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Cine | Tatiniana

"La recia delicadeza tatiniana, su humor inteligente y exquisito pudieran ser una medicina o al menos un bálsamo para la grosería cubiche".

Hombre y pez
Fotograma de 'Mi tío'. | Dir. Jacques Tati

Jacques Tati sigue siendo un desconocido para los cubanos. No sé si nuestros divulgadores del cine lo consideran demasiado fino para el gusto nacional, o si lo que falla es el gusto de ellos. En el siglo XIX el cubano era muy francés, amigo de la finura y el esprit: Ignacio Agramonte incluía frases en esa lengua en su correspondencia amorosa; Martí tradujo a Víctor Hugo y escribió un poema directamente en francés. Es a partir de los años veinte del XX cuando triunfa la vulgaridad como sinónimo de nuestra idiosincrasia, que culminará en el lenguaje y los hábitos sociales violentos de los guerrilleros. Tati, francés paradigmático y universal, coincide con lo mejor del buen ánimo cubano en su gusto por la vida. En el peor de los casos, la recia delicadeza tatiniana, su humor inteligente y exquisito pudieran ser una medicina o al menos un bálsamo para la grosería cubiche.

Hulot versus Charlot

Había que tener mucha confianza en sí mismo para atreverse a crear un personaje como Hulot, después del Charlot de Chaplin. Otra vez un director que lo hace todo crea un personaje cómico que repite su figura y su sentido, cada vez en mayor profundidad, filme tras filme. Como Charlot, y como cualquier buen personaje cómico, Hulot está extraviado en la realidad, aunque firmísimo en la propia. Las razones de ese extravío son también las mismas: la diferencia entre el alma y el mundo. Pero ahí terminan esencialmente las coincidencias. Charlot es bajito; Hulot es muy alto; Charlot es un pobre de solemnidad y anda ripiado con una dignidad inmensa: Hulot usa unos pantalones no suficientemente largos, pero está vestido de clase media, y es su forma de caminar o moverse lo que le hace salir de esa medianidad para darle un aire de ligera extravagancia, que oculta una dignidad sabia y elevada. Charlot es físicamente muy activo, buena parte de su comicidad sale precisamente de su capacidad para moverse, incluso para danzar, y la dinámica de su rostro está a menudo llenando el plano; Hulot apenas hace otra cosa que caminar o sentarse en Playtime —Tati era un atleta, por cierto, y en su primer corto, La escuela de los carteros, se mueve con gran energía y propiedad, como también en su primer largometraje, Día de fiesta, y en el último, Parade—, su rostro elude el primer plano, incluso lo confundimos con otro personaje. Pero lo fundamental es que tanto la sentimentalidad como el carácter en el fondo trágico de Charlot están ausentes en Hulot: no se siente piedad por él, sino una mezcla de simpatía y res-peto: y es también un hombre muy positivo, que oculta una sensualidad poderosa y una conciencia de su importancia social. Charlot, que no cree mucho, está apuntando a Dios todo el tiempo: Hulot es la vida profana mejor.

La escuela de los carteros

Este corto de quince minutos es un ejemplo de cine perfecto. Nada falta ni sobra, las escenas se suceden con la organicidad de su sentido cómico, la necesidad de una velocidad extrema y una eficiencia absoluta en la entrega del mensaje. Ya está aquí pues, ironizada, la escuela del mundo moderno cuyo absurdo será el corcel de enfrentamiento de la obra tatiniana; también, el vigor de una fotografía cuya belleza jamás resulta esteticista, sino que cada detalle ha sido electo para el pensamiento de la burla. El corto mismo es rápido y bastante, el propio director es un cartero contemporáneo. Da gusto verlo, además, en plena eficacia física. Listo para traernos los mensajes más sorprendentes, hilarantes, espirituales. Sabia obertura para una ópera plena.  

