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Buena memoria | Alfonso Camín: “Macorina” (del libro de memorias “Entre palmeras”)

La popular canción "Macorina" forma parte de la cultura cubana. Sobre su origen ha habido mucha confusión. Este es el testimonio de su verdadero autor: Alfonso Camín.

"Ingenio Acana". Grabado de Eduardo Laplante. Lámina del libro "Los ingenios" (La Habana, 1857).
"Ingenio Acana". Grabado de Eduardo Laplante. Lámina del libro "Los ingenios" (La Habana, 1857).

El personaje Macorina, y una popular canción de igual nombre, forman parte singular de la cultura cubana. Chavela Vargas se atribuía la autoría de esta canción que popularizó internacionalmente. Aunque antes la había grabado el sonero cubano Abelardo Barroso en una guaracha son, ritmo muy cubano. Pero, la verdadera autoría pertenece al escritor asturiano Alfonso Camín, quien emigró a Cuba con 15 años, aquí se enamoró y se convirtió en un cubano de corazón, donde se erigiría también como precursor de la poesía afroantillana o afrocubana. En este capítulo de su libro de memorias Entre palmeras (México, 1958), Alfonso Camín revela el verdadero origen de su poema con el famoso estribillo "Pon, ponme la mano aquí, Macorina".

MACORINA

Estaba el cielo de Oriente

caldeado como tu frente.

Tus pies dejaban la estera

y se escapaba tu saya

buscando la guardarraya;

que al ver tu talle tan fino,

las cañas azucareras

se echaban sobre el camino

para que tú las molieras,

como si fueras molino.

A las pocas horas de navegar estaba yo en Cauto Embarcadero y atracaba el vapor "Valeda", divisándose las casas de guano y tabla, encima del río. Desde el atracadero, allá abajo, se subía por una barranca hasta el pueblo.
Aquí nació "Macorina". Aunque la escribiese muchos años después, aquí nació "Macorina".

La llegada del barco, se tratase del "Valeda" o del "Cauto", era entonces un acontecimiento. Desde antes de atracar, veía yo el pueblo aglomerado en la altura. Después y a medida que la nave iba tomando sosiego, corrían los vecinos barranca abajo, unos por curiosidad y otros porque les llegaban fardos y paquetes de mercancía, cartas y recados de toda la isla, por la vía de Manzanillo.

"La Campana", de García y Menéndez, a la que fui facturado, era lo que se llama tienda mixta, donde hay de todo, desde una cuerda de ahorcar, al café de Cuba y de Puerto Rico, al arroz y al tasajo de Montevideo. Se vendía lo mismo un arado que una vara de nansú, un clavo que una lata de sardinas de España con la marca de Vigo.

El departamento de víveres y el de ropa era todo uno, sin más separación de por medio que algunos productos de ferretería. Las hoces y las azadas pendían por todas partes del techo, confundiéndose con las escobas. Las cucarachas volaban de un lugar a otro, desde los quesos a las cajas de guayaba, como si fueran golondrinas familiares. Los quesos eran enormes. Parecían ruedas de afilar.

El ron "Bacardí" se recibía por bocoyes y luego se embotellaba, bautizándolo con el agua del Cauto, para quitarle fuerza. La "Carta de Oro" era carta de agua y de cinco garrafones se hacían seis al embotellarlo, poniéndole a cada botella un sello de lacre. Pero yo fui destinado al departamento de ropa. En el de comestibles estaba un mozo gallego de apellido Pérez y le ayudaba Menéndez. En el de ropa mandaba García y era yo su segundo de a bordo.

Manolo Menéndez y José García, asturianos ambos, el primero arriscado, buen jinete y con inclinaciones a ganadero, y el segundo más comedido, hombre de labor y sosiego, eran los dueños de "La Campana" y "La Campana" ya era más famosa en todo el contorno, a veinte leguas a la redonda, que la de la iglesia del pueblo. Vibraba bastante más. Porque la de la iglesia, que se veía cerca y al fondo, apenas sí sonaba con eco tímido cuando llamaba a misa los domingos.

El edificio de "La Campana", enclavado con mucha fachenda en la mitad del pueblo, cara a la calle Real, que era el camino de Bayamo, y con la vista hacia la sabana y al río, era de tabla y de guano y una parte del techo era de zinc, por lo que brillaba de lejos como la plata. El sol era fuerte y las lluvias torrenciales, clamando por las barrancas, corrían gruesas y torvas, abriéndose paso hasta el río.

En los cobertizos de la tienda había unos troncos como columnas y muchas argollas en los muros, donde los campesinos ataban sus caballos, cuando venían de compras y en recua. Aunque parezca contrasentido, no eran los días laborables los de más trabajo, sino los domingos los de mayor trajín, pues llegaban al pueblo los guajiros, unos solos, otros con sus mujeres y sus hijas, para hacer la compra total del mes o del año. Y casi todos venían por sitios lejanos. De ahí que los llamasen sitieros.

