A mí no me hagas caso, yo no sé nada de política… ni de espiritismo. Lo mío es tirar fotos y, en los recesos, meterle al cuerpo langosta y camarón como la bodega de un barco en el pico de la zafra pesquera. Cada vez son más seguidos los encuentros a puertas cerradas, y siempre hay que dejar constancia gráfica de los trascendentales acuerdos que allí se toman. Para eso estoy yo aquí, el bacán de la Nikon. Aunque me les colé por los ojos con mi conducta ejemplar, al principio me pareció la cosa más tediosa del mundo. Con el tiempo se le coge la vuelta, es como un déjà vu. Hoy reajustaron el plan de la semana pasada, y la pasada el de la anterior, y así. También son cada vez menos los que meten la pata, pero esta noche invitaron a uno que desconocía las reglas del juego. Pidió la palabra y dijo algo “del sobrado margen de incongruencia que había entre las escrituras y lo acordado”. Pero el Uno lo puso como un culo, diciéndole que “aquí no había que ajustarse a ningún manual de instrucciones”, que “esos son vestigios del pasado burgués que teníamos que erradicar”.
Todos aplaudieron al unísono, incluso el poliedro que había hecho la observación. ¡Qué lindo eso, tú! Ya te digo, no sé mucho de esa historia, pero antes de entrar en este mundito pensaba que todo era más complicado con el papeleo, los anexos, cabildeos, votaciones y más votaciones, hasta que todos estuvieran de acuerdo; pero no, los problemas se resuelven con la misma facilidad con la que el ponchero de bicicletas le hace trampas en el dominó a sus contrincantes en el portal de la bodega.
Hubo una parte que me perdí cuando fui a mear. Terminando el chorro, escuché desde el baño los atronadores aplausos en la sala. Por poco me la zafo. Enfundé rápido y salí con la portañuela abierta, empujando la puerta del plenario con el cañón de la Nikon como si fuera un pistolero del oeste. En ese momento sometían a votación lo que me había perdido. Te caerías para atrás si vieras eso, parecía una pizarra humana, ¡todos levantaron la mano a la vez, parejitos, parejitos! Eso tienen de bonito esas cosas. Después de un cuchicheo entre el Uno, el Tres y el Cinco, consumaron los resultados de la votación para destituir a Marx, Engels, y todos esos viejos, proscribiéndolos del sagrado panteón revolucionario por retrógrados y obsoletos. Ellos no podían ayudar en nada a reordenar lo que se había desordenado, y la gran ventaja de tronar a los muertos es que no hay que reubicarlos en posiciones directivas. Lo que siguió después no fue más complicado que enroscar un bombillo en su socket, pero lo consiguieron: lograron forzar el empalme de un tramo en la Indestructible Vía Férrea, haciendo que un Lineamiento coincidiera con el otro.
Se tomaron de las manos, Rolex con Rolex, guayabera con guayabera, y gritaron consignas a una sola voz.
Hay que guardar las apariencias. Sería inadmisible un escándalo más por descarrilamiento de algún compañero que haya descuidado coyunturalmente sus funciones, al menos en lo que resta de semana. Prorrumpió entonces otra ronda de aplausos, pero esta vez se pararon, se tomaron de las manos, Rolex con Rolex, guayabera con guayabera, y gritaron consignas a una sola voz.
