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Narrativa cubana | Devastation

"Maya vivía en Chicago. Sus padres llegaron de Filipinas dos años antes de que naciera. En Chicago nevaba... en Cuba, apenas había visto llover en más de un año".

Tocadiscos
Imagen: Pixabay

Estaba claro que no éramos amantes. Se trataba de pasar tiempo juntas en Trinidad. Tres días. Ella tendría que regresar para hacer un examen de Fisiología; un día para estudiar antes de la prueba sería suficiente. Había pagado el taxi desde La Habana y enseguida apareció una habitación con baño, aire acondicionado, ventilador, sofá, televisor. Una sola cama. Según la dueña teníamos suerte, porque eran meses de poco turismo y el precio del alquiler bajaba. Había poco turismo por el calor y porque era temporada ciclónica. Pero ningún ciclón había azotado al país hasta el momento. Ni un solo aguacero fuerte, la sequía duraba ya casi diez meses. Maya vivía en Chicago. Sus padres llegaron de Filipinas dos años antes de que naciera. En Chicago nevaba, pero no había ciclones ni tormentas tropicales. En Filipinas hubo una justo cuando ella regresaba de visitar allí a los abuelos maternos. En África había visto una tormenta de arena. En Cuba, apenas había visto llover en más de un año. La mujer dijo que fuera paciente; estábamos en septiembre y la temporada ciclónica terminaría en noviembre.

Habíamos empezado a salir juntas diecisiete días antes. Nos encontramos en la esquina de G y 23, a la entrada del café donde Maya me había visto por primera vez. Me gustó tu calma, dijo, en aquella mesa llena de gente que gritaba para llamar al camarero, tú leías sin enterarte de nada. Ella aún no había leído más de la mitad de un libro en sus veintitrés años de vida. Diez menos que yo. Debíamos decidir qué rumbo tomar: calle 23 arriba o calle 23 abajo para encontrar las mismas cosas: un par de cines, una enorme heladería en franca decadencia, unas cuantas cafeterías aspirantes a convertirse en la versión nacional del Domino’s Pizza o McDonalds. Yo esperaba a que Maya decidiera. En el cine La Rampa hay una película de Nicole Kidman, dije. No era Los otros ni Las horas. Ella no había visto ninguna de las dos. Oyó que alguna había ganado un Oscar un par de años atrás. Le dije que Nicole Kidman había ganado el Oscar por su actuación en Las horas, aunque lo merecía desde Los otros, un año antes. Tampoco me gusta mucho el cine de Hollywood, dije, prefiero el asiático, las de Wong Kar Wai, ¿viste In the mood for love, Happy Together, 2046? No. Pero le gustaba que le recomendara películas, me pidió una lista con todo lo que tenía que ver. Cine europeo, dije. Antonia, de una directora holandesa. La habían traído durante el Festival de Cine Latinoamericano de 1996 y se hablaba de ella en todas las colas de cine. Muchas señoras se quejaban de que había una escena entre dos muchachas desnudas, una falta de respeto. Perseguí la película durante una semana. El día que la exhibían tenía un examen en la universidad, era el tercer año de mi carrera y también el último día del festival. Al día siguiente la película regresaría a Holanda. Fue el año en que me fracturé la tibia jugando basketball con las Dolphins de Chicago, dijo Maya. Podría seguir haciendo su vida normal: correr, montar bicicleta y hasta seguir jugando básquet en el barrio de vez en cuando. Nunca más en la Amateur Basketball Association. Para eso tendría que someterse a una operación y pasar meses en cama. Su sueño había sido jugar en las Olimpiadas del 2000. Vi esas Olimpiadas, dije, el torneo de baloncesto femenino lo ganó el equipo de Estados Unidos. Ella lo supo en Hawai, a donde había ido a aprender surfing con sus amigos. Sintió nostalgia, hubiera podido llegar. Si no te hubieras lesionado, dije, o si hubieras decidido operarte. Entonces se levantó la pata del pantalón muy orgullosa, tenía una cicatriz de diez centímetros a lo largo de su pierna musculosa y velluda. Creo que heredé la obsesión filipina por jugar baloncesto aunque somos pequeños. Con sus 1,63 metros de estatura no pudo jugar en las nacionales. Así es que mientras tú veías tu película en el cine, yo me moría de aburrimiento en una cama para poder jugar basketball en la ABA, dijo. Pero no vi Antonia ese año, no me atreví a faltar al examen. Dos años después la pasaron en televisión. Sin la escena de las dos muchachas. Y luego volvió a exhibirse en el cine, en el año 2000. La escena de las muchachas no duraba veinte segundos. Llegamos por fin frente al cine La Rampa. Cold mountain, con Nicole Kidman y Jude Law. Podemos entrar, dijo Maya, otro día. Y terminamos sentadas en el muro del Malecón compartiendo un helado de chocolate Nestlé; ella pagó el dólar con veinticinco centavos. Olvidaba recomendarte otra película: Aimeé y Jaguar. La vi, dijo. Era su tercer año en la universidad y estaba sola en el cuarto de la beca. Al final de la película se masturbó y al día siguiente rompió con su último novio. Fue una escena triste. Dos meses después volvió a verla en el mismo cuarto, en brazos de su primera novia. Solo vieron la mitad de la película. Yo la había visto en el Festival de Cine del 2003. Había terminado de trabajar a las cuatro de la tarde y desde antes de las cinco había esperado afuera del cine. La película comenzó a las siete. Miraba con envidia a cada mujer que entraba con otra y a cualquier hombre que iba con su mujer; incluso a dos hombres que entraran juntos. No encontré una sola cara conocida a la salida y tuve que esperar que escampara. E irme sola. Nunca volví a ver la película.