El pueblo, con sus dos hileras de casas de palma y madera, algunas pintadas de blanco para lucir con más fachenda, tendidas a un lado y otro de la llamada calle Real, continuamente fangosa, teniendo que andar siempre por las veredas y guardarrayas, se componía de familias dedicadas a la agricultura y a la pequeña ganadería. Una gran parte traficaba en maderas, pero no en el aserradero. Los aserraderos estaban en los montes lejanos, más arriba del poblado. Talaban los montes y echaban los troncos al río, a la aventura. Los campesinos les salían al paso, recogiendo, agrupando unos en Cauto Embarcadero y los que se escapaban durante la noche, los alcanzaban en El Guamo. De estas maderas, casi todas preciosas, hacían balsas. Cada tronco llevaba la marca de la casa y seleccionados en balsas llegaban así hasta Manzanillo, ocupando gran parte del río y movidas con pértiga, por seis u ocho empleados, que iban sobre ellas.

A cada campesino le daban veinticinco centavos de dólar por cada tronco que recogía en el Cauto y así ganaban buen dinero. Había centenes y había luises de oro. Pero comenzaba el aluvión de dólares americanos y no en papel, sino en oro y diremos cómo. Las "águilas" americanas, mucho más gruesas que los centenes, rompían los bolsillos de los guajiros, hinchaban sus cinturones y las jugaban a un gallo con el mismo desenfado que si fuesen galletas de sal.

No vi nunca tal abundancia de oro en manos campesinas, morenas y callosas, y no creo que después los campesinos de Cuba lo vieran, a pesar de las abundantes zafras de azúcar de los ingenios y de la jocundidad de la tierra. Y esto se debía a míster Taft y a míster Magoon. Charles E. Magoon, Gobernador norteamericano de la Isla por intervención con motivo de la Guerra de Agosto, creador de la Comisión Consultiva, poniendo de parapeto a algunos cubanos de prestigio, como Manuel M. Coronado, Alfredo Zayas, Juan Gualberto Gómez, de acuerdo con el Gobierno de Estados Unidos, quiso apaciguar a los Veteranos.

Hombre práctico y no mala persona, cachazudo, observón, se dio cuenta de que la resolución del problema cubano, en aquella hora, era cuestión de apaciguar las ambiciones políticas y de que corriese el dinero. Por no correr el dinero y guardarlo en el Tesoro, caía Estrada Palma. Míster Magoon volcó aquellas cajas, pidió oro y más oro a cuenta del presente y del futuro de Cuba y se acordó la "paga" a los Veteranos de la Guerra de Independencia, desde el primer general al último soldado.

El Gobierno de míster Magoon, por medio de la Secretaría de Hacienda, situó el oro para la paga del Ejército Libertador cubano en los rincones más apartados de la República, valiéndose de las casas de banca o simplemente comerciales y de buen crédito. "La Campana" de Manzanillo era una de ellas y, como consecuencia, "La Campana" de Cauto Embarcadero. Si a esto se agrega que teníamos también órdenes de pagar la madera recogida en el Cauto, sin desatender el comercio fundamental de la casa, ni otra tripulación que dos empleados y dos dueños; compréndase el trajín en la nave.

Como la invasión norteamericana comienza por Santiago de Cuba, ayudándoles los cubanos de Calixto García, se echa a pique la escuadra de Cervera y el sacrificio de Vara del Rey queda como episodio de exaltación romántica. En 1906 y 1907, también la invasión monetaria se inicia por Oriente, contra la plata española, el centén español y el luis francés, batiéndose en retirada nuestra moneda, incluso la calderilla arrollada por el "níquel" de cinco centavos, hasta que, trayendo como tapujo el "Martí" cubano, graciosa moneda de oro de cinco pesos, se destierra totalmente la moneda española en 1917, embarcándola en las naves de España, al mismo tiempo que la norteamericana completa la invasión y se hace dueña de Cuba. Poco a poco fue desapareciendo también el oro norteamericano y todo quedó en el papel que conocemos ahora.

Con esta riada de oro se hinchaba la casa. Los campesinos no sabían qué hacer con él. Todos eran Veteranos y de coroneles para abajo hasta sargentos y cabos, según los documentos que presentaban. Apenas si había soldados. Sucedía como en la guerra española de 1936, que todos habían sido capitanes y coroneles. Como la guerra de Independencia había durado varios años, cualquier buen hombre con sombrero de yarey, zapatos de vaqueta y un machete ancho y corto a la cintura, a la presentación de unos documentos arrugados con los sellos respectivos, dando fe de sus días y de sus noches de campaña, apenas si abarcaba con los brazos los paquetes de "águilas" norteamericanas. La paga oscilaba entre dos, tres, cinco, diez y quince mil dólares. Algunos tomaban parte y dejaban el resto en depósito, en "La Campana", llevándose a cuenta verdaderas cargas de tasajo, café, arroz, latería, alcohol, ropa para hacer y ropa hecha.

