

Yo no lo sabía. Quien lo sabía era él, y más y mejor que el Zurdo: eran las mismas obsesiones, en un estadio superior. Lo dejé discursear en su pausado estilo, le permití deslumbrarme cuanto quisiese, confiando en que se cansara y se marchase y me dejara a solas con Minerva; me inquietaba que apareciera el Zurdo y el encuentro se hiciera más enojoso todavía. Le entregué el material fotográfico: insistió en que los tres fuéramos a probarlo al telescopio. Y tuvimos que irnos.

Minerva no eludía mi cortejo; Minerva no me perdía una sílaba; Minerva discernía que estaba allí por ella. Y en el túnel de Bürgi, bajo las estrellas artificiales, avanzó a mi lado, conyugalmente.

En la azotea Minerva dijo:

—Tendrán tanto que compartir hoy —se inclinó hacia mí.

—Como falta el dueño, usted puede quedarse a dormir mañana. Le daremos su alcoba.

El joven abrió con la izquierda la caseta del telescopio.

—Ya ha gustado el armatoste —díjome— Enfocaremos el cono en su zona opulenta.

—No se preocupe. El material es excelente. Imprima y verá.

—Será óptimo para los tres.

Nos sentamos. Minerva conmigo, reclinados juntos. El joven dispuso una placa en el instrumento, enfocó, me invitó a mirar, disparó. Me agradaba que advirtiera mi desidia; yo era el jefe, el extraño era esta versión corregida y ampliada del astrónomo, que mientras más me aturdía con los primores de su intelecto olímpico, más pequeño y sobrante me resultaba. Describía el ritmo de expansión del cono del Zurdo, y su futura contracción: si el universo es libre, entonces pulsa: solo hay en él crecimiento y reducción de la entropía. Ese y ningún discurso me importaban de veras: aquellas rodillas rozaban mis dedos, el violeta de sus uñas apuntaban, o yo creía que apuntaban, hacia la majestad de mis pantalones. Harto de disparates, demandé, para molestar:

—Quisiera las ediciones príncipe que consulté en mi visita anterior. Los libros de Bürgi, Neper, Briggs, Vlacq, Gunter. En fin de cuentas al Zurdo no le sirven para nada.

—Tendremos —dijo el joven como para sí— que desalojar la biblioteca.

—Yo se los llevaré —dijo Minerva—. Antes de que nos abandone, al alba.

Me digné ser generoso: que argumentara por la longitud de los maitines, que fotografiara hasta consumir mi material, que desenvolviera y envolviera sus teorías y sus aptitudes, su comprensión del haz y del envés de los misterios, sus modos y maneras de escudriñarlo todo, entre tanto y pronto y ayer. Yo tenía a Minerva, y la espera la disfrutaba, voluptuoso, como un símbolo de mi poderío. Amanecía cuando el joven propuso una excursión al gimnasio.

—No, al gimnasio no —dijo Minerva recelosa—. Hemos sufrido emociones en esta tertulia. Descansemos.

Salimos a la azotea. Bajamos al comedor en el segundo piso. Cenamos un desayuno. Luego el joven, como si comenzara a ignorarme, me condujo a la terraza y me abrió una puerta al revés.

No me sorprendió la habitación circular, porque había visto desde lo alto su cúpula. Desde ella descendía una aurora sobre la magnífica redonda cama al medio, y rebotaba sobre la sábana y se esparcía hacia las intrigantes cortinas añiles que cubrían las paredes. Supe enseguida que tendría que descorrerlas: preferí desnudarme por completo antes: quería saber que estaba maduro, que comparecía armado para el rito. Halé el cordón: se descubrió el espejo cóncavo. Y allí me vi, amplificado, deformado, multiplicado, expuesto: mi carne poderosa investigada y violada por la luz universal, como si yo fuera un bicho galáctico cuyo esplendor iba a ser retenido por el azogue de un telescopio omnisciente. Necesitaba reposar, restaurarme para el episodio: di la espalda y me desplomé sobre el círculo de plumas.

Cuando comenzaba la anochecida, desperté.

Yo había dejado la entrada libre. Avistaba desde el lecho el Sol que se hundía en los bosques del horizonte, ensombreciendo la terraza. La incertidumbre me hacía temblar; mi energía estallaba presta y nula. Hubo un concluyente rayo rosa, que me cegó: y ella.