Le gustaba que le recomendara películas, me pidió una lista con todo lo que tenía que ver. Cine europeo, dije.

La segunda noche de salir juntas también terminamos sentadas en el muro del Malecón. Intentaba contarme de su primer viaje a Alemania, pero cada dos minutos la interrumpía alguien que vendía maní, rositas de maíz, flores o música, y ella tenía que cortar el hilo de la conversación para decir no, gracias. Había llegado a Bayern para tocar el violín en una orquesta juvenil. Su madre había obligado a sus tres hijos a estudiar un instrumento musical. Mi preferido es el cello, dije, tengo grabado el Preludio de la Suite Número 3 de Johann Sebastian Bach, interpretado por Yoyomá, y tarareé el tema. Ese es el preludio de la Suite Número 1, dijo. Repetí que era la número tres, lo sabía de memoria: Bach escribió seis suites, a principios del siglo XX el español Paul Casals las sacó a la luz, se encerró durante años en una cabaña en el bosque para tocarlas, sus alumnos lo visitaban allí. Pero ese es el preludio de la número uno, insistió Maya. Es la tres. Entonces preguntó si yo podía tocar el cello. No. Caímos en un silencio incómodo. Apareció un viejo que solo tenía su miseria para vender y se paró frente a Maya con la mano abierta. Sus facciones asiáticas la delataban como extranjera. Yo quedé exonerada de antemano, el viejo ni me miró. Maya lucía indefensa, como si el hombre en vez de su mano arrugada, temblorosa y vacía, portara un cuchillo. Abrí el monedero para buscar una moneda de un peso, sabía que tenía una pero no la encontraba. Terminé asomando la punta de un billete de cinco pesos que el viejo agarró de un manotazo. Noté que empezaba a hacer frío; mientras zafaba el suéter que tenía amarrado en la cintura, la voz de Maya me sorprendió, sabes qué me encantó la primera vez que te vi en el café de G, que no usas ajustadores, tus pezones son tan sensibles. Dejé el suéter en su lugar y seguí con la vista al viejo que atacaba más gente con su mano huesuda y endeble.

Sus facciones asiáticas la delataban como extranjera. Yo quedé exonerada de antemano, el viejo ni me miró.

Tomamos helado en Coppelia al día siguiente. Pudo haber sido un gran día si hubiésemos comido helado con galletitas en una cafetería de las que ella podía pagar con sus dólares. Pero quería invitar yo, y con mis pesos solo podía invitarla a Coppelia. Había chocolate, vainilla y naranja-piña. Y había un montón de vendedoras de bizcochos, sorbetos y galletas dulces de vainilla y chocolate, que en nada se parecen a las que se venden en divisa, pero son baratas. Maya se detuvo ante una vendedora de galletas de vainilla. Son las preferidas de Carol, dijo. Quién es. No pensé antes de preguntar y ya era tarde. El amor de mi vida, la dejé en los Estados Unidos para venir a estudiar medicina en Cuba; viajó a través de México el año pasado para verme y le encantaron estas galletas; al final decidió que no podía soportar una relación a distancia y terminó conmigo. La fila no avanzó en más de veinte minutos y parecía inminente que nos saldrían raíces allí, pero vi a una amiga de la universidad comprando galletas, la saludé. Estaba marcada en la cola, dijo, a punto de entrar, podíamos ir con ella. Maya no se movió. No me gusta colarme. No estábamos colándonos en realidad, mi amiga había hecho la cola y podíamos pasar con ella. Y los otros esperarán veinte o treinta minutos más, dijo; Carol y ella habían esperado casi tres horas en una parada de guaguas para regresar de la playa, porque los cubanos no hacíamos cola. Dije que no era el fin del mundo, éramos dos personas, no diez. Pero se quedó mirando a las vendedoras mientras yo caminaba hacia mi amiga que me hacía señas para que nos apuráramos.

