Ya estoy aburrido de hablar, inútilmente, de los carnavales avileños, con sus termeros que redondean los vueltos a su favor, los vendedores de cerveza dispensada que despachan en vasos chiquitos y los cobran como grandes, las raciones de comida que asustan por sus galácticos precios o el coctel de salsa, merengue, reguetón y otros ritmos que con sus decibeles, o “millonibeles”, lastiman hasta los tímpanos más duros y entrenados.
Por el contrario, me voy a referir a una cosa buena, que tuvo que ver, precisamente, con la estrella de los festejos; ocurrió cuando fui a comprar una botella de diez pesos en una cantina en las inmediaciones del estadio de pelota. La probé y no noté nada extraño, tal vez porque en esos momentos disfrutaba de unos deliciosos chicharrones de puerco.
Alguien cerca de mí sí lo hizo. “Puro —me dijo, y por primera vez no me molestó el apelativo—, esa cerveza esta mala”. Me acerqué y le di la botella a mi repentino Ángel de la Guarda. La miró, la sacudió y echó un chorrito en el suelo. “¿Viste? No hace espuma, porque es agua”.
Entonces se viró hacia el cantinero y le dijo: "Mira, ponle otra vez la chapita y déjala ahí para que te la incluyan en la merma; y dale una que esté buena”. “Eso no es tan así —medio que refunfuñó el aludido—. Tú verás que al final voy a tener que pagarla de mi bolsillo”. De todas formas, me repuso la cerveza. Le apliqué la prueba del chorrito e hizo espuma. Todo en orden.
Así que al cantinero y a mi defensor les di las gracias y me separé a disfrutar de mi “Palma” —me refiero a la cerveza— a la sombra de una agradable carpa cercana. Pero de pronto me asaltó una inquietud. Caramba, me dije, mi desconocido guardián merece más que un agradecimiento formal, por su vocación de justicia y la desinteresada manera de defenderla. Me gustaría conocerle y hasta invitarlo a una cerveza.
Volví, pues, al escenario del incidente y le pregunté al cantinero por mi protector. Me dijo que no lo conocía. Lo que sí recordaba es que vestía con ropa y gorro blancos. “Debe ser un cocinero de los kioscos de comida que hay por aquí”, concluyó. Y me di a la tarea de buscarlo, como a una aguja en un pajar.
No lo encontré, pero ya el “daño” estaba hecho. Desde entonces no bebo una cerveza sin aplicarle la técnica del chorrito, como un modo de burlar a los timadores y, sobre todo, como una especie de homenaje a mi inesperado y escurridizo Ángel de la Guarda. ¿Sería por eso que vestía de blanco?