Por estos días ha salido a la luz un libro que llevaba esperando más de veinte años su culminación. Pues a El octavo día, de Rafael Almanza, le faltaban historias que contar para completar el cuadrado de dieciséis cuentos y duplicar así la cifra del sugestivo título. No en balde al autor se le ha escuchado quejarse en más de una oportunidad cuando rememora la apresurada entrega que hizo del legajo original, de catorce narraciones, a la exigua Editorial Oriente en 1998. En aquella primera edición no faltaron las habituales erratas de las tiradas cubiches y un escrutinio a la versión actual, como reza en los créditos, revisada y ampliada, puede resultar demoledor para diletantes y partidarios de las producciones incunables.
Más de dos décadas y en el camino la formación de un proyecto como Ediciones Homagno tuvieron que transcurrir para que al fin llegara a nuestras manos, con la factura estética que al autor —notable crítico de arte— caracteriza, este ejemplar. Pero no nos dejemos llevar por las atractivas y simbólicas portada y contraportada, que desentrañaremos luego, y hechas las presentaciones formales pasemos a descifrar —o intentar descifrar— lo que entraña y completa este volumen, revisitado para algunos, descubierto —¿felizmente?— para otros.
El amor es el tema de este fecundo poeta, ensayista, narrador y —resumamos, pues el perfil es amplio— erudito. Y esto no debe ser visto como un alumbramiento personal, ni —Dios nos libre— como un cliché redivivo; aparece en el pórtico de todas las obras de Almanza, desde que tuviera total independencia editorial, como las señas de una tarea titánica autoimpuesta, de unos trabajos heroicos que el autor debiera ejecutar para ¿cumplir?: El Amor Universal, proyecto vitalicio. En estos trabajos se tropieza con los monstruos literarios de la poesía, el ensayo, la narrativa, la biografía, el periodismo, la caligrafía artística, la heráldica y otras formas que el escriba ha explorado conjugando siempre tradición y renovación en nupcial enlace.
Tal esfuerzo se nos antoja, no hay por qué ocultarlo, un atrevimiento mayúsculo, nunca exento de los riesgos que una era que declaró hace rato la muerte del amor universal (y de casi todo) impone a las obras que apuntan a lo sublime. Por suerte, en medio del caos, la tristeza del pensamiento no le declara aún la guerra al gran relato del Amor y el postamor no pasa de una taxidermia en la academia del resentimiento.
Sin embargo, Almanza no sólo marcha seguro por este canto vitalicio, sino que nos declara cuáles son sus próximas escalas y nos orienta en la manera de desandar el camino, que es encontrar los nexos —palabra clave en el autor— para entender la universalidad del amor como propuesta central. Es así que nos enteramos, por una nota al final del libro, de que El octavo día conforma una triada narrativa con la novela inédita Nada existe y su otro libro de cuentos, también inédito, Fívulas u peróvulas. Nada diré por ahora de estas dos últimas obras por estrenar, sólo adelanto que su relación con el libro que comentamos es una clave de valor inestimable en aras de desentrañar la totalidad de ese ágape que se nos ofrece convertido en literatura exquisita, en fervoroso y prolífico verbo.
Tanto es así que El octavo día cifra toda la empresa narrativa almanziana —y es curioso que aparezca antes que los otros libros mencionados— al explayarse en el móvil del amor que es capaz de hacer coincidir el espacio diegético con el real de la persona Rafael Almanza, y por extensión, con el de nuestra propia realidad. El amor lo signa todo, como invención humana en el octavo día de la Creación, cuando el Creador se ha retirado y la primera pareja —nexo— comienza a crear —con minúscula— la historia. Pero esta creación es deficiente, pues desconoce el absoluto del amor que es el Amor mismo: Dios. Por eso la segunda acepción teológica me parece la más acertada y cercana al autor —Almanza es católico—: las siete jornadas de la Creación son asimismo el tiempo de la Historia y en la octava tendrá lugar la reunión del Hombre con Dios, o dicho de otro modo, la conquista del Amor Universal.