Dos horas estuvimos recostadas a la reja, con las matas arañándonos la espalda. Sudando. Veíamos las caras de las vendedoras todo el tiempo. Los niños preguntaban a las madres cuándo entrarían. Cuando entramos, se habían terminado el chocolate y la vainilla. Había hecho una cola de dos horas para tomar helado de naranja-piña. Tampoco había dulces ni galletas. Maya se sentó y salí a comprar sorbetos o bizcochos, o galletas de las que le gustaban a Carol. En algún lugar de San Francisco, donde podría comprar galletas de cualquier marca, de cualquier sabor, rellenas con crema de chocolate, de avellanas, de todo lo que ni podía imaginarme, Carol prefería nuestras galletas dulces para cubanos. Regresé con bizcochos y comimos en silencio hasta que dijo que le encantaba el helado de naranja-piña. Nunca lo había probado porque siempre estaba el chocolate disponible. Sería su favorito a partir de ahora. Y los bizcochos estaban deliciosos. Levanté la vista para ver su cara. Sonreía como un sol. O como un arco iris: tenía los ojos llenos de lágrimas. No había conocido aún a una cubana que pudiera hablar de cine, ballet, deporte, literatura y música clásica. No volvimos a tocar el asunto de la pieza de Bach, no tenía que demostrarle que estaba equivocada. Lo importante era que Bach había compuesto seis suites y que Paul Casals las había descubierto a principios del siglo XX, y se había encerrado en una cabaña para tocarlas. Maya no lo sabía a pesar de haber estudiado violín. Les hablaba de mí a sus compañeras de cuarto. Le encantaba sobre todo mi forma de escucharla, de sentir el silencio sin tratar de llenarlo. Era entonces como estar sola, decía, y poder pensar en voz alta, de Carol. En Carol, debió decir. Nunca la corregía cuando hablaba de Carol, con la cabeza en mi hombro y un seno contra mi brazo. Entonces levantaba la vista y decía que yo era “un” proporción, debiste ser modelo, pareces una africana de las que llevan a Europa y las ponen en una pasarela entre "todos esos" mujeres pálidas. O que yo tenía un olor y que después podía pensar ese olor cuando estaba sola. Me sonaban bien sus frases aunque debía corregirle los artículos, el uso de los géneros. Lo olvidaba siempre. En algún momento ella decía Carol también tiene un olor. O se ponía de pie, vamos a bailar, a cruzar la bahía, a comer pizza. Era maravilloso tener una amiga con la que se podía hablar todo, hacer "cualquiera" a toda hora, decía. Eso éramos: buenas amigas que viajaban a Trinidad a pasar tiempo juntas. Maya y la señora hablaban de plantas y parecían tener para rato. Tomé una almohada y la dejé caer en el sofá. Ahí dormiría yo. Las dos me miraron. ¿Por casualidad tiene otra colcha para taparme?

Eso éramos: buenas amigas que viajaban a Trinidad a pasar tiempo juntas.