Día de fiesta

El hecho de que Tati insistiera en filmar su primer largometraje en colores, nos dice mucho de su sentido de la realidad y del espíritu. Ahora tenemos una reconstrucción que nos permite apreciar sus intenciones, pues la técnica con que contaba el autor era entonces tan precaria que filmó al mismo tiempo en blanco y negro, y fue en esta variante como se estrenó, habiendo fallado la copia en color. El color era importante para dar esa sensación de elogio de la realidad y de la vida, y especialmente de la civilización francesa, que caracteriza al cineasta, y que era propio de sus mejores conciudadanos entonces, incluyen-do al poeta universal Saint-John Perse.

hombre caminando
Fotograma de 'Las vacaciones del señor Hulot'. | Dir. Jacques Tati

Un día de fiesta en un pueblo cualquiera del campo, con gente corriente y no muy santa, amiga de las bromas pesadas, medio incapaces para cualquier cosa excepto para saber pasarlo bien, sin pretensiones. Regresa el cartero del primer cortometraje, un atolondrado que falla en casi todo excepto en erigir el mástil en el que ondeará, durante la fiesta, el tricolor francés. Intenta repartir cartas a la americana, es decir, con velocidad extrema y pragmatismo, pero desde luego no le sale nunca. Es francés. Conoce el valor de la vida, aun desconociéndolo.  Lleva inculturada la gracia de existir.

Conozco pocos filmes tan patrióticos como este, realizado al final de la Segunda Guerra Mundial: pero no  es una circunstancia política la que lo motiva. Durante toda su obra Tati será el más francés de los cineastas y realizará una crítica demoledora del americanismo, entendido como renuncia a los valores franceses, europeos y espirituales. Tati es un conservador de raza, en el sentido de oponerse a la destrucción de los valores tradicionales de su pueblo y de la civilización occidental. Al mismo tiempo, ama al pueblo, a su pueblo, y este es el filme en que quizás ese amor se expresa con más confianza y desenfado, con mayor realismo y bondad.

Durante toda su obra Tati será el más francés de los cineastas.

No idealiza a su pueblo, no necesita idealizarlo para amarlo. Es que él es uno de ellos. Y aunque hoy algunos de sus chistes se resienten de ser tal vez muy franceses, o verdaderamente demodés, hay secuencias admirables en este filme por su plasticidad y su refinadísimo sentido cómico, como la del cartero borracho al anochecer enredado con una cerca a la que confunde con su bicicleta. Visto además desde la óptica del personaje Hulot, que aún no se presenta, lo vemos entonces como en su versión popular, no de clase media, lleno de juventud, de energía y de genio oculto. Hulot será un cartero más fino, que reparte a su pueblo mensajes muy esperados de gracia superior.

Las vacaciones del señor Hulot

Tati estrena su personaje emblemático. Ya tiene nombre, que es casi lo único que dice en el filme, al principio en forma ininteligible porque tiene una pipa en la boca y ni se le ocurre que no le van a entender: su ensimismamiento asombrosamente abierto al mundo, y absolutamente independiente de él, y además despojado de soberbia, comienza a manifestar, en su natural forma lúdica, su tremendo misterio. Hulot llega a vacacionar a una playa del Atlántico francés, como parte de una multitud de compatriotas de clase media, para los que las vacaciones son un ritual compartido. Tati ironiza esos ritos con una enorme cantidad de chistes. La película fue un éxito en su época, en la que esos chistes, por la alusión a la realidad de todos y por la disposición al humor propia de entonces, funcionaban hasta la hilaridad.

Ahora vivimos la era fúnebre del individualismo sin individualidad, en el que el gusto y hasta la realidad del humor han desaparecido: pero estos chistes siguen provocando en la persona sana una sonrisa exquisita. Los turistas del Hotel de la Playa se sienten bien con sus entretenimientos, son felices dentro de su mediocridad; solo los empleados del hotel exhiben un cansancio, una melancolía: ellos trabajan, no se divierten; nadie les presta atención ni en sus delicadezas. Cada personaje aparece caracterizado visualmente con una eficacia proustiana, desde los deliciosos niños y adolescentes hasta la vieja de habla inglesa.