Venían los campesinos, ataban sus caballos a los postes de los portales y entraban en la tienda.
—¿Qué hay, compay?

Había muchos Tranquilinos de nombre y Bravos de apellido y de hechos. Un Tranquilino Bravo llamó una noche, a golpes de machete, en las puertas de "La Campana". Saltamos del catre Pérez y yo, abrimos y nos pidió unos vendajes, en vista de que la farmacia estaba cerrada y el farmacéutico no oía. Llegaban abrazados Tranquilino y su compadre. Y los dos sangrando como dos gallos de pelea. Habían tomado demasiado "Bacardí", discutieron sobre si las comadres eran buenas o malas, si la una era tuerta y la otra no lo era, si una era blanca y la otra cuarterona, si el caballo rosillo era mejor que el alazán, se fueron de las palabras al machete y venían tasajeados. A uno de ellos, a los pocos días, fue necesario amputarle un brazo. Sin embargo, después de batirse, habían hecho las paces y se daban auxilio uno al otro, mal cubiertas las heridas con los pañuelos listados para no irse en sangre, no quedando en ellos ni rastros del odio. Singular nobleza de los guajiros cubanos que será muy difícil hallar en otros países, no siendo en las islas Canarias de donde vienen muchos de estos trabajadores de la tierra en los campos de Cuba.

Lo primero que había que hacer con esta clientela del campo, era darles confianza, hacerles pasar adentro del mostrador, ofrecerles un taburete y descorchar una botella de ron o de aguardiente de caña. Templado el paladar y la tripa, como ellos hacen con sus bandurrias, no había que hacer gran esfuerzo para la venta. Ellos mismos sacaban las listas del fondo de la guayabera o del pantalón manchado de tierra roja, mientras se quitaban el sudor de la cara con un pañuelo a grandes colores, que se iban desenroscando como una bandera.

—Aquí está la lista que me dio la comadre.

Casi todos los apuntes venían en papel de estraza o en papel áspero y rayado que fue blanco y que ya no lo era. Cogíamos la lista y alterábamos las cantidades, en aquello que nos parecía.
—De esto pide poco. No hay tela de este color, pero la que tenemos es de mejor calidad y al mismo precio.

Dueños y dependientes poníamos a funcionar la pesa y la yarda y siempre llevaban más de los encargos que pedían y pocas veces los que necesitaban. Esta era la moral del comercio en mis años, y no había otra. Lo que sí dábamos en "La Campana" era el peso completo y la medida completa. No abusábamos de la buena fe de los campesinos. No teníamos que recurrir al engaño como en "La Granada" de Belascoaín, porque tampoco los clientes eran poquiteros y pedigüeños. La razón con la razón y a la trampa con la trampa.

Los campesinos agarraban la mercancía en burujones metiéndolos en el mismo serón del caballo donde antes trajeron boniatos y otros tubérculos.
—¿Dónde va esto?
—En el matul.

Y las prendas más delicadas iban revueltas con los grandes quesos de Camagüey. La jaba iba en la mano y en la jaba los gallos peleones.

Los Estados Unidos ya comenzaron a explotar el instinto bélico del guajiro, especialmente en la marca de los machetes. Estaba de moda el "Colly". Todos aspiraban a llevar un "Colly" a la cintura, que era un machete largo y de buen temple. El "Colly" y la "Colt" eran también los atributos de la Guardia Rural, además del fusil y el caballo con buena silla norteamericana. La Guardia Rural, por su indumentaria, se confundía también con los rurales yanquis, no sólo en el uniforme de dril caqui y en las botas y polainas avellanadas, sino en el correaje y en el ancho sombrero tejano con cintas y dos especies de bellotas cayéndoles sobre el ceño, dándoles un aire más de soldado que de guardia de pueblo y camino.

Su autoridad era definitiva como la de la Guardia Civil española. Campesino que huía, se hacía acreedor a un tiro de máuser por la espalda y quedar muerto sin más preámbulos y casi ningún papel de juzgado. Aún tratándose de una equivocación o de un rencor personal, bastaba decir que había caña en las cercanías y que tenía intención de quemarla. El muerto al hoyo y borrón y cuenta nueva.
Empero, sucedían pocas muertes de esta guisa, porque el hombre del uniforme solía ser más humano que la ley cruda que llevaba en el bolsillo de la guerrera.