Siempre hay un instante que puede cambiar todo, un segundo. Para Maya, había sido el momento en que leyó el artículo donde hablaban de la posibilidad que daría nuestro gobierno a jóvenes norteamericanos pobres de estudiar medicina gratis en Cuba. Lo leyó sentada en las piernas de Carol, después de haber desayunado juntas y haber hablado de irse a Canadá o a Holanda, para casarse y adoptar un niño. De pronto, estaba sentada en un parque de Trinidad, bajo el sol de las dos de la tarde, con hambre, sed, rabia. La dueña de la casa había descubierto que yo era cubana en cuanto abrí la boca. Pero si no hubiese preguntado por la colcha habría pasado frío en la noche, sola en el sofá. Tal vez Maya me habría invitado a compartir la cama y la colcha. Nunca sabría qué rumbo habría tomado aquella historia. Maya hablaba como si estuviera sola. Ahora solo falta que comience mi menstruación, dijo. Su mochila me arrinconaba en el otro extremo del banco, pero no dije nada. La dueña de la casa había dicho que si yo era cubana no podía alquilarnos la habitación. A dos extranjeras sí, o a dos extranjeros. No era una cuestión de sexo, sino de nacionalidad. Yo podía haber sido jamaicana, africana, francesa incluso, hasta que hablé. En todas las casas particulares nos dijeron lo mismo. El hotel en moneda nacional para cubanos estaba cerrado. Lo peor era que yo no sudaba ni me dolían los pies. Se me ocurrió que Maya podía dormir en la casa particular y yo en la terminal, justo cuando se lo dije bajó la vista hasta su vientre y sonrió. Menstruación, dijo. No le faltaba nada y solo quería irse en la primera cosa que partiera hacia La Habana. En eso quedaba el viaje a Trinidad: ir a comer un par de pizzas de las que yo podía pagar, acompañarlas con un par de jugos Tropical Island que ella compró, y caminar por la ciudad antes de irnos a la terminal. Vimos el museo romántico por fuera. Maya lo fotografió; también los coches de caballos. Me pidió que le tomara una foto con una señora que fumaba tabaco y estaba llena de collares, y después con un niño. No había fotos de nosotras juntas, o de mí.

Tres veces tuvimos que golpear la ventanilla para que nos escuchara el chofer, tenía la radio puesta y todos los cristales subidos. Bajó uno, le quitó volumen a la radio. De todas formas, pudimos escuchar que se había formado un huracán y avanzaba hacia Cuba. Lloverá con ganas, dijo el chofer. Maya le preguntó si iba para La Habana. Dos minutos después metían su equipaje en el maletero mientras yo esperaba que abriese la puerta trasera. Hacen bien, nos dijo. Debíamos parecer recién llegadas, porque un hombre se acercó con sigilo y preguntó si buscábamos habitación. Ella es cubana, dijo Maya con cansancio. No importa, le dio un papelito con una dirección escrita a mano y salió caminando rápido. En la radio seguían hablando del huracán, y el chofer nos dijo aprovechen ahora y partan, esto se puede poner malo. Maya no lo pensó dos veces. Ni necesitó ayuda para volver a sacar su maletín.

En la radio seguían hablando del huracán, y el chofer nos dijo aprovechen ahora y partan.

No había otro lugar donde sentarse, ni siquiera el piso. Podía decirse que la cama era la habitación. Los centímetros que la separaban de la pared por un lado estaban ocupados por el ventilador; en el otro no había espacio ni para una puerta que cerrara el baño. Después de contemplar el ventilador, la ventana cerrada para que no entraran los mosquitos, la mesita de noche, la taza del baño que quedaba justo frente a nosotras y las huellas de goteras en el techo, solo quedaba mirarnos a la cara. Serían poco más de las cuatro y había tiempo para decirle al dueño si comeríamos o no en la casa, bañarnos por separado, y luego pasear por Trinidad. Habíamos ido a conocer Trinidad y ahí estábamos, con todo el tiempo del mundo por delante. Y como la cosa más natural del mundo Maya me agarró por la nuca y caí encima de ella, entre sus piernas, mi pelvis contra la suya, aunque después dijera que fui yo quien la montó y la besó en la boca. El dueño de la casa tocó la puerta para decirnos que tendríamos que comer en la casa. Le preguntó a Maya si prefería carne de puerco o pescado. Había empezado a llover.