Iba a decir “consecución” si no fuera por aquella fórmula que suscribe más de una página de este sabio, y que él mismo ha definido como el exergo de su obra toda: “Únjanse presto / Soldados del amor los hombres todos!: / La tierra entera marcha a la conquista / De este rey y señor, que guarda el cielo!”. Y en efecto, de estos versos de Martí se desprende más de un vínculo en la creación almanziana, constituyendo un caso notable de intertextualidad “filial”, quizás sólo emulada en la literatura del patio por el par Lezama-Sarduy. Lo sorprendente es que el fértil poeta haya escogido una forma narrativa desarrollada, podemos decir, en su madurez creadora, para “contener” la divisa de su proyecto de vida.
Por supuesto, tal “contenido” nunca es exhaustivo y esta incompletitud justifica el empeño, la fijeza del Amor Universal. Sin desdoblar la llama paciana El octavo día es, eso sí, una Erótica del Ser, universal, trascendental —como gusta decir el propio Almanza— y dirigida a superar cualquier superchería imputada al erotismo: es posible esperar la llegada del supremo amor ejerciendo supremamente las variantes del eros. Si en su juventud el poeta notara la existencia de una tecnología erótica, aquí la variedad se extrapola y alcanza al conocimiento, el virtuosismo, el juego, el patriotismo, la historia, el absurdo, el sacrificio, la fe…Todo es erotizable en esta ars amatoria del mundo: desde los cuerpos atenienses hasta los laureles que musican y de las notas de un violín al cálculo rojo, que recorren el libro como en una novela. Y al fin y al cabo ¿no lo es? Personajes hay de sobra, y la conmoción de Juana Borrero al vivir con su pasión el evangelio de Martí, en “La noche en Puentes Grandes”, enlaza con la de Nietzsche abrazado al cuello de un caballo en “Vida de Homagno”.
Incluso la destreza técnica de la obra parece apoyar la tesis de un erotismo abrumador y total: un relato que se encoge como una teoría científica del universo para terminar en el vientre de una mujer encinta (“Visitando al Zurdo” —que yo sospecho ad surdus—); viñetas en el tono de las parábolas cristianas; la construcción de una orgía como un templo humano (“Asamblea”); el narrador que es a su vez el narratario para contarnos un romance desde tres puntos de vista que resultan ser uno (“Verano Cero”); un relato —¿noveleta?— epistolar y confesional con reconstrucciones de época que es al mismo tiempo un tratado sobre el amor platónico (“Salud de mi rostro”) o la imitación, mediante el ritmo narrativo y cuatro personajes que interactúan amorosamente, de los tempos de un cuarteto de Beethoven (“Cuarteto”). Para el final, las dos narraciones agregadas por Almanza en esta edición y que completan la obra magistralmente: un cuento histórico y testimonial en pasado y presente (“La noche en Puentes Grandes”) y un proyecto de ópera (“Vida de Homagno”).
Se nos quedan muchos aspectos por analizar, pero no he querido extenderme más allá de los límites de la presentación, si bien acuciada por el júbilo de una fascinante lectura. Solamente estos dos últimos textos bastarían para volcarnos en el ensayo filosófico y la investigación. Lo numerológico, por ejemplo, es uno de esos santos pastizales que el bon sauvage de las academias deberá tener en cuenta en este escritor. Salta a la vista aquí la división en diez cuentos y seis viñetas, cuya incipiente lectura aventuro en la simbología del primer número como representativo de la Creación del universo, y el segundo asociado con el tiempo de Dios para crearlo, esto es: intercaladas en los cuentos, las viñetas —parábolas— componen el universo espacial y temporalmente. Presentada así, esta erótica de la creación sobre la tierra, suprema y no obstante alcanzable, el autor aguarda la llegada del Amor para sumir esa totalidad en el mar de la portada y contraportada, en el octavo día. Y sabemos que este gesto es posible por la caligrafía estampada en la contraportada como una afirmación de su propuesta.