Cauto Embarcadero tenía su puesto de la Guardia Rural: un sargento, un cabo y varias parejas.
El río Cauto era entonces anchísimo y casi siempre turbio, extendiéndose por la sabana, resplandeciendo al sol como la hoja de un machete. Desde el Pilón del Cauto donde nace, allá por las sierras del Cobre, viene arrastrando las aguas de diferentes ríos, siendo en esta época navegable hasta la confluencia con el Cautillo.

El que lo vio entonces, pese al fango que arrastraba en sus orillas, no concibe cómo hoy no sea navegable, debido al cieno y a los árboles que, al parecer, arrastró en 1916 hasta cegar su cauce. Hoy hay un puente sobre el Cauto en el pueblo de Embarcadero. Entonces se atravesaba por medio de una chalana auxiliada por un cable del que iban tirando unos hombres hasta llegar a la otra orilla. Cerca del paso de la chalana se estaba pudriendo, empotrado en el barro, un buque pequeño, como aquel que vimos en el puerto de Casilda. Aseguraban que era otro ejemplo de cómo luchaban españoles y cubanos, siendo allí echado a pique por los insurrectos a raíz de la muerte de Santocildes.

El Cauto, de una extensión de 250 kilómetros en su recorrido, 90 eran navegables, prestando un gran servicio a los pueblos de aquella comarca de Oriente. No era como ahora, un río casi ciego, con puentes, como un lisiado o como un miope anciano al que hay que ponerle anteojos de larga vista. Todo envejece y, por lo visto, la vejez también alcanza a los ríos.

Esta chalana sobre el Cauto sólo funcionaba hasta las nueve de la noche. El comercio cerraba tarde y "La Campana" no se distinguía de las otras tiendas. Cerrábamos tarde y nos acostábamos temprano, levantándonos de amanecida. En el pueblo había poca atracción, a no ser algunas mulatas cuarteronas y algunas albinas de la misma sangre. Entre las mulatas albinas y octavonas, recuerdo a la hija de Tranquilino. La de Tranquilino Bravo era una buena moza, rozagante y alegre, alta y rolliza. Las demás me parecían todas palúdicas, descoloridas y secas como las hojas del plátano.

Pero de la otra parte del Cauto sucedía lo contrario. Había algo más que las luces del tanque de carburo parpadeando en la sombra, aquí y allá, confundiéndose con la luz errante de los cocuyos y con las altas estrellas, como sucedía con el pueblo de Cauto Embarcadero, arropado en la noche, sin más voces que la del boticario y el paso de los caballos de la Guardia Rural, hasta que amanecía y cantaban los gallos en todos los gallineros de las casas, la niebla se apartaba del camino y el sol los volvía a la vida. Entonces el paisaje verde comenzaba a animarse con las palmeras y alguna mujer, como aquella de Tranquilino Bravo, que también tenía talle de palma y ondulación de río.

De la otra orilla del Cauto se inventaban guateques y había fiestas todas las noches. Desde el umbral de "La Campana", Pérez y yo contemplábamos las luces y sentíamos ansia de tomar parte en la fiesta. Nos aburríamos soberanamente y con otros mozos del pueblo acordamos escaparnos de la tienda por la noche y divertirnos al otro lado del río. Pero la chalana no funcionaba a esas horas.

Uno de los acompañantes, nos explicó:
—Tenemos dos cayucos escondidos en la orilla, entre la hierba guinea. Lo malo es que nos falta con qué alumbrarnos. Con fósforos no puede ser, porque los apaga el aire del río.

Me acordé de los faroles contra el viento que usábamos en Asturias para ir de la casa al hórreo, del corral a la casa y a la esbilla del maíz a las de los vecinos, y yo inventé los faroles:
—Pérez, tú que eres el amo de los víveres, trae unas velas.
Pérez trajo las velas.
—Ahora traes unos cartuchos.
Trajo Pérez unos cartuchos de envolver azúcar y ya estaban hechos los faroles contra el viento, metiendo una vela en cada uno.

Éramos cinco o seis sombras. Bajamos hasta el Cauto, sacamos los cayucos de entre la hierba y el barro, hasta la corriente; nos colocamos en ellos y ganamos la otra orilla, volviendo a esconder las embarcaciones, los cartuchos, las velas, entre la hierba guinea, pero atándolos bien, porque de la otra parte no había sabana y la corriente era más dura.