Hacía solo quince minutos que habíamos comido como un par de trogloditas, pero parecía que llevábamos más de media hora sentadas cada una en una esquina de la cama hablando de cosas intrascendentes. Suspiró, crees que de verdad habrá un huracán. Pregunté si tenía miedo. No contestó. Recordé una postura que según alguien facilitaba la digestión: debíamos sentarnos sobre las piernas con las nalgas entre los talones. Permanecimos así varios minutos, en silencio, concentradas en la posición con los ojos cerrados, abriéndolos cada vez que el viento arreciaba o llovía más fuerte. Volvió a mirar su reloj, no pasaba el tiempo. De todas formas, me haló por el brazo hasta el centro de la cama. Me montó ella esta vez. Nos restregamos. Sudamos como en una sauna. Jadeamos. Ella se dejó caer boca arriba junto a mí. Me acomodé entre sus muslos, nos frotamos más y rodamos por toda la cama. Ella encima de mí, yo sobre ella otra vez. Dejé que me colocara boca abajo, que me montara, pero se rindió pronto. Qué pasa, pregunté. Es que tienes que, necesito que... No sabía decirlo en español. Dímelo en inglés. En ese momento sonó un trueno y ella se apretó contra mí, me besó en la boca. Dímelo en inglés. Volvió a acostarse junto a mí. Menstruación es tan incómodo, dijo, me recuerda que estoy viva y soy mujer, puedo crear vida, pero es tan incómodo. Sonreí pensando que siempre se comía los artículos de las palabras, tendría que decirle también que la menstruación no era incómodo, sino incómoda. Pero no ahora, me dije. Tomó mi mano y la puso entre sus senos. La llevó hasta sus muslos. Bajé la cabeza hasta su vientre, intenté quitarle el blúmer. Me recordó la menstruación. No me importaba, para eso habíamos ido a Trinidad. Por lo menos deja lavarme, dijo. Tropezó con el ventilador para llegar al baño. Oí el agua correr y el jarro cayó al suelo, seguro había armado un charco de agua. Se quedó parada en la puerta del baño cuando terminó. Dónde estás. No se atrevió a moverse y tuve que estirar la mano para encontrarla en aquel medio metro cuadrado de oscuridad. Logré halarla y cayó sobre mí en la cama. Algo chocó contra la ventana y nos abrazamos.

Oí el agua correr y el jarro cayó al suelo, seguro había armado un charco de agua.

Me demoré acariciándola por debajo del pulóver, besando sus axilas velludas antes de bajar hasta su vientre y olerla por encima del blúmer. El espasmo violento me avisó que había llegado. No hubo gritos, gemidos, nada. Solo aquel espasmo. Y luego otro mientras apretaba mi cabeza entre sus muslos. Y otro más. Subí por su cuerpo y nos quedamos abrazadas. Entonces lloró. Piensas en Carol. No pude contener la pregunta y no quería que respondiera. Se quedó callada, deseé que no me hubiera oído, aunque sabía que lo había hecho. El viento continuaba arrasando afuera, oíamos cosas chocar contra el techo y la ventana. La besé con su sabor todavía en mi boca. No pensé en Carol, dijo. Pero lloró. ¿Sabes que fue ella quien me dio el periódico con el anuncio de becas para estudiar medicina gratis en Cuba? Amaneció en calma. Chamizo, el dueño de la casa, no estaba, y también decidimos salir. Tuvimos que caminar con cuidado para no pincharnos con las ramas que tapaban el suelo. Me arañé de todas formas. Un árbol había sido arrancado de raíz y un par de casas estaban sin techo. La gente estaba agrupada frente a una que había perdido la pared. Ayudaban a sacar cosas. Los colchones no iban a servir, ni el refrigerador, probablemente. El tubo de pantalla del televisor estaba roto. Alguien dijo que no habían terminado de pagarlo aún. Un hombre ayudaba al dueño con un sofá, era Chamizo. No parecía sorprendido de vernos, señaló un amasijo de ladrillos y madera un par de cuadras más adelante, en la acera opuesta. Los de aquella casa están peor, dijo, por suerte a última hora decidieron dejarse llevar para el refugio. Había un niño saltando en los charcos, la madre casi nos gritó en el oído para regañarlo, pero no se dio por enterado. En ese momento salió la dueña de la casa con una radio, creo que al menos esto se salvó, pero hay que esperar a que pongan la corriente para probarla. Chamizo tenía pilas.