Lo que dicen no importa: ya está aquí la espléndida banda sonora tatiniana, donde las voces humanas son el sonido predominante y distintivo, pero no conforman diálogos, puesto que el texto es obvio o trivial y el parloteo humano es tan aburrido como el rui-do de la lluvia. Es lo que oye el silencioso Hulot, desde la distancia de su poderoso, salutífero ensimismamiento: la tontería de la no comunicación humana. Él, distinto y aparte, sí que está comunicado siempre: consigo mismo y con los demás. Quiere ayudar, ayuda, saluda ceremoniosamente a todos, está como subordinado totalmente a aquellas personas con las que aparentemente no tiene nada que ver.

Es una sociedad de orden pero que valora también la interrupción del orden.

Pero cuidado: las extravagancias de Hulot, que a veces molestan como cuando pone un disco de jazz a todo volumen, no indignan a nadie, ni siquiera cuando despierta a todo el hotel con un peligro de incendio: las escenas de los fuegos artificiales, entre las más bellas de la historia del cine. Hay una comunicación mágica entre la completa libertad interior de Hulot y el respeto a la libertad personal de sus conciudadanos. Es el hombre libre francés, del que Hulot es su manifestación máxima. Y es también el resultado de un tipo de sociedad democrática en el que lo individual y lo colectivo no solo no están en conflicto, sino que se apoyan sin dificultad: Hulot mueve con descaro la silla de un personaje para buscar algo en el piso, pero el desplazamiento le conviene al sentado, que está ensimismado también en su juego y ni protesta ni se entera. Es una sociedad de orden pero que valora también la interrupción del orden. Hulot es francés. Su individualidad poderosa le condena a la soledad, pero no deja de respetar y estimar un solo instante; y a fuerza de vivir a plenitud su mundo interior ni siquiera parece darse cuenta de lo solo que está.

¿Está realmente solo? Está en su patria, está en el mundo dotado de una individualidad que carece de mal, para la cual el mal es una grosería incomprensible. El centro de la personalidad de Hulot, que habrá de aclararse en filmes sucesivos, es su naturaleza de niño grande, empeñado en la dicha del juego: hay un niño en el hotel que también es sorprendido poniendo jazz a un volumen inadmisible para los otros. Haber logrado esta intensidad de personaje de un solo golpe y con una paradigmática economía de medios actorales, es una hazaña artística. La originalidad de un filme en que no pasa nada y del que se sale con una irresistible sensación de felicidad, como si de veras hubiéramos vacacionado de la locura del mundo, es una dimensión espiritual por encima del arte. ¿O es que hemos perdido la sustancia y la función del arte? Yo no sé si todavía existe esa Francia dorada de los cincuenta que alentó el genio de Jacques Tati: pero termino de ver el filme y miro el cielo despejado de la noche cubana: así somos de ridículos, pero la felicidad existe porque la vida es perfecta.

Mi tío

En este filme Hulot desciende de clase social. Si en Las vacaciones… le encontramos como un típico representante de la clase media, aquí se trata de un desempleado crónico, con un contacto orgánico con el mundo popular. No que proceda del pueblo, sino que se comunica muy bien con él. En realidad, el título apunta a una profundización en la naturaleza del personaje: es el niño Gerard, de la clase alta industrial, el que tiene un tío peculiarísimo, que vive al margen del mundo del trabajo y la riqueza porque el suyo es el del juego y la felicidad: no es el pueblo, sino la inocencia del pueblo lo que le interesa, como la de los omnipresentes canes callejeros, los niños, los ancianos, los adolescentes. Pues solo desde la inocencia puede tener valor el juego que nos da la felicidad. Esta anagnórisis del personaje quedará más clara, desde luego, en Playtime, pero en este filme se declara con mucha precisión, entre otras razones porque esta vez hay diálogos significativos: el cuñado burgués dice que Hulot necesita un objetivo, él quiere decir un trabajo; Hulot se presenta en una fábrica, pero se ofrece como acróbata.

