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Idiota (la novela de Dostoievski ante la realidad moderna)

Portada de El "Idiota", de Dostoyevski
Portada de "El Idiota", de F. Dostoyevski

Está claro que Dostoievski quiere contrastar la sabiduría de Michkin, alma naturaliter cristiana, con la idiotez de la sociedad que le rodea. Ahora parece más evidente que nunca, cuando los conceptos morales han cambiado hasta hacer increíble los conflictos de honor y las ambiciones que generan la tragedia. ¿Qué mujer puede hoy sentirse deshonrada y humillada hasta la neurosis, por haber tenido un amante, y para colmo uno solo? Lo asombroso es que seguimos sufriendo con los personajes, tanto por la habilidad y el arrasador realismo con que el narrador nos presenta sus pasiones, como por el hecho de que seguimos colectivamente tan idiotas como aquellos, y seguramente más extraviados. Tal vez hoy muy pocos se inclinarían ante un Michkin, mientras que todos aquellos rusos del diecinueve, educados en el cristianismo, reconocen en él una autoridad, un ejemplo, incluso un amparo. En la frase del doctor suizo que atiende a Michkin: idiota!, con que cierra el penúltimo capítulo, encontramos ya ese positivismo soberbio que va a caracterizar nuestra época, tan orgullosa de la inteligencia de sus pervertidos individuos. Pero lo grandioso de la visión del autor es que casi ninguno, ni siquiera los que aman al príncipe, la vieja-niña Lizaveta Prokofievna, la jovencísima Aglaia, la neurótica Nastasia, logran hacer nada por él y por el contrario lo arrastran, aun involuntariamente, al desastre. Solo Kolia y Vera, adolescentes limpios, lo apoyan realmente. Cualquier teólogo cristiano estaría de plácemes con esta representación del pecado original. El propio príncipe peca, aunque desde luego de otra manera. Lo que importa es que la estructura social excluye no ya el amor real por las personas, sino simplemente el respeto por la naturaleza humana. De esta idiotez brota la infelicidad colectiva, y el crimen.

¿Cuál es, pues, la diferencia esencial entre Michkin y los que debieran ser los suyos? El desapego. Por su propia enfermedad Michkin ve la vida con una distancia que los sanos y prepotentes no pueden comprender. Consideraba la felicidad de su vida como una cosa de la que no tuviese tiempo en ocuparse. Justamente la felicidad es lo que buscan apasionadamente, con perfecta idiotez, los otros, sin encontrarla nunca. Este desapego radical del mundo no significa sin embargo un desapego de todo, sino por el contrario una fidelidad estricta al valor de la conciencia iluminada por la fe. El genio de Dostoievski está en haber creado un personaje perfectamente creíble que es al mismo tiempo un símbolo absoluto del signo de contradicción cristiano. Michkin es insoportable porque contradice, con todo su ser y cada uno de sus inocentes actos, el ordenamiento social real (no el proclamado por la sociedad, según su farsa) y los consecuentes propósitos individuales enfilados a la conquista de la felicidad sobre la tierra.

El problema de Michkin no radica en su enfermedad mental —voy a aceptar llamarla así, aunque el término me disgusta—, y que sería más o menos aceptada si se limitara a ser eso, ni tampoco en la nula esperanza que tiene para sobrevivir entre la gente y su rechazo de que la aventura terrenal sea lo único valioso. No, es que esa fe es fe de amor, que él intenta practicar, fijémonos bien, mínimamente, pues en ningún momento se propone hazañas de salvación, ni mucho menos cambios violentos de régimen y más bien cree que el ordenamiento social real pudiera no ser injusto. Michkin ama sin alardes, pero realmente, a sus prójimos, y con calor a las dos mujeres que le gustan como hombre. Nada más. Dostoievski nos impone con delicadeza la verdad de que el amor es de tal manera subversivo, extraño, inaguantable, que esta pequeña dosis de normalidad amorosa —insisto en que los anormales, por escasos de amor, son los otros—, basta para conducirlo a la tragedia. Michkin no solo no hace nada anormal —los que están todo el tiempo haciendo cosas incluso fuera de la ley y de los mandamientos son los otros—, sino que va a parar a la desgracia por actuar normalmente. Se enamora normalmente, como cualquier joven de su edad, de dos mujeres, de una con amor de piedad, de la otra con amor pasión —y nótese que aquí lo amoroso ha sido reducido aún más, a la expectativa de la pareja—, pero no hace sino respetarlas, quererlas, pedirlas en matrimonio con completa formalidad. Y por estos increíbles delitos va a parar a una tragedia.

