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Eusebio Leal y la desmemoria

Al pasar un año de su muerte, Eusebio Leal, el "poderoso" "Historiador de La Habana", ronda el olvido: ¿no hallará mejor habitación en "la memoria oficial"?

Eusebio Leal y Fidel Castro. Tumba de Eusebio Leal.
Eusebio Leal y Fidel Castro. Tumba de Eusebio Leal.

Emilio Roig de Leuchsenring, hombre robusto y fumador de puros, murió en 1964. Manos silenciosas y ágiles comenzaron a saquear al muerto —libros, cartas, muebles, reliquias— y a apresurar su olvido. Años después, un grupo de espectros republicanos se reunió en el entresuelo del Palacio de los Capitanes Generales, para contrarrestar esa ausencia.

Era gente trajeada, de color sepia, como salidos de una fotografía vieja, pero con nombres todavía fuertes: Fernando Portuondo, Hortensia Pichardo, Juan Marinello, José Antonio Portuondo, José Luciano Franco, y también la viuda de Roig, María Benítez. Entre los amigos del muerto había un muchacho de veintiséis años, escuálido pero muy despierto.

Con un apellido que lo decía todo, dispuesto a batirse contra los burócratas que pronto lo enviarían a cortar caña, hablador y encariñado con los perros callejeros, lo que el Eusebio Leal recibía mediante aquel traspaso simbólico no era un cargo ni un título: era un futuro, una vocación, para restaurar el sacerdocio de Emilio como protector de ciudad.

El 31 de julio de 2020, el intranquilo muchacho —ahora un anciano gris, de espejuelos transparentes— entraba a la muerte colmado de honores y con un inventario de enemigos mucho mayor que el de Roig. La Oficina del Historiador ha sufrido desde entonces la fortuna de cualquier imperio: su desmembramiento a manos de lobos anónimos, aliviados por la ausencia del viejo mastín y ansiosos por desbaratar, arrinconar y repartirse su legado.

A un año del fallecimiento de aquel hombre, la Oficina aún está descabezada y sus distintas secciones funcionan con aparente autonomía, mientras que la televisión, los líderes, los periódicos, apenas invocan a Leal.

Nadie debe extrañarse. Incluso los comisarios más fieles —como Alfredo Guevara o Nicolás Guillén— han sido relegados en su momento a la amnesia canónica. La sospecha sistemática ha caído también sobre Eusebio Leal, incómodo de explicar tanto en su lucidez como en sus confesiones más honestas: «no me quedé; me fui quedando, como un pequeño Prometeo encadenado, debatiéndome entre Fe y Revolución».

¿Por qué se elude de la memoria oficial el pasaje de la vida del historiador? ¿Qué alcance tiene ese olvido, ese oportuno lapsus del relato nacional, en el complejo panorama de la Cuba actual?

El negocio del olvido

El «compañero» Eusebio Leal Spengler murió en La Habana —decían hace un año todos los periódicos oficiales— «víctima de una penosa enfermedad». Unos meses antes, Eusebio comparecía ante un afirmativo Randy Alonso como quien conversa con la muerte: «Yo no aspiro a nada, no aspiro ni siquiera a eso que llaman la posteridad… yo solo aspiro a haber sido útil».

Y proseguía: «le pido perdón a todos aquellos que, a lo largo de la vida, en la búsqueda necesaria de lo que creí mi verdad, pude haber ofendido; y a mis propios errores que cometí con la pasión juvenil en que todo hombre y todo pueblo busca sus propios caminos. Yo creo que al final lo encontré, y que esa luz que veo ahora, ahí, en medio de las tinieblas del ocaso, es finalmente el camino».

Con variantes, Leal regresaría sobre esa contrición en sus entrevistas durante el medio milenio de La Habana. Llegar vivo a esa fecha fue su obsesión, y la suerte le concedió el deseo. Sus honras fúnebres se pospusieron por varios meses, por causa de la pandemia, y luego se celebraron unas exequias en el Capitolio a las cuales pudieron asistir los habaneros.