cartel
Cartel de 'Mi tío'. | Dir. Jacques Tati

Cuando al fin lo obligan a trabajar en la fábrica de plásticos, el resultado es catastrófico para la empresa, pero no para los obreros que se desternillan de la risa. Dicho de otra manera: Hulot está perfectamente centrado en su objetivo, que es la felicidad. Y produce felicidad a su alrededor, al hacer trizas, con su torpeza o con su inteligencia, el mal orden social vigente. Finalmente el cuñado burgués se liberará de sus propias tonterías cuando Hulot parte: se permite ese minuto de autenticidad, en el que recupera a su hijo. Porque si bien la crítica de Tati a la modernización burguesa es feroz, no apunta a una ideología de cambio social: Tati quiere que nos demos cuenta de que somos inocentes todos y que podemos ser felices si nos atenemos a ese dato comprobable y normal. Para eso hace su cine. Una cura de humor, que en este filme tiene las dos vertientes de la sonrisa y de la carcajada, mediante un conjunto de chistes de una ingeniosidad y un refinamiento solo equiparables a un Chaplin o un Keaton.

Una cura de humor, que en este filme tiene las dos vertientes de la sonrisa y de la carcajada.

Si un francés, Le Corbusier, fue el profeta de la arquitectura moderna, el francés Tati la somete a una crítica que quisiera ser físicamente demoledora, con esa casa burguesa que evoca a la ville Saboye y que parodia la idea del promenade arquitecturale en una forma casi cruel de lo divertida que es: enorme triunfo de una escenografía concebida como una exquisita y sorprendente máquina cómica. Las torpezas de Hulot en la cocina industrial y la catástrofe del jardín picúo —que ha sido reproducido en un museo como una pieza de valor plástico—, denuncian el sinsentido de la racionalidad burguesa, la locura de abandonar un mundo pobre, pero humano, por una enajenación física de la que no parece que pueda salvarse nada.

Al principio y al final del filme vemos cómo se destruye el patrimonio construido tradicional para dar paso a los espantos de los edificios cúbicos y las carreteras interminables. Es un tema que ampliará en los dos filmes siguientes. Pero lo mejor, insisto, es esa sabiduría tatiniana que va a las raíces del asunto, desentendiéndose de proyectos sociales y de propuestas imposibles: los burgueses que vemos no son enemigos, son también personas, también sujetos del juego y de la felicidad, aunque estén equivocados o incluidos a la fuerza en un modo de vida que no han reflexionado.

La arquitectura más reciente se ha distanciado del movimiento moderno y su racionalidad enajenadora, y ha valorado el rescate del patrimonio construido, dándole pues la razón a Tati y frenando la destrucción del patrimonio edilicio. Pero el espíritu de la enajenación contemporánea sigue manifestándose en otras muchas formas. Tati, recio humanista, confía, como en el último plano del filme, en esa brisa que mueve un tul en una casa cualquiera: el soplo liberador de la Gracia, la gracia de la realidad interior actuando.

Playtime

Hulot llega a París a hacer un trámite. Es el París de la segunda mitad de los sesenta, en el que ha triunfado la modernización detestada por Tati, que mandó a construir todo un barrio de edificios altos para filmar su obra. Como en Las vacaciones…, Tati enfrenta la evidencia de una sociedad ritual, mecánica, en donde todo ha sido previsto para una funcionalidad o una racionalidad que no se discute, aunque sus méritos no se vean. Sí, se ve muchísimo a través de las omnipresentes puertas y paredes de invisible cristal: se ve más de la cuenta para que nadie pueda percibir su propia individualidad secuestrada. Hulot es esa individualidad invencible. Interrumpe la solemnidad militar del aeropuerto dejando caer su sombrilla, luego llega al edificio de oficinas donde lo tratan burocráticamente hasta el punto de perderse, va a parar a una exposición de ridículos inventos domésticos, es capturado por un ex compañero del ejército para que visite su casa vitrina, en serie, cuya sala de estar se ve desde la calle; y finalmente cae en la noche en un restorán que está siendo inaugurado con prisa capitalista, sin estar del todo acabado. Y este es el momento decisivo.

