Rompe la noticia en la prensa mundial, ha fallecido Paul Auster (3 de febrero de 1947-30 de abril de 2024), y se me nublan un poco los espejuelos de cerca, los de leer y soñar (entiéndase, quedarme dormido). Tengo ahora que creer que detrás de esas novelas increíbles había la historia secreta de un tipo de carne y hueso, vulnerable a un cáncer.
El éxtasis de entrar en un laberinto de espejos, y el ejercicio de poder maravilloso que significa que un narrador te sepa conducir a esa perdición sin trampas, diciéndote desde un principio adónde vas, a ninguna parte esencialmente, si lo que te preocupaba era encontrar una dirección prestablecida en el mundo superfluo de la sociología y las noticias, eso que se llama el "pacto de realidad" con un escritor, eso con Paul Auster alcanzaba nivel Dios.
Cierto sentido verdadero (un sentido) del escritor, del arte, para mí está en la maraña de sus historias siempre "necesarias" dentro de otras digresiones imaginarias. Más que una técnica de matrioskas, creo que asistía al encuentro con la necesidad máxima, que no es algo que tenga mucho que ver con la verdad, como sí con la plenitud. Ficciones fundadas en la inevitable derivación de un relato a otro, me han dejado paradójicamente con un dolor y una nostalgia por la vida íntima, con una sensación de haber estado más cerca de conocer la vida real (mi versión de esa cosa), con el sentido (un sentido) de vivir para la Nada, cuando todo adquiere más un peso y un sabor específico.
Es cuando las pequeñas pérdidas humanas, nuestras diminutas tragedias en medio del universo, se pueden equiparar a la letra pequeña y a los trágicos mitos sobre el origen y el fin de la Humanidad. Cuando el juego de la imaginación, el gusto de jugar por jugar, resulta la mejor condensación posible de todo lo que hayamos vivido o imaginado vivir.
Hay en todo esto algo tal vez más jodidamente personal. Por ejemplo, la esperanza de poder reencontrarme algún día con mi padre, que fue "el padre" del cine (dueño de la casa de madera de los estrenos domingueros) en el pequeño pueblo de Ceballos donde nací y lo enterramos, quizás con esa misma esperanza disfruté lleno de humedad el viaje a descubrir que la estrella del cine mudo, Hector Mann, estaba vivo de verdad, oculto en un rancho de Nuevo México, y quería conocerme, por ser uno de los pocos o el único que en el mundo aún se acordaba de sus películas, para dejarme llevar por el cine dentro del cine sin salir de esa escritura que es la vida misma.
Recomiendo, hay que requeteleerse El palacio de la luna y El libro de las ilusiones. Hay que jubilarse muy joven entre las matas y los bichos del Central Park de Nueva York.
Gracias, Paul.
Gracias a ti, la cierva blanca de la Libertad, esa apariencia detrás de la que sigo perdiéndome, otra vez la he visto pasar.