Así debía aparecer, así debía manifestarse siempre, en su verdad ofrecida, sin mediación ni cortedad, sin adornos que la empobrecieran, sin velos indignantes: desnuda y hacia mí. Yo admiré esa línea que discurría por la frente ancha, la nariz y el cuello, y bajaba entre los globos de alabastro hasta el ombligo y el pubis. Era una plomada absoluta, una imposición a la que yo estaba obedeciendo ya gozosamente; y habría de asirme de sus caderas para no seguir precipitándome, para enterrarme y quedar, salvado y entero. Pero ella en la diestra portaba, como en una bandeja importuna, los libros.

Descalzo, me acerqué al umbral. Ella también avanzó, mostrando los libros. Mi energía mediaba entre nosotros, me vedaba vestirla con mi desnudez. Ella, ella lo impedía. Su rostro lapidario. Los libros. Sus libros. Su mirada absorbiendo mi energía en despliegue; los libros. Su mano derecha, no la izquierda, su derecha que no asía mi sexo, que ofrecía solo los cinco gloriosos y ridículos volúmenes, como si no pesasen, como si flotaran desde su palma. Sus pezones desprovistos de rubor, que no crecían para mí, que no deseaban ir hasta mis dientes. Y los libros. El triángulo sellado. Y su oferta de libros.

Le quité los libros. Los tiré, se destrozaron contra las baldosas. Conduje a Minerva hasta la redonda blancura, y ella se tendió sin miedo ni ganas, y sin dejar de mirarme.

Y tuve que mirar, no sé por qué tuve que mirar. Alrededor. A los espejos. Nuestros cuerpos en los cristales irónicos, en la luz sucia del atardecer. Las retinas de Minerva eran también espejos, y me repugnaba allí como en los otros mi hechura de hombre, con la que jamás podría cumplir la gula de mi gusto. Mi proa insistía, porque Minerva yacía conmigo y yo la tocaba; y era como si me comprobara con asco. Besarla quise, y vi venir mis labios sobre mi boca. Ella era de espejos y seguía aromando como una mujer; y yo me acercaba y me olfateaba y retrocedía espantado y atraído. Como un trabado sollozo, como un estertor, mi entrega cayó hacia el vacío de la noche, indefinidamente.

 

III

 

Nunca había amado tanto el mediodía: después de una semana de balneario, amistado con la opulencia del Sol, resplandecía con una pátina de prospecto turístico. Eso me dijo enseguida ella, con un arrojo que había de fascinarme por su alianza con la fe y la virtud: que el par de iris y la piel se me fundían en un aura de bronce. Era filóloga, hablaba con esa elegancia profesional. Pude haberla descubierto en un pasillo universitario, vestida como la vi luego, con su sencillez de artista, la cabellera rubia por sobre el hombro: tenía que encontrármela allí, la cabeza con un gorro de nadar, y los ojos emulando el turquesa del agua. Había nadado hasta agotarse: la vi salir a la orilla temblando e insegura. Caminé hacia ella convencido, con una toalla que le cubrió los hombros breves. Ese acto escapado del tiempo, ese entendimiento a las doce meridiano, en una marina semidesierta, sin aviso ni malicia, me atrapó, me entregó de golpe. Fui feliz.

Nos unimos esa madrugada, en la ribera y bajo una luna de excepción. De allí fuimos escalando esas luces, hasta sentirnos equilibrados y fundidos, separados y diferentes, y mutuamente imprescindibles. Admiró mi constancia y mi espíritu, y algo mejor que yo no sabría decir sin traicionar mi reserva: yo la tuve en el fundamento y la abundancia de sus dones. Fueron tres semanas de saciedad y hallazgos, en los que creí edificar mi existencia para siempre. Su dulzura, su capacidad de adivinarme, su facilidad para allanarme el día, su disfrute del instante como arte inmortal, ésas eran las divisas de mi mujer.

Vivíamos en mi casa. Y allí vio mis libros. Aquellos. Le interesó ese latín, ese alemán arcaico. Y en una página de la obra de Bürgi encontró una caligrafía griega. “Es Solón”—dijo—. “Pantéi dathanáton afanés noós antropóisin. El pensamiento de los inmortales es absolutamente oculto para los hombres. Parece una inscripción reciente”.