Parece que se trata de una burla de los famosos restaurantes parisinos, especialmente del kitsch arquitectónico y decorativo de la época, que yo recuerdo de La Habana de esos años: marquesinas ampulosas, neones inútiles, vulgares sillas metálicas, diferencias de nivel del piso para tropezar, avioncitos de adorno, y las coronitas que quieren hacerle creer al hombre democrático que es un rey, que todos somos reyes —aunque debiéramos...— en semejante democracia. Tati organiza esas y otras mediocridades como una de sus refinadas maquinarias de humor.

Es Francia y los funcionarios del restorán no se niegan a estas libertades.

Pero en medio de la comicidad de esta secuencia del restorán, casi seguramente la más extensa situación humorística en la historia del cine, Hulot rompe una decoración ridícula tratando de hacerle un favor al yanqui que intenta sobresalir y controlar. La decoración se desarma y… queda mucho mejor. Ahora es una especie de adorno abstracto, muy de esa época. Y los mejores comensales han perdido de repente, con este momento de vértigo de destrucción, que es una de las variantes del fenómeno lúdico, la programación enajenante. Todos comienzan a divertirse de verdad, libremente: es el playtime, el tiempo de juego. Es Francia y los funcionarios del restorán no se niegan a estas libertades. Amanece y salen a una cafetería, a unas tiendas. Hulot compra un regalo para Bárbara, la muchacha norteamericana, pero la robotización del tendero le impide entregárselo. Un muchacho se lo da, Bárbara parte en su ómnibus con sus compatriotas. Y entonces el París del amanecer empieza a girar como un carrusel. Los odiosos cristales se vuelven reflectantes, transfiguradores, lúdicos. Los obreros trabajan como si jugaran. Los automotores giran en círculo sin finalidad. Es el estallido del juego liberando la vida social, de la mañana a la noche. París es de veras entonces, gracias a Tati, una fiesta.

Me siento avergonzado de despachar con una reseña un filme que, aunque ha sido reconocido desde el primer momento como una obra maestra, a mi juicio sigue careciendo de una exégesis a su altura y de un aprecio suficiente. Solamente su artisticidad es pasmosa. La fotografía gris metálico, que en realidad es una variante tonal del plano de cielo nublado con que comienza el filme, organiza sobre el color un mensaje fundamental: el cielo debiera estar aquí, y está aquí con el juego: no este gris industrial, sino un azul gris del cielo parisino, no un azul de color sino de sentido, pues el filme termina con el cielo nocturno e iluminado de la ciudad. Y para eso ha sido necesario fabricar en gris una villa. Cielo, realización, libertad total.

Hombre frente a cubículos
Fotograma de 'Playtime'. | Dir. Jacques Tati

Eso es lo que practica Hulot, tan extraviado como firme en su individualidad (hay más de un personaje con gabán y pipa, como para que nos demos cuenta que la diferencia es el cielo por dentro); tan extrañado del extravío colectivo como empeñado en ser feliz con una asombrosa y radical timidez, con un despego que oculta una humildad natural. Charlot no es humilde casi nunca. Hay en él siempre una tremenda conciencia de su dignidad que lo hace de alguna manera soberbio. Pero Hulot no está avergonzado de su pobreza ni de su normalidad aparente, que disimula una aristocracia: no se rebela ni propone nada: se limita a ser, invicto. Nadie puede engañarlo, nadie puede perturbarlo, nadie puede desviarlo. Es. No necesita ni siquiera conquistar a la muchacha. Le hace un homenaje y todo París gira en un vértigo amoroso suficiente. Lograr estas realidades con una actuación mínima, sin apenas hablar, gesticulando como cualquier francés, sin primeros planos, antes bien por lo general casi invisible en los planos generales, es una hazaña artística sin igual en el arte del guion y de la actuación cinematográfica.