En aquel momento, los tuits sobre la muerte de Leal alcanzaron el paroxismo lacrimógeno. «Celebremos su maravilloso paso por la vida», escribió el presidente de la República, «demasiado breve para quienes lo quisimos por su obra y por sí mismo». El ministro de Cultura afirmó que fue un «irreductible guerrero de la belleza», que nos hacía depositarios de una pesada herencia. La Habana se llenó de sábanas blancas, según la canción de Gerardo Alfonso, y el noticiero colocó en la esquina de la pantalla un fúnebre lazo negro.

El duelo, sin embargo, duró apenas un par de jornadas. La Oficina sufrió un terremoto de despidos y contrataciones, y muchos puestos claves fueron renovados. No hubo sucesión en el cargo, sino fraccionamiento de influencias y poderes, mientras que Eusebio Leal padecía el hundimiento progresivo en el silencio.

La memoria oficial carece de matices, detesta a los librepensadores, incluso cuando son devotos del proceso; abomina la demasiada inteligencia, por más siniestra que sea —pienso otra vez en Guevara—; y salta de pánico ante una frase, una palabra, un resbalón biográfico que pueda oler a disensión.

Eusebio Leal fue el último de esos librepensadores románticos de la Revolución. El último con suficiente autoridad cultural para emplazar una crítica, una censura paternal o un regaño. De muy pocas figuras se toleró este profetismo extraño y embarazoso. Como Alfredo Guevara, Leal asumía el papel de corrector y guía de la cultura, para horror de los funcionarios, disculpado por su hiperactiva —y rentable— labor al frente de la Oficina.

Es lógico que esta presencia «apostólica» aparezca ahora como old fashion para la burocracia más sofisticada. Nadie arregla a un país con palabras, y los que así pensaban se extinguieron, son animales de otra época. Es mejor recalibrar la memoria y devolver el santo al nicho, adonde pertenece.

Nadie sabe si alguna vez llegará un sustituto a la Oficina del Historiador —a la medida de la burocracia— pero todo el mundo entiende las cualidades que tiene que reunir: debe ser un hombre de cultura y proyección pública, pero ante todo un gerente eficaz y discreto, al que se le exigirá adhesión total a ciertos poderes, no necesariamente visibles, para manejar una de las instituciones más respetadas y complejas de Cuba.

Un réquiem financiero

La Oficina del Historiador, en manos de Leal, dejó de ser una entidad académica para convertirse en un conglomerado empresarial. Y en ese conglomerado —gestionado como una pequeña nación dentro de la nación— Leal era presidente, mánager y sumo sacerdote. Pocas personalidades cargaron sobre sí tanta autoridad, quizás más influyente y sutil que la de cualquier ministerio.

Leal encontró las necesarias minas de inversores en Europa, durante el Período Especial. Una de las fechas que marcaron su vida —y una de las cuatro que señala su tumba— es 1993: el año en que el Estado le dio vía libre para salvar a La Habana del derrumbe y generar divisas, sin ningún obstáculo. Leal aprovechó esta autonomía —avalada por su fidelidad axiomática— y construyó la red de contactos a la cual Cuba debe, en parte, cierta resurrección financiera en la primera década del siglo.

Hoteles, museos, librerías, teatros, editoriales, programas turísticos, iniciativas educativas, la exhumación de una universidad, de un patrimonio simbólico, el financiamiento de la academia de la Lengua, la de Historia, la fundación de varias revistas, algunas de la mejor calidad… la lista de proezas es infinita; las cifras de las facturas debían serlo también.

Cuando el presidente del gobierno español Pedro Sánchez visitó La Habana en 2018, se hospedó en el escandalosamente caro Gran Hotel Packard, perteneciente a la cadena Iberostar. En aquella ocasión, Leal concedió una perturbadora entrevista a un periodista de El País, el 22 de noviembre.

