Octavio Paz veía en el diálogo entre poesía y filosofía los vasos comunicantes que sostienen al poeta en su desequilibrado entorno. Si la primera es una erotización del lenguaje, la segunda lo es del pensamiento. El punto en el que ambas convergen, la muerte, es entonces el eros supremo que se derrama en el lago del ser, del que una poesía tal es afluente y abrevadero. El poema filosófico surge, pues, como una meditación en un mediodía agreste; todo quieto, inmóvil, casi muerto hasta el zumbido de la mosca, poema bastante para acordarnos de las criaturas sedientas y urgidas de silencio que en el fondo somos.
En El abrevadero de las moscas (Ediciones Homagno, Miami, 2022), Amilkar Feria Flores nos propone asomarnos a este misterio: el tiempo de la poesía es el de la resurrección, el estadio que trasciende la muerte corporal, la miseria de la vida cotidiana, la superchería, la nada. Las moscas-poemas son metáforas aladas, ángeles, satélites, mensajes. En uno de ellos se nos dice: “No te empeñes en restituir lo que ha cambiado / Acepta los añicos filosos del presente / Y fúndelos al rojo vivo del olvido / Sopla y aprende la concavidad del futuro”. Algo así como un atanor por donde hacer pasar el humo chamánico de la creación.
"...el aprendizaje de Amilkar (...) nos ha advertido antes que la poesía es un disparate que nos ordena (...), un juego que nos verifica y trasciende como humanos..."
Pero el aprendizaje de Amilkar —dibujante, cronista, humorista, creador incansable— nos ha advertido antes que la poesía es un disparate que nos ordena: Entropía (Ediciones Ánima, Buenos Aires, 2021), un juego que nos verifica y trasciende como humanos: Antropología recreativa (Ediciones Ánima, Buenos Aires, 2021). Aquello que realmente importa para el poeta es condenado al detritus por el resto de la sociedad, pero el poeta insiste en esas libaciones escatológicas que fluyen como en un libro de horas:
El cerebro es una tripa pensante. Piensa que está haciendo la digestión, cuando en realidad no ha comido nada. Pero si abro las compuertas de mi esfínter mental, un atoro de leños y castores corre río abajo.
Como en un anecdotario cínico:
El trance fue intempestivo. Tres ideas mal ancladas no soportaron la barrida del embate. El entramado de los temores cedió ante una desconocida certeza. Me miro los brazos, las manos. Me identifico trabajosamente frente al espejo, estirando mis párpados arriba y abajo, revisando mis encías con los novedosos dedos que ya no apuntan indiscretos. Anoche mudé mi vida. Anoche, aprovechando el insoportable tedio de un prolongado hábito, morí en un sueño cualquiera.
Como en una analecta:
Los cuerpos celestes giran sobre su eje como resultado de una dinámica astral. Rotar, además, resulta sumamente higiénico: nunca permiten que su lado oscuro se mantenga demasiado tiempo a la sombra.
Desde la maldita circunstancia de la mosca en el café de la cubierta, hasta la nave espacial detenida en la bombilla eléctrica a las tres de la mañana, Amilkar ensaya estos juegos como un mantra salvacional. No la sabiduría o el autoconocimiento, no la crítica de la razón pura ni la sinrazón dadaísta, sino la certidumbre del poeta esencial que, “seducido por la simplicidad, aspira a ser un átomo de hidrógeno”.