Tati se dirigía a sí mismo magistralmente; pero consideremos cómo maneja a decenas y decenas de extras, incluso a las turistas norteamericanas reales, cada cual con una caracterización proustiana, como ya había logrado en Las vacaciones…, pero ahora en forma tumultuosa, con una calidad coreográfica de entrecruzadas acciones simultáneas, cuya riqueza de sentido y cuya comicidad no se apartan un solo instante del más intenso realismo francés. Uno de los mayores méritos del filme es pues su visualidad absoluta.

Los poderosísimos mensajes se dan mayormente a través de la imagen, que por otro lado elude cualquier alarde de montaje o de cámara: la fotografía está para documentar con clásica sencillez la escena concebida por el director, para hacernos olvidar el encuadre y sentirnos dentro o frente a la realidad (el filme había sido rodado en 70 mm y con sonido estéreo, recursos extremos por entonces).

Hay que ver muchas veces el filme para descifrar y disfrutar la profusión de detalles.

Las palabras son por lo general el parloteo que ya le conocemos, aquí con un chiste inagotable, la puerta para garantizar silencio vendida por un sujeto que no para de atormentar con insensateces en una mezcla bruta de alemán e inglés, mientras se dirige a un francés. Pero muchos de los sonidos puramente realistas son tan metafísicos como hilarantes. La banda sonora, pues, aunque está subsumida en la visualidad, compite en originalidad, realismo y eficacia con la imagen. Hay que ver muchas veces el filme para descifrar y disfrutar la profusión de detalles cargados de humor y de sentido que se disparan continuamente en esta película de más de dos horas, y que según tengo entendido era todavía más extensa en la versión del estreno. El rango épico ha exigido siempre un tamaño, y este filme es la epopeya de la vida lúdica.

Pues tantas gracias artísticas están sostenidas por el Corazón del Juego. En mayo de 1968, unos meses después del estreno de Playtime, los estudiantes franceses levantaban barricadas en París para acabar violentamente con la sociedad criticada por Tati y pasar de inmediato a la vida social de la libertad en el juego. Este intento fue menos que un juego, un juego equivocado, nada más. No el juego de Tati, que excluye la violencia, incluso las decisiones colectivas. Pero el suceso histórico prueba el realismo político y trascendental de Tati, que semeja una fi-gura aislada, un extravagante, un profeta civil sin destino. Hay una foto de Joseph Beuys y Jean Tinguely, ambos ya mayores, Tinguely disfrazado de indio, en la que el rostro de Tati completaría una Trilogía del Juego. El filósofo Huizinga había escrito su especioso Homo ludens.

Tati se arruinó a sí mismo y a su familia para filmar Playtime.

El monje Thomas Merton, desde la abadía de Gethsemaní, Kentucky, le recomendaba al teólogo Maritain que trabajara como si fuera un juego, ya que lo propio del cristiano es jugar. Nuestro Eliseo Diego escribía como un juego y a los sesenta años dibujaba los mapas con los que jugaba a los soldaditos.

Ellos vieron sus vidas y sus obras como juego, y se lo jugaron todo: Tati se arruinó a sí mismo y a su familia para filmar Playtime. El pensamiento, el arte, la literatura del siglo XX se han rebelado, como el Charlot de Tiempos Modernos, contra los ídolos del trabajo, el consumo, la programación de la vida social, las variantes contemporáneas de la permanente esclavitud humana. Pero Tati nos presenta a mi juicio la visión más completa: la realidad apartada del juego, en su elaborada decrepitud, y la realidad del juego en esa misma realidad. Y la realidad del juego en él tuvo una delicadeza, una dignidad, una calidad propia de un visionario. Si la humanidad tiene una oportunidad sobre la tierra, está en el playtime.

Traffic

Se abre el paraguas. Durante ya cuatro filmes veíamos al personaje cargando su paraguas cerrado, pero solo ahora, y por esta única vez, se abre. Hulot ha encontrado una muchacha. ¿La ha buscado? No lo sabemos. Ha viajado con ella de Francia a Holanda, pero sin el entusiasmo del viaje, solo porque debía hacerlo. Ahora el viaje ha terminado: camina con la muchacha entre los vehículos, otras personas hacen también uso de sus piernas y sus sombrillas mientras tantos permanecen envasados en sus autos. Es la apoteosis de la felicidad humana frente al extravío contemporáneo, el hallazgo dichoso frente a la búsqueda infructuosa, el disfrute del centro del alma contra la extenuante bobería de transitar por el universo.

