“Un hombre sabe que ha llegado a viejo cuando tiene más amigos entre los muertos que entre los vivientes”
(Proverbio persa)
Pasados los noventa y tantos años, como toda persona que se respeta, ha muerto en su Gijón natal el poeta Alfonso Camín. Para los cubanos este nombre dice mucho más que para los españoles. Estos apenas si conocían el hacer y la obra del ardiente asturiano que reinventó la poesía afrocubana allá por los tiempos de José Miguel y de Menocal.
Se conocía tan poco a Camín en España, que en el programa principal de la radio madrileña, al dar cuenta de su muerte, porque el teletipo trajo de Gijón la noticia, se dijo a los oyentes que había muerto Alfonso Comín, confundiendo al poeta con un ensayista católico-marxista que, por otra parte, murió muy joven hace unos dos años. Despiste doble: ni sabían quién era Alfonso Camín, ni quién era Alfonso Comín, aunque este nombre “sonaba” más a las nuevas generaciones. Así es el mundo y así es la cosa esta de la justicia literaria: un hombre con la obra de Camín, con más de cien volúmenes publicados sobre sus espaldas, y al morir se le confunde con otro escritor, en medios informativos titularmente mejor informados. No tiene remedio. Y a ese ser así del mundo, agréguese el plus de dolor que siempre arrastra consigo el hombre transterrado, el de exilios y exilios, que acaba por ser extranjero en todas partes, extraño hasta para su espejo, desconocido para todos.
Alfonso Camín fue el padre de lo afro-cubano en la poesía
La obra de Camín tiene para nosotros un valor muy señalado, especial, como a él se debió, y sin malicia por su parte, una de las más desdichadas pero de las más populares modas de la poesía cubana. Camín trajo eso de la poesía afrocubana, que luego daría tanta brega y tanta broza. Siguió la tradición de que fuesen blancos, y españoles además, los cultores primeros del negrismo en literatura, casi siempre con pseudónimo, es decir, con máscara: Creto Gangá para el teatro bufo, concolorovo para la novela, y “Danza de Don Pedro” para el vudú. Alfonso Camín fue el padre de lo afro-cubano en la poesía.
Cuando Nicolás Guillén andaba todavía bogando con remos de oro, escribiendo poemas posmodernistas llenos de cisnes, de abanicos y de nácares, Alfonso Camín, enloquecido de pasión erótica por una belleza negra (o “de color”, como dicen la cursilería y el racismo de tantos), y enloquecido también por el gracejo, por la picaresca sin acritud, por la alegría jacarandosa de lo cubano, se entregó a escribir una poesía que armonizaba perfectamente con el ambiente que él quería exaltar porque lo había exaltado mucho a él previamente.
Camín, autor de "La macorina"
El autor de “Macorina” (hay que oír el poema cantado por Chavela Vargas) se sumergió en lo criollo con la euforia de un manatí en el agua y con la furia de los recién llegados a una religión o a un partido. El asturiano Camín, que iba para dependiente de bodega propiedad de un tío que lo habría importado de la aldea, descubrió la calidez de la piel negra, la sensualidad del danzón, la frescura del níspero y del caimito. Por algo la cumbre de su poesía es el “Elogio de la negra”. Un hombre que de niño en la aldea mordisqueaba manzanas verdes, descubrió con fruición infinita la champola de guanábana, y la brisa del traje de dril crudo, y la anticipación del aire acondicionado que es el sombrero de jipijapa, y perdió la cabeza. Descubrió el amargo fascinante del tabaco de Manicaragua y la flor de Camajuaní, y la arrogancia que dan el bastón de cocomacaco y la botonadura de carey. Camín acabó por preferir el tamarindo a la pera, y las mulatas a las rubias de su tierra. Se hizo a la canela más que al arroz con leche, y dio una poesía mulata, mestiza, sacada de Ramón López Velarde el mexicano alucinante, pero sacada también de las maracas y del güiro.
Quedó para siempre vacunado por lo cubano. Fumaba, aun de viejo, unas tagarninas inmensas, y tenía el corazón y la mente aprisionados por La Habana del malecón y el zapato de dos tonos, del barrio de San Isidro y los fanáticos chéveres, de anécdotas de Yarini. Se fue un día a México, como se había ido de España, pero allí iba a ser siempre testimonio vivo de cómo Cuba atrapa y hace suyo al extranjero, lo aplatana y lo deja marcado al rojo para siempre, con la calimba del sol en el medio del pecho.
Las memorias de Camín: "reivindicación estética de Cuba"
Sus memorias publicadas en tres ediciones a trancos de países de su itinerario vital, Entre manzanos, Entre Palmeras, y Entre Nopales, son una publicación orientadora de cómo lo cubano puede atrapar, sellar, a un hombre como Camín. Fue, allá en España, el niño soñador, el adolescente rebelde, el poeta negrista, y, con su estilo alucinado, lo que hacía sino ahora la reivindicación estética de Cuba, recordar sus tiempos de la guayabera y de la Chambelona.
Una de las últimas cosas que escribió Camín fue un artículo sobre José Martí, que me envió de Porceyo a Madrid para que lo hiciera publicar, porque —decía— “es necesario que los españoles acaben de conocer de una vez a este hombre maravilloso”.
La letra temblorosa, la construcción desvaída y a ratos incoherente, decían del horror de la senectud y de la proximidad de la muerte. Era un artículo escrito por una mano trémula, pero férvida; un artículo escrito con lágrimas. Ya del recio, del prolífico Camín no quedaba sino una llamita muy débil, que venía de muy lejos, del alma. Ya sólo escribía, y vivía, por su amor a Cuba. Volvió a su tierra después de setenta años de ausencia, y era como un fantasma acorralado por la nieve.
¡EL QUE SE BEBIÓ TODO EL SOL DE NUESTRA TIERRA EN UNA JÍCARA DE PLATA!
Publicado originalmente en Q-21 PARALELO, No. 3, Newark, N. J., E. U. A., febrero de 1983.
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