En efecto, esta novela es una tragedia. Fue característica del romanticismo la novela trágica, pero esta no es una novela romántica, sino realista, del realismo radical que vamos describiendo, mucho más abajo y más adentro que un Balzac y un Tolstoi, que ya es mucho afirmar. Idiota es una tragedia no por el final mortuorio, sino por su estructura misma, cuya intensidad y compacidad resultan un equivalente de la tragedia helénica. Morosa como toda buena novela, en la que todos los ladrillos aparentemente superfluos soportan la cúpula, Idiota avanza con esa seriedad condenada de un Sófocles. No hay un respiro. Los acontecimientos más triviales, una visita, un diálogo en exteriores, se nos revela al final como elementos imprescindibles de un desastre que no puede evitarse de ninguna manera. Pero no, esta no es la máquina fácil de una muerte demasiado anunciada. Ninguna orfebrería para satisfacer un gusto policíaco. Ninguna fatalidad barata para vender. Esta novela sombría no es ni desesperanzada ni cómoda. Su objetividad no contiene frialdad; nos hiela el alma, pero saludablemente: tenemos que saber que el frío de no tener amor, existe. Y tampoco ningún optimismo cristiano, como en el final, a mi juicio endeble, de Crimen y castigo. El arte extremo de su compacidad apunta hacia la existencia de una ley que gobierna el epos, la desgracia. El amor, incluso el más discreto y vacilante, es una idiotez en el mundo. El mundo existe. Pero el amor también.

 

Nota de la redacción: El idiota (en ruso: Идиот, Idiot), novela de Fiódor Dostoyevski, en algunas ediciones en castellano se ha traducido como El príncipe idiota. Fue publicada originalmente en serie en El Mensajero Ruso entre 1868 y 1869. Se le considera como una de las novelas más brillantes de Dostoyevski y de la "Edad de Oro" de la literatura rusa. No fue traducida al inglés hasta el siglo XX. En Cuba se han hecho varias ediciones.

 

 

Rafael Almanza

Rafael Almanza

(Camagüey, Cuba, 1957). Poeta, narrador, ensayista y crítico de arte y literatura. Licenciado en Economía por la Universidad de Camagüey. Gran Premio de ensayo “Vitral 2004” con su libro Los hechos del Apóstol (Ed. Vitral, Pinar del Río, 2005). Autor, entre otros títulos, de En torno al pensamiento económico de José Martí (Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1990), El octavo día (Cuentos. Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 1998), Hombre y tecnología en José Martí (Ed.  Oriente, Santiago de Cuba, 2001), Vida del padre Olallo (Barcelona, 2005), y los poemarios Libro de Jóveno (Ed. Homagno, Miami, 2003) y El gran camino de la vida (Ed. Homagno,Miami, 2005), además del monumental ensayo Eliseo DiEgo: el juEgo de diEs? (Ed. Letras Cubanas, 2008). Colaborador permanente de la revista digital La Hora de Cuba, además de otras publicaciones cubanas y extranjeras. Decidió no publicar más por editoriales y medios estatales y vive retirado en su casa, ajeno a instituciones del gobierno, aunque admirado y querido por quienes lo aprecian como uno de los intelectuales cubanos más auténticos.

Comentarios:


Mauro (no verificado) | Mar, 12/12/2017 - 19:03

Excelente. La inteligencia no puede ser destruida. Les envío un abrazo

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