Hay otra escena clave en el filme, cuando el mecánico yanqui y el europeo miman los movimientos de los astronautas del Apolo 11. El tráfico de vehículos ha llegado a la luna, pero lo que parece interesar a este par de personajes populares es el juego de la ingravidez. El juego, no el tránsito, el tráfico, el trabajo, la búsqueda. La inutilidad de transitar afuera; la dicha de encontrar dentro. Tati profundiza su crítica de la modernidad mediante la hipérbole de sus supuestos: a la glorificación del vehículo opone su propia creación de un carro-picnic, una máquina de eficiencia absoluta para el disfrute, lo opuesto, y lo mismo, de la tayloriana máquina de comer de Charlot en Tiempos Modernos. Pero la mordacidad de Chaplin está ausente aquí. Tati quiere vencer al mal con el bien, con el bien otro de la gracia. La firma de los carros se llama Altra, otra, pero en realidad es más de lo mismo. Lo que sí es otro es la gracia contra el mal, el sentido humano de la existencia contra la cosificación contemporánea, el espíritu de la verdad sobrevolando la mentira y el absurdo, sin cólera, sin protesta, incluso sin ruido.

Apenas se oye o se ve a Hulot, siempre servicial, siempre oportuno, delicado a toda hora como para quedarse colgando de cabeza por no interrumpir a una pareja, tan centrado en su humanidad como para atravesar la incivilización sin contaminarse, y ayudando sin pretensiones de salvar, iluminando con el propio ser. ¿Nadie lo nota? ¿Nadie lo oye? ¿Siguen todos en sus chácharas multilingües, sin encontrar al otro y sin encontrarse? A Hulot no le interesa, precisamente, el éxito. Hace lo que tiene que hacer. Es la fortaleza de la esperanza por los fundamentos de la esperanza. Al final ha logrado ligar a la americana, resumen de la barbarie que él detesta.

Parade

El último filme de Tati corona su obra con una ejemplar coherencia y una dignidad artística incomparable. Si en el final de Playtime el autor sueña con una vida social salvada por los valores del juego, y en Traffic se burlaba de las tonterías con las que la enajenación intenta suplantar la necesidad lúdica del individuo, solo quedaba ampliar su protesta y su propuesta dentro de los límites de la realidad: el arte es la posibilidad que, aquí mismo, nos permite jugar a ser felices todo el tiempo. O por lo menos durante el tiempo de su ejercicio. Desgraciadamente hay solo un playtime, un tiempito para jugar, mínimo, frente al desgraciado tiempo del trabajo y el mal vivir. Parade es el término francés —obsérvese que los dos filmes anteriores estaban titulados en inglés, burla de la civilización anglosajona que detestaba—, que coincide con nuestra acepción de desfile, pero también con el ensemble de scènes burlesques que les bateleurs donnent au peuple à la porte de leur théâtre pour engager à y entrer., y la primera imagen del filme nos muestra la entrada de un Circo, como si el espectáculo burlesco que en el interior se desarrollará nos invitara a entrar en la dimensión de la gracia vital, de la alegría perpetua. A veces se titula al filme en español como Zafarrancho en el circo, pero no hay zafarrancho ninguno en él, y lo del circo es más el lugar que el sentido del espectáculo, que contiene elementos circenses, a veces cómicamente ironizados como en el caso de los magos, pero también otros más cercanos a los espectáculos de variedades. Es una parada, un desfile de escenas burlescas para motivarnos a entrar a la vida como a una celebración jubilosa.

hombre en un circo
Fotograma de 'Parade'. | Dir. Jacques Tati

Hay que tener un coraje tatiniano para crear un filme sin aparente estructura dramática, como si solo aspirara a entretener. Y vaya si lo logra. La sucesión de acróbatas, malabares, excéntricos musicales, manejadores de animales, típicos del circo, está punteada además por las escenas de pantomima del propio Tati: este actor de más de sesenta años se decide a regresar a sus orígenes en el teatro de variedades y, desdeñando el anterior decoro de Hulot, siempre vigoroso pero comedido de movimientos, ahora se lanza al mimo y al baile como si fuera un muchacho.