La besé y me dispuse a dormir. Y soñé.

Estaba de regreso en un aposento radial: sus paredes eran teclas de piano. Mi cama redonda era un teclado en círculo. Yacía sobre mis omóplatos, y cada esfuerzo por incorporarme provocaba una nota terrible, que resonaba en las teclas de las paredes, como si una garra enorme y múltiple las pulsara. Yo insistía en levantarme y huir, y quedaba aterrado por las notas dispersas y por la leve antimelodía que iban tejiendo. Abrí los ojos y vi la oscuridad sin soles. ¿Veía el cielo o había enceguecido? Un avidez indetenible me arrastraba hacia ese arriba que era un abajo sin fondo. Mis dedos comenzaron a acariciar las teclas, mis caderas empezaron a moverse absurda y obscenamente. Yo ambicionaba ese salvaje imperio, un delirio de posesión me tiraba hacia arriba y hacia abajo, me abrasaba y me exigía implacable, hasta que mis surtidores llenaron en un brinco de gloria la cúpula y reapareció la galaxia desde mi esperma sublime. Desperté sin susto. Amelia dormía, la cabellera en caos sobre la almohada. La miré. Pretendí mirarla más, tratando de asirla en un coraje; de aferrarme a ella, a los recuerdos de ella, a la salvación que era ella. Aparté la vista, contemplé el escándalo de mi sábana. Demoré en reconocer su secreto, y cuando lo hice, no hubo estupor en mi amargura: la había perdido ya.

Me vestí, bajé a la calle, me senté en el auto, aplasté el acelerador.

Desde el bosquecillo vi luz en la sala. Entré y nadie salió a recibirme. Me detuve, controlé mi pulso. Cómo llamar en aquel silencio que me acogía. ¿Y a quién iba a reclamar, al viejo, al joven, a la mujer? Seguir acechando me era intolerable: crucé la puerta oval.

Al final del túnel de Bürgi, con un zumbido, se abrió el ascensor.

Bañado de azul un adolescente pulsaba un yoyo. La rueda de madera bajaba y subía, subía y bajaba, desde casi el suelo hasta su palma a nivel de la cintura, estable, sin pausa y sin prisa, con maestría y sin espectáculo. No sé cuánto estuvo en el ascensor: mi visión había sido capturada para el juguete, que mantenía su estira y encoge. En algún momento el individuo echó a andar, mientras su ruedita fantástica continuaba descendiendo y ascendiendo imperturbable, como si la marcha o la inmovilidad del jugador le fuesen prescindibles.

Sin advertir mi bulto pasó por mi lado. Y fue entonces que, bajo las estrellas ficticias, atendí a su rostro.

Me di vuelta. El adolescente se había sentado en mi butacón y desde allí admiraba el chiste del planisferio. Su barbilla audaz le apartaba en una inviolable iluminación. Era la amenidad de un niño: se respiraba su frescura desde esa lumbre de inteligencia que le envolvía, no como una aureola sino como una cárcel. Un rostro repitiéndose en variación indiscernible. El yoyo se obstinaba en su ruta perpendicular, desde su palma izquierda.

Me apresuré en dirección contraria. Atravesé el túnel de Bürgi y me introduje en el ascensor, que subió automáticamente. Sí, debía inspeccionar los techos, entrar en la caseta del telescopio: hallar y ver. Forcé un archivo metálico. Ahí estaban las carpetas con las fotos. Extraje una. La fecha, el número, los datos del encuadre. La abrí, saqué las fotos. Ninguna mancha en el cuadrilátero negro.

Saqué otra. Y otra. Y otra. Esparcí las fotos sobre las gavetas del archivo, por los sillones, por las losas del piso y las consolas del aparato, como una cascada de oscuridad. Busqué la fecha de mi visita, identifiqué mi material de impresión. Cuadrados, rectángulos, papel brillante y negro.

Huí del techo y de la casa. Me descolgué de un nivel a otro, caí lastimado sobre la arena del jardín. Me incorporé, corrí por el bosquecillo hacia la carretera y el automóvil. Sobre mi cabeza giraba la tiniebla de octubre, que me perseguía con sus millares de testigos, con un reclamo de inmediata rendición.