«El Packard», dijo, «es un símbolo de la voluntad expresada de manera constante por las empresas españolas de permanecer en Cuba y prestar un servicio de excelencia», a pesar de la «dureza» del embargo norteamericano. En las antípodas del mundo empresarial europeo, Estados Unidos se niega a mantener negocios con la corporación Gaviota —propietaria del hotel— por su filiación a las Fuerzas Armadas.

Ante dicho escrúpulo, Leal reaccionó con un alfilerazo: «Si el problema es por una asociación con los militares, que sepan que todos nosotros somos soldados». Luego de recontar los numerosos lazos de todo tipo que unían a ambas naciones, concluía así su disertación: «España no debe perder Cuba por segunda vez».

Hablaba, sin duda, de los cientos de intereses económicos, acciones y deudas por pagar que, de modo general, Europa sostiene en Cuba y que posponen continuamente su desastre. El propio Javier Leal, hijo del historiador, es un conocido businessman en las agencias ibéricas. Dentro de esa cúpula, España posee privilegios especiales en el reglón turístico, tabacalero y en otras industrias. No hay gran negocio en Cuba que no tenga, evidente o remoto, su acento peninsular.

(Si me permiten la digresión, las relaciones con la Madre Patria siempre han tenido algo de rocambolescas. No hay que olvidar la célebre frase de Fidel Castro, casi de alivio y gratitud, durante otra visita de un alto funcionario español, Manuel Fraga, en 1991: «Chico, la verdad es que Franco nunca nos trató mal ni se sumó al bloqueo yanqui». No cuesta imaginar la cara de sus acompañantes en el Palacio Presidencial).

Una parte considerable de esos subsidios se remiten a la Oficina del Historiador, que los gestiona según su Plan Maestro. Pero esa comisión, que pasaba directamente por Leal, ha cambiado radicalmente su escenario. Y a juzgar por los pocos reportes que ofreció la institución el pasado año —de pandemia y desastre financiero— avanza hacia la catástrofe.

Cubadebate da fe de la reciente reunión —el pasado 14 de abril— del primer ministro cubano, Manuel Marrero Cruz, con directivos de dicha institución. Perla Rosales, directora adjunta de la Oficina, admitió que el trabajo en todos los ámbitos estaba «muy deprimido», debido a la pandemia y a la ausencia de turistas. Hay que buscar soluciones, pero el trabajo es abrumador y los fondos escasos, se defendía el colegio de burócratas «sustitutos» ante la reconvención de Marrero Cruz.

El nombre de Eusebio Leal se repitió varias veces en boca de los interlocutores, pero siempre como savia ideológica de aquella junta, bajo el amparo todavía útil del antiguo jefe.

Los comentarios a la publicación resultan aún más reveladores. Los lectores insisten en que «ya va siendo hora de nombrar un relevo, aunque resulte difícil para todos»; algunos señalan como sucesor evidente al doctor Félix Julio Alfonso, que era «historiador adjunto» y al cual se le había visto en compañía de Leal o presidiendo él mismo actos clave, como la ceremonia de 501 aniversario de La Habana. Otro usuario reclama que Eusebio fue el resultado de una «genealogía» que partió de Emilio Roig y que es incomprensible que a estas alturas no hubiese un continuador visible.

Lo que sí parece que proseguirá es la fragmentación del imperio en distintas parcelas: la patrimonial, la editorial —Ediciones Boloña y Opus Habana—, la comunicativa —no hay que subestimar el protagonismo silencioso de Magda Resik—, para dar con la fórmula de un Eusebio múltiple, ubicuo, cuya sombra mantenga apaciguadas a las facciones que se despedazan al interior de la Oficina.

Porque al final, y esto no puede desestimarse, los directivos enfrentan un dilema agudísimo: mantener un legado que otros han decretado olvidar, y una fuente de ingresos construidos a base de talento y contactos personales, persuasión oratoria y una inteligencia empresarial sin paralelo —la de Eusebio—, imposible de fabricar. O, desde luego, ceder a otros la influencia de la Oficina, sus tiendas y hoteles, abandonar las sábanas blancas, los balcones: renunciar, en definitiva, a La Habana.