Caminando a lo galgo, con la ligereza de nuestros años, llegamos al chocerío. El guateque se celebraba en un barracón todo enfarolado, como las verbenas españolas, la música atronaba la noche y el baile estaba en su punto, especialmente con aquel danzón de:

“Para Camagüey, que se va Panchita,

para Camagüey…”

El ron se vendía por barriles, el aguardiente de caña por garrafones. Cincuenta, cien caballos, sin quitarles las monturas, se veían en hileras atados a los postes, rumiando su aburrimiento. De los contornos más lejanos venían las mujeres campesinas con sus guajiros, unas solteras, casadas o mal casadas, montadas unas a la mujeriega con su mandil y otras sobre sus caballejos. Durante el camino se cubrían la cabeza con un ancho sombrero de yarey para no descuidar el peinado y al verlas en el baile, se diría que llegaban de un tocador lujoso. Limpias, alegres, oliendo a perfumes finos, guapas y hasta algunas elegantes, femeninas hasta lo infinito y con unos ojos como carbones en los que prende la llama o resplandecen las estrellas.

En las afueras del barracón hombres mozos y hombres maduros, vestidos con guayabera, luciendo espuela y machete, algunos con el revólver a la cintura, se dedicaban más al ron y a la jarana entre ellos, que a la orquesta y a las mujeres. Muchos ya no usaban los vasos. Tomaban el ron o el aguardiente a pico de botella. En el baile había más mujeres que hombres. Hacían de maestros de ceremonias algunos tipos "guaricandillas" que me recordaban al boticario.

De los seis que íbamos de Cauto, todos llevaban guayabera, menos Pérez y yo que lucíamos sombrero de jipijapa echado hacia atrás, un tanto a lo mambí, pantalón de dril blanco número 100 y brillante chaqueta de alpaca negra, polainas, botas de montar y en la cintura un revólver marca "Colt" de los que había para la venta y para uso de "La Campana". Pérez —Francisco Pérez— gallego cumplido y fiel, de ojos aternerados, un tanto asustadizo, iba vestido con esos trajes hechos a como vengan, que tomaron fama en Cuba con el nombre de "apéame uno". Llevaba yo una corbata larga y azul, suelta en el aire de la noche, ondulando como una bandera cubana.

Nos bebimos unos rones y nos perdimos en el guateque entre el baile, la mujer y la música. Como en los grandes salones sociales, guardando las buenas maneras, que en Cuba son de rigor hasta en el campesino, extendíamos el brazo, se levantaba la mujer, si es que aceptaba, y a bailar danzones. Entre ellas, descollaba una muy joven, blanca como un jazmín y el pelo rubio como un incendio. No llegaba a los veinte años. Bailé con ella varias piezas y a las primeras, ya se iba deshojando en mis hombros como si efectivamente fuese una mujer de jazmines. Yo cada vez que la iba a sentar, ceremoniosamente, en el taburete de piel vaquera, tenía que atarme los zapatos o hacer como que los ataba. Frente al barracón se extendía un sembrado de caña. La luna era ancha y la noche calurosa.

En el vaivén del danzón, como aturdidos, embriagados de fiebre y de música, íbamos del barracón hasta la guardarraya, lejos de las demás parejas, bailando bajo la luna, y yo ya soñaba con una novia, con aquella mujer de jazmines que se me deshojaba en los brazos. Toda su piel era de seda y toda ella era muelle, fragante y temblorosa, risueña, agonizante, suplicante como la espuma con esa angustia gozosa con que se diluye en la playa.

Tenía esta mujer unos ojos como aquel campo verde en la noche tropical, calenturienta e iluminada de cocuyos. Sus afanes eran otros tantos cocuyos que se encendían y se apagaban en la sombra. La cintura era tan fina, que yo sentí temor de quebrarla. Los senos, demasiado abultados, trémulos, redondos, empinados hacia mí, eran como palomos madrugadores. Los brazos no eran brazos, sino enredaderas floridas. Los pies me daban la impresión de otras dos palomas rabiches moviéndose al son de la música. Seguía temblando como torcaz y como la jalea de guayaba que vendíamos en la tienda mixta. No era baja ni alta, por lo que más que a las garzas del Cauto, me recordaba los contornos de la paloma. Hablaba en suspiros, con un rumor de fuente, como el agua del manantial que se va perdiendo en la tierra. Su aliento me quemaba y sus labios eran súplicas. Parpadeaban sus ojos lo mismo que las estrellas. Era suave como la seda y el plumaje de los pájaros. Yo pensé si aquella mujer era de fruta y no de carne y hueso. Me recordó a la guanábana, que es toda carne blanca y perfume. Se olvidaba de sí misma, como bandera vencida que va descendiendo por el asta. Calló la orquesta para volver de nuevo,

“Ponme la mano aquí, Macorina”

Era un idilio casi mudo. Terminó el quinto, el sexto, el octavo danzón y la llevé hasta el asiento. De pronto se oyó el llanto de un niño en una hamaca de flecos de colores vivos como los loros. Corrió la mujer a donde estaba la criatura, que cuidaba una guajirita casi niña, dándole aire con un abanico de guano; agarró al niño y le dio el seno, cubriendo aquella parte con un pañuelo de seda. La miré y se le acarminaron más las mejillas. Inquirí y me dijeron que era casada. Por lo visto, mal casada. El marido era uno de aquellos hombrazos del tendajón que, ajenos al baile, bebían el ron a pico de botella. Era alto, fuerte, mal encarado y ya más que cuarentón, entre blanco y mulato, requemada la piel por las faenas del campo. Miraba a lo ceñudo.