Apelando al espíritu del inmortal Filomeno, a quien invocaron litúrgicamente sobre la Güija de los Estatutos, intentaron meterle caña al asunto al que le habían dado más vueltas que una pandilla de tiñosas a un guayabito muerto: El Desordenamiento del Ordenamiento… El vaso de agua gaseada, que le pusieron al difunto para facilitar las cosas, dejó de burbujear. Las luces parpadearon, los micrófonos hicieron un fil-back sostenido, y sobrevino el apagón. Todos estaban cagados. El Uno preguntó con palabras temblorosas: “¿Quién está ahí…?” A lo que respondió la mesmérica voz de una anciana: “La puta que te parió, singao”. La espeluznante carcajada que siguió después retumbó en el recinto: “¿Quién querías que fuera, Celia Sánchez? Pues no, soy Carilda, transmitiendo desde el Sur de mi Garganta y desde el norte del boniato que tienes por cerebro”; y arremetió con otra risotada tremebunda: “¿Para qué me querías, zocotroco…?” La transmisión estaba perdiendo fluido. Hice varias fotos con el flash para ver si podía cazar al fantasma, pero las tuve que borrar. Daba pena ver el pánico reflejado en las caras de los Ministros, capturados fugazmente por los fogonazos de la Nikon. Al final, como se ha hecho habitual, tuvieron que tirar con la planta. Las luces se encendieron, y se filtró desde el micrófono del Uno al decirle al Dos, quien operaba la Güija de los Estatutos: “¡Bota esa mierda, chico!”. Le dieron un zumbo al mamotreto rojo, y el One declaró, más recompuesto por el trance, y no exento de pueril arrogancia: “Vamos a hacerlo a mi manera. Si Frank Sinatra pudo, nosotros también” —ovaciones—. Según los especialistas de la UCI y los chamanes espiritistas reclutados en Alto-Songo, algún error de código para establecer el enlace facilitó la intromisión de la muerta. Se especula que sea la palabra desorden, pero no les queda muy claro el por qué. Sin frustración de ningún corte, que no sea el del fluido eléctrico, tampoco esta semana lograron la ansiada conexión con Filomeno, de modo que a otra guardarraya.
¡Ante las dificultades, voracidad y firmeza!
La metodología de trabajo durante las sesiones me deja sin aliento. Me recuerda ese juego de la rayuela: donde caiga la tacha, pues hacia ahí encaminan la discusión. Pasado el sobresalto de la comunicación fallida, la chapa cayó en la casilla número cinco. Tema: la agroindustria azucarera. ¿Deberían centralizar los centrales nuevamente? Tratándose de la única cosa descentralizada (juego de palabras que utilizan para camuflar la masiva demolición de ingenios azucareros), el asunto debía regresar al centro del de-bate. No es aconsejable que escape un ápice de luz de este agujero negro, o perdería razón de ser la consigna cósmica de “¡Ante las dificultades, voracidad y firmeza!”. Estuvieron un rato rumiando el tema, mientras me quedé pensando en el Desordenamiento. Una vez mi abuelo desarmó su Ford del 46 y después no supo cómo devolver cada pieza a su engranaje original. El cuento me lo hacía mi padre, avergonzado, relatando los seis meses y tres días que estuvo el trasto desmantelado frente a la puerta de la casa. De adulto, para lavar aquella deshonra, papá se hizo miembro de la Asociación Nacional de Innovadores y Racionalizadores. Al carro que heredó de su padre le metió piezas rusas, checas, húngaras, y estuvo rodando como pudo. En los noventa no hubo mucho que hacer, y el cacharro quedó en el mismo estado calamitoso que lo dejó abuelo. Pero papá, ya senil, nunca se rindió. Sacaba piezas de un lado y las metía en otro, le adaptaba implementos de tractores y combinadas cañeras, y lo chapisteaba con plastilina y chapapote; y así, hasta que murió. Por eso estos eventos me remontan con nostalgia a la vida familiar, solo que aquí trabajan con ideologías: sacan una consigna de aquí y la meten por allí, de modo que nadie se sorprende si un tubo de escape, parafraseando el argot de los mecánicos, termina en la pizarra de control, entre el timón y las palancas de Cambio.
Con la propuesta de otro reciclaje de cuadros y funcionarios, hecha por el Uno, se dio por concluida la actividad, postergando para el siguiente encuentro un tema de segundo orden, los presionados, o pensionados, ya no sé cómo se dice. Los aplausos estallaron. El Gran Yoda, artífice del Uno para que diera la cara por él durante su vejez, y que hasta ese momento parecía taxidermiado, se incorporó de su gigantesca butaca, dándole unas palmaditas en la espalda mientras le decía: “¡Te quedaste vacío! ¡Cagaste hasta la última neurona!”. El Uno agradeció el cumplido y estrechó al veterano entre sus brazos, aplastándole los espejuelos contra sus tetillas. Luego dijo a viva voz, como los maestros cuando sus alumnos salen en estampida del aula: “Recuerden venir bien bonitos el próximo miércoles… ¡Se cumplen treinta y tres años del Proceso de Ratificación de Errores!”. Yo no me pierdo eso ni muerto, parecía que me lo estaba diciendo a mí personalmente. Casi seguro que refuerzan el brindis con caviar… (¿continuarán?)