Lo del mimo no es cualquier atrevimiento en Francia, un país desbordado de grandes artistas del género, y aquí lo vemos como portero de fútbol goleado, boxeador de un solo round, pescador aficionado dominado por su pez, jugador de tenis en versión contemporánea o antigua, jinete incómodo, policía de tránsito inglés, francés y mexicano, y cantante y bailador sin edad para el ritmo. Admirables escenas, por encima de cualquier otro de los brillantes artistas que participan en el filme. A este esplendor se añade el refinamiento visual: la película es una delicia de colores pastel; y el ambiente sonoro: la banda típica de Tati, con sus voces entremezcladas, que se unen a la música y los ruidos circenses en una especie de continuum festivo. Estas cualidades bastarían para señalar al filme como una obra de arte, pero desde luego hay más.

Tati nos avisa desde el comienzo que el espectáculo incluye al público.

Tati nos avisa desde el comienzo que el espectáculo incluye al público, y en efecto veremos cómo algunas personas que están sentadas en las gradas participan en él: extras bien dirigidos. Pero también están filmados, a lo largo del filme, a los decoradores en su trabajo y sus resultados. Más que el espectáculo en sí, Tati nos propone la creación del espectáculo como un fenómeno que no se atiene a él, una superestrella en cualquier ámbito, sino que, como en Playtime, quiere abarcar la vida de todos.

El juego, la felicidad, está más allá del arte, del espectáculo, debiera ser la vida misma. Por eso el show termina alegremente pero sin escándalo, y suceden unas escenas aparentemente anticlimáticas: el público se va, y dos nenes, una niña de unos tres años, y un niño de unos cuatro, ingresan al escenario a seguir jugando. Ellos han aprendido y quieren seguir aprendiendo a jugar, sin fin. El niño ha participado en una escena arriesgada y obtenido la inmediata admiración de la niña. Tati aparece coqueteando con una señora. Al final vemos a los dos niños juntos, y a la madre de la niña y al padre del niño, sentados todavía en las gradas, esperando por ellos. Una intimidad silenciosa los une. Tres parejas insinuadas: la de Tati, la de los niños y la de sus padres, nueve personas de tres edades distintas, número de colectividad salvada por el amor de la Parada, que debiera extenderse por el mundo. Este filme es una obra exquisita, bendita, irrenunciable.

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Rafael Almanza

Rafael Almanza

(Camagüey, Cuba, 1957). Poeta, narrador, ensayista y crítico de arte y literatura. Licenciado en Economía por la Universidad de Camagüey. Gran Premio de ensayo “Vitral 2004” con su libro Los hechos del Apóstol (Ed. Vitral, Pinar del Río, 2005). Autor, entre otros títulos, de En torno al pensamiento económico de José Martí (Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1990), El octavo día (Cuentos. Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 1998), Hombre y tecnología en José Martí (Ed.  Oriente, Santiago de Cuba, 2001), Vida del padre Olallo (Barcelona, 2005), y los poemarios Libro de Jóveno (Ed. Homagno, Miami, 2003) y El gran camino de la vida (Ed. Homagno,Miami, 2005), además del monumental ensayo Eliseo DiEgo: el juEgo de diEs? (Ed. Letras Cubanas, 2008). Colaborador permanente de la revista digital La Hora de Cuba, además de otras publicaciones cubanas y extranjeras. Decidió no publicar más por editoriales y medios estatales y vive retirado en su casa, ajeno a instituciones del gobierno, aunque admirado y querido por quienes lo aprecian como uno de los intelectuales cubanos más auténticos.

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