Nos enteramos de todas las afectaciones en las provincias, recomendaban que los evacuados no regresaran a sus casas por la posibilidad de derrumbes. La Habana había sido la provincia menos dañada, pero no decían cuándo volvería todo a la normalidad. En la misma emisora empezó a escucharse una canción de los Van Van. No habían dicho nada sobre cuándo se normalizaría la situación en las provincias más afectadas. Chamizo buscó otra emisora y entonces escuché las notas del Preludio de la Suite No. 3 de Bach y detuve la mano de Chamizo antes de que siguiera girando el botón. Un momentito nada más, dije. Me miró como si estuviera loca, la gente se quedó azorada y de pronto solo se escuchó el cello. La mujer que nos había gritado en el oído se olvidó del hijo para mirarme como si viniera de Marte. Incluso Maya me miraba como si estuviese fuera mis cabales, pero nadie hablaba, solo se escuchaba el cello. Sin inmutarnos, vimos otra teja caer del techo, aún podrían derrumbarse algunas casas cuando el sol saliera y calentara. Hasta pareció que el cielo empezaba a despejarse y se asomaba el sol. El niño seguía saltando y llenándose de mugre sin que la madre dijera nada. La música terminó y Chamizo dijo está lindo eso. Nadie más habló. Entonces se oyó la voz de la locutora, acaban ustedes de escuchar el preludio de la Suite Número Uno de Johan Sebastian Bach. Era la número uno. Maya me miró. Alguien le dijo a Chamizo quita esa mierda y acaba de buscar una emisora que diga algo de verdad, pero volví a aguantarle la mano y al carajo lo que pensara la gente. Ahora tenían que contar la historia de las seis suites y de Paul Casals, eso no lo sabía todo el mundo. Un hombre vino a quitarle el radio a Chamizo y él lo empujó, recuerda que las pilas son mías. Empezó a sonar otra melodía, una de Brahms. No volvieron a hablar de la suite de Bach.

El huracán aún podía regresar. No lograríamos salir para La Habana antes de tres días.

Me senté en el suelo y vi que Maya le hacía preguntas a la dueña de la casa. El niño seguía saltando en los charcos y la madre fue a meterle un manotazo. El huracán aún podía regresar. No lograríamos salir para La Habana antes de tres días. Maya no llegaría a tiempo para su examen. Quién tuvo la idea de venir aquí, preguntó mientras miraba las ramas en los charcos y buscaba por dónde saltar sin mojarse. No había otra cosa que hacer, solo caminar por la ciudad y ver los destrozos, la gente que intentaba de salvar algo. No se hablaba de nada más. La gente nos miraba sin asombro. Siempre había algún extranjero tomando fotos, preguntando las mismas cosas. Maya se quedó sin preguntas. Yo no encontraba qué decir. Chamizo seguía cocinando dos veces al día lo que a Maya le gustaba. Me sentaba a comer sin hablar. En algún momento restablecieron la electricidad. La Habana había regresado a la normalidad y nosotras aún debíamos esperar que se arreglaran las afectaciones en la carretera. El día que la carretera estuvo despejada, Maya le pagó a Chamizo y corrimos a la terminal. Vio un carro vacío, agarró al chofer por el brazo. Queremos Habana, dijo, llega Habana, por favor. El chofer no reaccionaba. Entonces le dije a Maya si hablas como un indio no te puede entender; se dice queremos ir a La Habana; usted llega a La Habana, por favor, así se habla el español. Fue como si la hubiese noqueado, pero se recuperó enseguida. Me dijo, en inglés, que si sacaba un par de billetes de veinte dólares y los ponía en la cara del chofer, él entendería sin necesidad de que ella hablara bien español. Si tuvieras tanto dinero te habrías pagado la carrera de medicina en tu país, respondí, también en inglés. El chofer no entendía, pero se dirigió a Maya, si la señorita quiere viajar a La Habana son veinte dólares, twenty dollars. Cargó su maletín hasta el maletero y ella se sentó delante; bajó el cristal y me miró de reojo, qué vas a hacer. Podía apuntarme en la lista de espera y dormir en la terminal de ómnibus dos o tres días hasta que pudiera comprar el pasaje. Era lo normal para cualquier cubano en este país. Si me hubiera quedado dinero suficiente.

Abrí la puerta trasera del carro. Nos despedimos sin besos en la terminal de La Habana. Llevábamos rumbos diferentes. Ella cogería otro taxi, yo intentaría montarme en una guagua, en una parada repleta de gente. No supe si logró hacer el examen, si lo aprobó. La vi una vez, de lejos, desde la guagua. Llevaba el uniforme de estudiante de medicina y caminaba por la avenida 23. La acompañaba una muchacha, creo que era cubana.

Yusimí Rodríguez López

Periodista Yusimí Rodríguez López

(La Habana, 1976). Narradora y traductora. Colaboradora también de los sitios Diario de Cuba y Havana Times. En 2015 publicó su primera colección de cuentos, The Cuban dream. Ganó el Premio Deslinde con La otra guerra de los mundos (Ed. Deslinde, Madrid, 2021). Cuentos suyos aparecen en antologías en Cuba y otros países.

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