Entre 1975 y 1991 Cuba participó en una extensa contienda bélica en Angola, desatada por las luchas entre los principales partidos y guerrillas del país africano que recibían apoyo extranjero: el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA) y el Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA). El gobierno cubano, aliado del MPLA (por entonces marxista-leninista), hizo que cerca de medio millón de cubanos (entre combatientes y colaboradores) participaran en esa guerra. Por esa razón es muy común que cualquiera en Cuba cuente con un familiar que haya estado en Angola. Algunos de los veteranos pueden contarlo en primera persona, otros combatientes murieron siendo muy jóvenes.
En una época en que las creencias religiosas constituían tabú, y la frase de Karl Marx “La religión es el opio del pueblo”, era repetida por burócratas, funcionarios, maestros, etcétera: ¿a qué se aferraban los soldados que convivían con la posibilidad inminente de morir y que cada hora presenciaban y eran parte de la violencia de la guerra?
TOMÁS
Tomás Ramírez (no quiere que se conozca su nombre real, ni que se publique su foto) tenía 30 años cuando, en diciembre de 1976, llegó a Angola. Con grados de capitán, que había alcanzado como militar en Cuba, en la guerra sirvió como primer oficial de explotación y reparación de tanques. En los casi tres años que duró su misión, realizó muchas caravanas, expuso su vida, cumplió órdenes, dictó otras, repartió alimentos, se cansó de comer sardina, extrañó a su familia, y conoció a una peculiar familia de Luso, en la provincia de Huambo.
“Yo pasaba todos los días frente a un kimbito [diminutivo en español de kimbo, o sea, aldea] y me llamaba la atención una niña de unos cuatro años que siempre estaba jugando afuera, era muy flaquita y tenía la barriga muy grande, parecía que tenía parásitos. Estaba seguro de que no tenían medicamentos, la gente de los kimbos se curaban con yerbas y otros remedios… por eso un día me acerqué a sus padres y les regalé unas pastillas”.
Tomás indicó a los padres cómo usar el medicamento y por unos días no tuvo que tomar la ruta que lo llevaba por esa comunidad. Cuando, finalmente volvió a verlos, parecía que lo estaban esperando.
“Salieron al camino los tres, el Soba [denominación dada en Angola al jefe de la aldea] —quien era el abuelo materno de la niña—, la madre y el padre. Se pararon frente a mí, inclinándose, haciendo reverencias. Me dieron la niña para que yo la cargara. La cargué, le di un beso en la frente y rápidamente la devolví a sus padres, los cubanos habíamos cogido fama de frescos y quería evitar problemas”.
UNA NUEVA MISIÓN
La niña mejoró notablemente con el medicamento que le había proporcionado Tomás. Así, siempre que pasaba por el camino que conducía al kimbo, llegaba a saludar y les regalaba sardina enlatada a ellos y a los demás habitantes de esa comunidad.
“Una mañana pasé por el kimbo. Al llegar a la choza del Soba les dije:
—Vengo a despedirme.
—¿Por qué, ya te vas para Cuba?
—No, es que debo cumplir una misión muy peligrosa.
El jefe del regimiento había ordenado a Tomás viajar hasta Luanda para comprar oxígeno y acetileno para las clases de tanque y transporte de todos los técnicos cubanos. Pero el viaje debía ser en condiciones totalmente disimuladas. Tomás debía ir en un carro común y corriente, la mayor parte del trayecto sería sin escolta, debían vestir con ropa civil, trasladar el dinero para la compra (medio millón de kwanzas) y hacerse pasar por angoleños. La escolta los acompañaría hasta el río Keve, solo unos pocos kilómetros.
El Soba se quedó pensando un rato, mirándome. Luego preguntó:
—¿Você acredita? [forma común de preguntar si se tiene fe religiosa]
—Sim, eu acredito [“Sí, yo creo”]
Entonces, me dijo que volviera a las 12 horas.
EL RITO
Cuando llegó el mediodía yo ya estaba en el kimbo. En la casa de mis amigos estaban todos menos la niña. Yo andaba armado, como siempre. El Soba se acercó a mí, su hija y su yerno estaban callados, detrás de él. Me volvió a preguntar:
—¿Você acredita?
Y me extendió los brazos pidiéndome el AK. Yo dudé, pero al mismo tiempo pensé: “todavía me queda la pistola, además, ¿qué van a hacerme ellos?”.
