Un niño con suerte
Ese fui yo, un niño con mucha, muchísima suerte. Además de un papá inventor, tuve una mamá medio doctora. Digo medio porque para serlo entera solo le faltaban los estudios y el título. En cambio, tenía el don de saberse de memoria los nombres de las medicinas y de las enfermedades que curaban. Al menos, las que más nos atacaban a mi hermano y a mí.
No porque lo leyera en la amplia biblioteca de mi padre. Allí nada más había libros de aventuras, mecánica, aviación, electrónica… y nada de medicina. Tampoco teníamos televisor ni radio, ni revistas o periódicos, descontada la Bohemia,* que a veces llegaba vieja y manoseada.
De manera que sus fuentes de conocimientos eran las visitas a los dos únicos médicos que conocía. Uno era el isleño Garganta, quien venía de vez en cuando a trabajar al pueblo, en un “despacho” en casa de Ricardo el ciego, que vivía del otro lado de nuestra calle con Ana María, su hija resabiosa y solterona.
El otro médico se llamaba Fernandito y consultaba en la sala de su propia casa, en la ciudad, a la que íbamos en la máquina de Vitico. Mi tocayo cobraba ¡diez pesos!, y mi mamá los pagaba con gusto. No solo por la calidad del servicio, sino también porque incluía el uso del fluoroscopio, un aparato con una pantalla en la que ella tenía la exclusiva oportunidad de mirarme por dentro.
Además, estaba Orlando Diente de Mula, que no era médico precisamente, sino farmacéutico. Era amigo de mi papá y le vendía un preparado a base de aceite de ricino para los frenos de su máquina.* Igualmente abastecía de alcohol a los borrachos del pueblo. Es verdad que no era un dechado de conocimientos, pero algo se le había pegado durante tantos años rodeado de medicinas.
Por otra parte, mi mamá tenía el mayor de sus tesoros: el botiquín. Por puro milagro mi papá no lo hizo de cabillas,* igual que todos los asientos de la casa, sino de madera. Era grande, con varias divisiones, y se mantenía repleto de remedios y medicinas. Entre ellos, el agua oxigenada, el yodo y el esparadrapo, para los pinchazos y las cortadas, sobre todo en mis pies que muy poco sabían de zapatos. Solo para ir a la escuela. La leche de magnesia para mis habituales indigestiones y… ¡el aceite de hígado de bacalao!
No sé a quién se le ocurrió recomendarlo para curar mi asma de nacimiento. Mi mamá me daba todos los días una cucharada en el desayuno, otra en el almuerzo y otra en la comida. Sabía a rayos. Había que taparme la nariz para tragarlo. Por eso siempre daba tremendas tánganas* y exigía que por lo menos le echaran azúcar. Pero no: el remedio era así, puro, para que surtiera efecto. Y tal vez lo hizo, porque un buen día el asma desapareció.
Pero el aceite de hígado de bacalao no era mi única pesadilla. También estaban las inyecciones. “Hay que evitar”, decía mi mamá, y por cualquier cosa me “recetaba” una pila* de pomos* de penicilina. Como ella no sabía inyectar, ese trabajo lo hacía Rogelio, un viejo blanco en canas, flaco y tembloroso. La tortura comenzaba desde que él exigía un jarrito de aluminio para hervir los instrumentos. Luego, pronunciaba su única palabra: “¡Arriba!”, y me clavaba en la nalga una inmensa agujota.
No era de extrañar que, con tantos cuidados, mi hermano y yo nos mantuviéramos saludables. De manera que a los médicos íbamos únicamente por causas mayores, especialmente roturas de huesos o grandes heridas que requerían más que agua oxigenada, yodo y esparadrapo.
Tampoco era de extrañar que mi mamá no dejara escapar la más mínima oportunidad para exhibirnos como trofeos, vestiditos a cuadros. Mi hermano, con una mota negra; yo, con unos tirabuzones dorados, de moda por esa época. “¿Están lindos mis niños, verdad?”, preguntaba ella, sin pudor. “Sí”, respondían las amigas hipócritas, “si parecen unos trinquetes”.* Y mi mamá arremetía con más medicinas y más comida.
Pero mi mamá, lamentablemente, no sabía nada de psicología. Tampoco Garganta y Fernandito. Por eso se sintió perdida ante mi inesperado brote de perretas.* Las daba en todo momento y por cualquier cosa. Lo más que hacía ella, en sus instantes de desesperación, era gritarme que yo era un malcriado. Y le respondía que sí, que era verdad, que ya la palabra lo decía, que me habían criado mal, y eso no era mi culpa. Así que la única solución fue echarle gasolina y luz brillante* al cacharro* de mi papá y salir conmigo a la caza de algún psicólogo por todo el país.
Esfuerzo inútil. Me ingresaban, me estudiaban, me hacían contestar largas listas de preguntas escritas, me hacían dibujar a un hombre y a una mujer y, al final, dictaminaban que yo estaba… totalmente sano.
Sin embargo, de vuelta a casa la situación continuaba. Mi mamá ya no podía más. Hasta el pelo se le había comenzado a caer. En cuanto a mi papá, lo que más hacía era desenfundar su método educativo más efectivo: el cinto. Pero el remedio era peor que la enfermedad. Mi mamá se metía temerosa y suplicante en el medio. “¡No, por favor, no!”, gritaba. “¿No ves que está enfermo?” Y yo aprovechaba y redoblaba mis chillidos, que retumbaban por toda la calle.
Para empeorar aún más la situación, un día me dio por amenazar con que si no me dejaban tranquilo me iba a tirar de cabeza desde el techo de la casa. Tragedia. Mis padres botaron las escaleras y todo lo que pudiera servirme para encaramarme, me empezaron a disolver pastillas en la leche y por las noches se turnaban para velarme.
Por supuesto que semejante situación no podía sostenerse por mucho tiempo. Una mañana, ojeroso, tras largas noches sin dormir, a mi papá se le subió lo de isleño a la cabeza. Desenfundó el cinto, y con la otra mano me arrastró fuera de la casa. Sin hacerle caso a los gritos de mi madre, me alzó en peso y me lanzó sobre el techo, como a una pelota.
—¡Si te vas a tirar —gritó—, hazlo de una vez, carajo!
El desenlace está claro, porque estoy aquí haciendo el cuento. En cuanto a las perretas, desaparecieron para siempre. Ahora soy una persona educada, pero con terror a las alturas.
Glosario de términos estrictamente cubanos
Bohemia: Revista cubana de política, cultura y sociedad, de gran circulación en el siglo XX.
Máquina: Automóvil, generalmente un carro viejo de uso popular.
Cabillas: Barras de acero para construcción.
Tánganas: Peleas o rabietas; en este contexto, berrinches infantiles.
Pila: Gran cantidad, montón.
Pomos: Frascos de vidrio o plástico.
Trinquetes: Persona de gran fortaleza física, robusta o saludable.
Perretas: Rabietas o berrinches.
Cacharro: En general, utensilio u objeto viejo y deteriorado. En Cuba, se usa también para designar un automóvil viejo y en mal estado (sentido que aparece en el cuento).
Luz brillante: Nombre popular en Cuba para el queroseno.
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