Algún “guataca” de esos pegones que buscan la copa gratuita, le sopló al oído cómo la mujer atendía más al baile que a la criatura. Y desde aquel momento ya tenía sus ojos sobre mis hombros.

Terminó el baile, se desprendió del grupo y oí una voz bronca:
—¡Oiga, amigo!
—¿Qué pasa?
—Aquí hay que bailar más decente y mucho más tratándose de mi mujer.

Y dicho esto, con un brazo más largo que el de García de Paredes, desenfundó el machete y vino sobre mí. Yo reculé, apuntándole con el revólver.
—¡Un paso más y le echo la gandinga afuera como a los caballos en las plazas de toros!

Lanzó una carcajada y no se movió. Estaba borracho.
—Conque, ¿tú ere guapo? ¿Qué dice, chico?
—Que un paso más, y lo tumbo.

La gente se arremolinó en torno de nosotros y entró en funciones la Guardia Rural. Afortunadamente, los guardias eran mis amigos. Y todo acabó en paces, cada cual por su lado, como dos mastines que se apartan sin echarse el diente. Yo me quedé como aturdido, desconcertado y oí que la concurrencia comentaba a voz en cuello:
—¿Qué pasó?
—Que a poco más "El Jabao" se lleva por delante al dependiente de "La Campana".

Y así nació “Macorina”, sin ninguna concomitancia con la bella cortesana habanera, a no ser en el estribillo.

Terminó el guateque. El hombre puso a caballo a su mujer, él montó el suyo y se perdieron tierra adentro por el camino de Las Tunas. El día estaba aclarando, se quemaban los faroles y cantaban los gallos. Entonces me dio a mí también por tomar unas copas de ron. Y con la copa en la mano y el alba asomando lejos y confundiendo yo el alba con la mujer que se perdía en el horizonte, pasó aquel episodio. No la vi más. La luna ya se había escondido para dar paso al día.

Y la noche y el día eran de drama. El grupo de amigos, con Pérez a la cabeza, que se lamentaba del suceso y temía perder la colocación por aquella aventura, retornamos al río en busca de nuestros cayucos. Pero se nos habían agregado cuatro o cinco conocidos y no cabíamos en aquellos troncos de ceiba. Amontonados como nos era posible, fuimos a ganar la otra orilla.

De pronto, zozobró el cayuco en el que íbamos seis u ocho, entre ellos Pérez y yo. Juro que estábamos en la mitad del río y que el río era entonces ancho, casi tanto como el Tajo en su mayor anchura. Todos sabíamos nadar menos Pérez. Nadamos hasta la otra orilla, dimos pie en el fango, ganamos la sabana y cuando ya creíamos que Pérez se había ahogado corriente abajo, oímos su respuesta:
—¡Pérez!
—Aquí estoy.

Y estaba a la derecha de nosotros, como a unos veinte metros adonde lo había llevado la corriente del río, pero pisando tierra y lamentando que su sombrero iba ya lejos, flotando sobre las aguas. Nunca pude comprender esto. Ni Pérez tampoco. Solamente un milagro, el milagro de que, según él mismo contaba, se fijó en la tierra, tomando rumbo, cuando se hundió en el agua, dio pie en el barro y salió a la otra orilla, como los caimanes que tan pronto se hunden como asoman en la corriente.

A propósito de los caimanes, solíamos la Guardia Rural y yo ir a buscar huevos de caimán y a la caza de los mismos. El Cauto tenía entonces bastantes de estos animales feos y tenebrosos y ponían los huevos en las márgenes del río, entre la hierba guinea. También había muchas garcetas decorando las orillas del Cauto. Y mucho pescado. Pero un pescado que sabía a fango. A mí me repugnaba. Con el máuser de reglamento de la Guardia Rural les disparábamos a los caimanes. Rara vez matábamos uno. Las balas resbalaban en sus corazas y se iban tan campantes río abajo o río arriba, sin el menor síntoma de haber sido heridos. Cuando se lograba dar muerte a uno, el pueblo nos felicitaba como si se tratase de tigres o de leones.