—Sim, eu acredito —le dije, y le di el AK.
—¿Você acredita? —volvió a preguntarme y me señaló la pechera con los cargadores del AK.
— Sim, eu acredito —le respondí y aunque seguía dudando me quité la pechera y él la cogió.
—¿Você acredita? —me preguntó de nuevo y no respondí—. ¿Você acredita?
—Sim, eu acredito —le entregué la pistola. Yo confiaba en ellos, eran mis amigos. No harían nada en mi contra.
El Soba nos indicó a sus familiares y a mí que íbamos a salir. Anduvimos por el camino de siempre, pero al llegar a un entronque doblamos a la derecha. Ahí mismo, el Soba ya no habló más con ellos en portugués, empezó a hablar en su dialecto y le ordenó algo a su yerno. El yerno se detuvo frente a un árbol grande, el tronco no lo podía abrazar completo un hombre. El Soba empezó a hacer un rezo y el yerno le arrancó un gajo al árbol y cuando seguimos por ese camino él se quedó último, iba barriendo la arena para borrar las huellas que dejábamos. Allá los caminos son así, en tiempo de sequía la tierra es arenosa y cuando llueve, se pone compacta. Caminamos un trecho y llegamos al río. En la orilla el Soba me indicó que me quitara la ropa. Yo lo hice, pero no quise quitarme la ropa interior y le señalé que estaba su hija. Él me dijo que me quitara todo, que no importaba, porque todos, hasta ella, se iban a desnudar.
Cuando estábamos sin ropa, en la orilla, el Soba agarró el gajo que había usado su yerno para tapar el rastro, y lo sacudió tres veces sobre el agua. En ese momento, salieron del agua varios cocodrilos, pero no se acercaron a nosotros. El Soba me dijo que debíamos entrar en el agua y que yo fuera delante. Me preocupaban los animales. El Soba dijo que estuviera tranquilo porque ellos no iban a hacernos daño. Entré al agua, solo hasta la rodilla, pero el Soba me dijo que debíamos avanzar. Ese era un río de piedras negras. El fondo no se veía. Nos metimos hasta que el agua nos dio por el pecho. El Soba y su familia me rodearon. Empezaron a rezar y a cantar en su dialecto. Cuando terminaron, el Soba sacó un collar de una bolsita que llevaba al cuello y me lo puso. Me dijo que para mí no iba a haber balas, ni piedras, ni machetes, ni cuchillos. Fuera donde yo fuera, hiciera lo que hiciera, iba a salir vivo, pero me tocaría ver morir a casi toda mi familia, y yo solo moriría, cuando estuviera cansado de vivir y deseara morirme. Después, se zambulló y sacó tres piedras negras del fondo del río. Me dijo que esas piedras eran ellos tres, que debía guardarlas donde nadie las viera, ni siquiera yo, y que cada 25 de diciembre volviera a mirarlas porque cuando las piedras no estuvieran, eso significaría que ya ellos se habrían muerto.
Salimos del río. Nos vestimos. Yo iba todo el camino pensando en la bobería que había hecho. ¿¡Cómo esas personas ignorantes, más pobres que nosotros iban a protegerme!?
DE VUELTA A CASA
Después del rito Tomás Ramírez cumplió varias misiones peligrosas. En marzo de 1979 regresó a Cuba. Las piedras las guardó en una caja de tabaco, que a su vez estaban en otra caja más grande, con candado. Tomás adoptó la costumbre de revisar la caja de tabaco cada 25 de diciembre. A los cuatro años de estar en Cuba desapareció la primera piedra. Incapaz de creerlo, preguntó a su familia si alguien había husmeado entre sus cosas, pero nadie lo había hecho, todos respetaban la privacidad de los otros y él había sido claro sobre la prohibición de tocar sus pertenencias. Tomás consideró que, por ser el mayor, era el Soba quien había muerto La siguiente desaparición ocurrió a los catorce años, y la última a los diecisiete. El collar, todavía lo conserva, aunque no lo lleva puesto. Realmente no lleva ninguna prenda de ninguna clase. Siente que sus amigos se han mantenido a su lado, es difícil de explicar, es como una fuerza que lo ha ayudado cuando su salud ha estado delicada. No le pregunto a Tomás si todavía él acredita, creo que la respuesta es evidente.