 

IV

 

No pude perdonarme el miedo. Durante dos meses procuré disimulármelo, con los argumentos del odio y de la cordura. Diciembre fue el colmo. Un talante insistente, una familia y una mujer tortuosas... Un chance último, me dije, volveré.

Nadie había: tampoco estaban los libros. Mostraba su maderamen el estante inmenso, ahora feo y deforme. También el planisferio faltaba. Mi butaca había sido cubierta, como las otras sillas, con un polvoriento tapacete. Esta vez exploraría con serenidad, con decoro. Volví a la puerta zurda. Esperé en vano. Volví a tocar. Llamé. Al Zurdo, a Minerva, con mis entrenados pulmones. Nadie contestó.

Recorrí el túnel y examiné la segunda planta. Entré en la habitación circular: no me atreví a descorrer las cortinas, pero quién se ocultaría allí. En el gimnasio, si había alguien, estaría escondido tras el piano: no llegué hasta él. En el comedor no quedaba ni la elemental vajilla que había visto en una ocasión.

Subí al tercer piso. En la caseta del telescopio relumbraba el orden; decliné forzar los ficheros. Revisé la azotea; me asomé por la baranda hacia el bosque y el jardín.

 

Aburrido, triste, como si hubiese concluido conmigo mismo, como vaciado en mi sombra, resistí horas en la cumbre, bajo un cielo nublado.

En mi ausente pensamiento surgió de improviso una observación certera: qué había detrás de la pared de la sala en la que mi asiento lucía como un trono. Allí debía haber una habitación. Y era lógico que no hubiera pensado en ella antes, porque, me daba cuenta ahora, no tenía ventana alguna; y sólo ahora, habiendo inspeccionado y razonado el inmueble, me percataba de que carecía de puerta.

Algo había allí.

Bajé a la sala; descubrí mi butacón, arrinconado entre sillas, y me recosté a ignorar, estúpido, la sospechosa pared.

Al principio fue un rumor o un murmullo. Creció, y entonces creí acertar los maullidos de un gato. Venían de esa habitación sin aberturas. Luego el ruido fue tan vigoroso que escuché un gemido infantil.

Era un llanto como el que sucede al nacimiento. Duraba, habría de ser violentísimo puesto que yo lo distinguía a través de la pared. Derramaba un eco de ambición y cólera.

Salí de la casa desbocado de inquietud. Estaba decidido a no rendirme. Me fui hasta el jardín, me escondí tras un árbol y decidí esperar.

 

Amaneció. La mañana era lluviosa y del norte soplaba una ventisca. Mis ojos permanecían en la puerta zurda, por la que al fin salió Minerva.

Nunca la vi tan atrayente. A pesar del maletín que en la diestra llevaba, apareció con su perfil de camafeo y su cuerpo de deidad, señoril y bastante. Se detuvo, y en gesto rápido, se volvió, o supuse yo que se volvió, hacia mí.

Y se perdió en el bosque.

 

Iba encinta.

 

 

[1] Astuto es el señor Dios pero malvado no es.

Rafael Almanza

Rafael Almanza

(Camagüey, Cuba, 1957). Poeta, narrador, ensayista y crítico de arte y literatura. Licenciado en Economía por la Universidad de Camagüey. Gran Premio de ensayo “Vitral 2004” con su libro Los hechos del Apóstol (Ed. Vitral, Pinar del Río, 2005). Autor, entre otros títulos, de En torno al pensamiento económico de José Martí (Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1990), El octavo día (Cuentos. Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 1998), Hombre y tecnología en José Martí (Ed.  Oriente, Santiago de Cuba, 2001), Vida del padre Olallo (Barcelona, 2005), y los poemarios Libro de Jóveno (Ed. Homagno, Miami, 2003) y El gran camino de la vida (Ed. Homagno,Miami, 2005), además del monumental ensayo Eliseo DiEgo: el juEgo de diEs? (Ed. Letras Cubanas, 2008). Colaborador permanente de la revista digital La Hora de Cuba, además de otras publicaciones cubanas y extranjeras. Decidió no publicar más por editoriales y medios estatales y vive retirado en su casa, ajeno a instituciones del gobierno, aunque admirado y querido por quienes lo aprecian como uno de los intelectuales cubanos más auténticos.

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