En "La Campana" estaban muy contentos conmigo, asegurando que era listo, aunque irreflexivo y mujeriego. A la aventura del guateque, se unieron otros dos hechos para que yo dejase "La Campana". García lo tomaba todo a disimulo, pero Menéndez movía demasiado la cabeza en señal de desagrado y se le veía siempre con la mosca en la oreja. Tenía Manolo Menéndez un caballo alazán que era una maravilla. Se paraba en dos patas mejor que muchas personas y era de galana andadura. Tenía otro blanquiazul, que era también muy hermoso, aunque más rechoncho y criollo, de los que llaman de paso y no de trote. Un día, Menéndez me dijo:
—Tienes que ir a Cayamas.

Cayamas estaba a bastantes leguas de distancia, en el camino de Manzanillo. En Cayamas se había establecido Alejo González, hermano de Manolo. Era dueño de unos potreros y de una tienda mixta. Me dio una carta, otros recados que metí en las alforjas y unas pequeñas sacas para traer dinero. Monté yo, muy galán en el caballo airoso de Manolo Menéndez. Atravesé el pueblo dándome pisto, como un nuevo Antonio Maceo en la hora de la victoria. Llegué a Cayamas sin parar marcha. Entregué los recados, comí en la casa, me dieron el dinero y volví a carrera tendida desde Cayamas a Cauto. El caballo venía soltando espuma como si fuera una batea donde la lavandera echase demasiado jabón. Sudaba espumas el caballo, por los belfos, por los delanteros, por los cuartos traseros. Parecía reventar. Estaba fatigadísimo. Lo até en el umbral, salió Manolo a mi encuentro, vio el caballo, se le cayó el sombrero hacia atrás, y empezó a blasfemar como un carretero. Todos los santos de Avilés le salieron por la boca.

—Recajones. Ese caballo se muere. ¿No ha hecho un alto en el camino?
—No. Fui y vine en dos jornadas.

Manolo Menéndez se mesaba el cabello. Tan pronto lo tapaba con una manta como quería echarle calderos de agua.
Y Manolo Menéndez tenía razón. A poco más, el caballo se muere. Quedó, a la postre, medio loco. Se hizo brusco y en una de aquellas levantadas que solía hacer muy ceremonioso, dio contra el techo de "La Campana" y se rompió la cabeza y se la rompió Manolo Menéndez. Ya no era el caballo de antes, admirado en todo el contorno por lo brioso y acompasado. Menéndez, cuando iba de viaje, montaba el otro, que era de menos sangre y más bien para mujeres.

Por si fueran pocos estos pecados, venía a la tienda una hembra, entre blanca y cuarterona, que era otra curva del Cauto. Empezamos a cambiar papeles amorosos, visitaba la tienda cuatro o cinco veces al día, siempre olvidándosele algo y a mí no se me olvidaba ponerle en el paquete, al envolver la mercancía, unas letras apasionadas.

Todo esto era pasajero, como para olvidar la que se había perdido en el horizonte de la otra parte del Cauto. Pero yo salía, daba vueltas frente a su ventana y acabamos hablando en ella bajo la luna, cuando todo el pueblo estaba en silencio y dormía a pierna suelta. La casa de ella estaba cerca de "La Campana", pero yo no podía salir por la parte trasera de la tienda porque allí dormía uno de los dueños.

Me puse de acuerdo con Pérez. Los dos dormíamos entre el mostrador y los estantes, sobre unos catres-tijera, los catres de rigor del emigrante a Cuba. Estaba Pérez dispuesto a abrirme y cerrarme la puerta, pero tenía un sueño pesado y era peligroso ponerse a tocar en las maderas, a pique de que Pérez no despertase. Entonces inventamos el secreto del curricán. En la tienda había de sobra de estos rollos de cuerda fina y agarramos uno. Él se lo ataba al dedo gordo del pie, se desenrollaba el curricán hasta dejar un cabo fuera de la tienda. Llegaba yo, tiraba del curricán, le dolía a Pérez el dedo gordo del pie y se levantaba; abría la puerta con sigilo, la cerraba yo con sigilo y, al parecer, todo iba como la seda. Pero alguien, de afuera o de adentro, atisbó. García se puso serio y Menéndez más ceñudo.

Yo lo comprendí todo y antes que me despachasen, me despaché, alegando que el clima no me asentaba.
—Quiero la cuenta.
—¿Para cuándo?
—Cuando ustedes digan.
—Siquiera esperará usted que venga otro.
—Espero.