Que los muertos entierren a sus muertos

«Hoy hace un año que se nos fue Eusebio», acaba de escribir el presidente cubano en Twitter. «Que el homenaje a su memoria sea sostener, proteger y extender por los barrios de Cuba, su espíritu transformador y embellecer hasta los sitios más oscuros, incluyendo la vida de sus habitantes».

Leído entre líneas, este tuit inusualmente escatológico subraya lo que ya sabíamos: Eusebio Leal pasará a integrar —junto a su maestro Emilio Roig— la lista de los fieles difuntos, los camaradas que se recordarán con descanso, demasiado poderosos en vida para ser verdad, demasiado complejos para esta época en blanco y negro, donde hasta las cenizas deben medirse antes de hablar. Mientras tanto, los negocios, el show, las intrigas, deben continuar.

El ajedrez del poder institucional se reorganiza desde hace tiempo, y la Oficina es un enclave privilegiado. No es tiempo de profetas exaltados, sino de burócratas circunspectos, subterráneos, que se puedan recalibrar sin aspavientos. Gente gris, que concibe la cultura como trámite, a los que no les importa la memoria ni el pasado —ni siquiera el de 1959—; trabajadores del silencio que pueden administrar una oficina sin historiador, un gabinete sin ministros y un país de anestesiados. 

Conservo la esperanza de que las leyendas de Leal —la luminosa y la negra— sean sometidas a una crítica real, informada e ecuánime. Pero nada de eso vendrá de los burócratas que ahora gobiernan la Oficina —demasiado ocupados en sobrevivir a la ruina—, de los cuales nunca debe esperarse un acto de cultura e imaginación, sino saña y olvido. Por suerte, siempre habrá estudiosos, admiradores, adversarios inteligentes o sencillamente amigos, que busquen respuestas a una existencia tan compleja como la de Eusebio, en su tumba o en su célebre banco de mármol en el Palacio de los Capitanes Generales.

En lo personal, nunca hablé con Leal y solo lo vi una vez, muy cerca, en Remedios. Curiosamente era yo quien iba de gris; él, de sombrero y guayabera. Parecía tan leve que no me atreví a decirle una sola palabra. Tuvimos amigos comunes, gente que lo quiso bien y a los cuales dolió mucho su muerte. No tengo el más mínimo derecho a juzgar tales o cuales lealtades que él, como hijo de su tiempo, cultivó.

Es probable que sin esas alianzas —más allá de la admiración o el resentimiento— La Habana de Eusebio nunca hubiera traspasado el umbral de lo imaginario.

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Xavier Carbonell

Xavier Carbonell

(Camajuaní, Cuba, 1995). Escritor, periodista y editor. Ha realizado estudios de filología, comunicación y filosofía en distintas universidades. Trabajó como investigador y profesor en la Biblioteca Diocesana "Manuel García Garófalo". Es editor de la revista Árbol Invertido y corresponsal de SIGNIS, la Asociación Católica Mundial para la Comunicación. Recibió el Premio "Paco Rabal" de Periodismo Cultural por su crónica "Mi canon sentimental del cine cubano", y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara por su novela El libro de mis muertos. Con El fin del juego obtuvo el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Gastrónomo por vocación, aunque no por oficio, y furibundo fumador de puros. Espera el apocalipsis en muy buena compañía y sobrevive tras las trincheras de su biblioteca. 

 

Comentarios:


Mayimbe (no verificado) | Vie, 13/08/2021 - 21:09

Un texto muy justo. Gracias!

Anónimo (no verificado) | Mar, 17/08/2021 - 16:25

Excelente texto. Muy bien escrito

Anónimo (no verificado) | Lun, 11/09/2023 - 12:50

Misguided and speculative. Fatuous journalism without referential depth.

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