Y desde aquel día, todo fue sequedad. Hasta cuando no había mucho trabajo, bajaba hasta el Cauto con la Guardia Rural y otros amigos, a tirarles a los caimanes. Recuerdo en estos días un caso dramático. Vimos un bulto grande bajar por el río. Ni era un tronco de madera ni tenía forma de caimán. Íbamos a dispararle y no lo hicimos. Pasamos a la otra orilla y vimos que era un carnero enorme, flotando en la corriente. Lo sacamos como pudimos, lo llevamos al pueblo y vimos que estaba ciego. Era un carnero padre. Se comprende que se perdió en el monte, le crecieron los cuernos, se le retorcieron demasiado, se le metieron las puntas en los ojos, se los saltaron, quedó completamente ciego y por aquella parte, agusanado. Se le limaron los cuernos, se acudió al boticario, pero no se le pudo volver la vista. Se hicieron cargo de él unos vecinos y andaba a tientas por el pueblo. Pero allí se quedó. Me recordaba un poco a mí mismo, ciego por aquella mujer que se perdió en el horizonte y que, de recordarla más tarde, nació "Macorina". Aparte de que mi temperamento no era para tiendas de campo, quizás mi inquietud, mi despego hacia "La Campana", tuvo también su fondo en aquella mujer. Quizás y para entretener, busqué a la otra bajo la luna, como el que se engaña pidiendo otra copa, a semejanza de aquel mozo de que nos habla Rubén Darío.

Me despedí de "La Campana" sin pena ni gloria. Subí al "Valeda", gané otro barco en Manzanillo y volví a medir la cintura de la isla de Cuba, hasta atracar en La Habana. 

Pero si "La Campana" no dejó huella en mí, en cambio nunca olvidé los paisajes del río Cauto, ni la garza, ni la mujer, ni el surco, ni la palmera. De la otra parte del Cauto nació "Macorina". Arriba las estrellas y abajo los cocuyos, daba la impresión de que la noche se había volcado sobre los potreros y cañaverales. La fiebre estaba en mí y estaba en la noche. Hasta qua cantaron los gallos y rompió el alba. Y una mujer que iba lejos, perdiéndose en el horizonte, entre la noche y el día. Y mi pasión en pie como una arcilla ardorosa:

Después, el amanecer

que de mis brazos te lleva,

¡y yo, sin saber

qué hacer

de aquel olor a mujer,

a "mango" y a caña nueva,

conque me llenaste al son

caliente de aquel danzón;

gallo de fino espolón

de un bardal primitivo;

un tambor de piel de chivo,

un timbal y una ocarina!

"Pon,

ponme la mano aquí,

Macorina".

Yo bebo el último ron

y quedo pensando en ti.

En ti y en aquel danzón.

En el viejo barracón

ya no hay faroles de China.

¡Todos se han hecho carbón!

En 1908 deambulo por La Habana y presencio la llegada de la Nautilus, corbeta española de tres palos, Escuela de Guarda-Marinas. Es la primer nave de guerra que visita Cuba después de la separación de España y del naufragio de Santiago. La calle de Muralla se engalana de banderas cubanas y españolas, de floridos arcos de triunfo desde Riela a Puerta de Tierra. Asimismo, Galiano y San Rafael, Neptuno y Prado. Es una fiesta de banderas. Los Centros españoles también parecen navíos abanderados. Los inmigrantes que no llegamos a los veinte años, no comprendemos aquellos rugidos de los españoles viejos, que ven retomar la bandera rojo y gualda —la de Trafalgar y Los Castillejos, la del Callao y Santiago y Cavite— a las aguas de Cuba. Pudiera haber un interés patriótico. Pero en los cubanos, no. Y los cubanos, limpios de todo rencor, aún no bien cerradas las cicatrices de la guerra, competían con los españoles en el júbilo. La Nautilus era recibida con veintiún cañonazos desde La Fortaleza de la Cabaña y la calle de Obispo, en cuyo fondo estaba el Palacio Presidencial, era otro bosque de banderas y de arcos de triunfo. El aire estaba lleno de pañuelos y de palomas.

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Alfonso Camín

Alfonso Camín

Nació en La Peñuca, en Gijón, el 12 de agosto de 1890, y al cabo de una larga vida errante volvió a su tierra natal para fallecer el 12 de diciembre de 1982. Se le considera el Poeta Nacional de Asturias. Escritor, periodista y viajero de espíritu fundador. Tenía apenas 15 años cuando llegó a Cuba, donde se inició en el periodismo, fue redactor de los periódicos La Noche y Diario de la Marina, y dirigió la revista Apolo. Su vida en definitiva transcurrió entre España, Cuba y México (donde se exilió tras la guerra civil). Fundador de la revista Norte. Autor prolífico, marcó y quedó marcado por la cultura de América. Su experiencia en la emigración y su profunda admiración por la cultura cubana quedaron reflejadas en muchas de sus obras, en que exploró lo criollo, la identidad y los desafíos de los emigrantes.

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