Creer que la muerte de Fidel Castro haría desvanecer el estado de cosas en Cuba hoy es, cuando menos, ingenuo. No ha habido cambios que permitan hablar de apertura, o al menos de lo que entienden como apertura las grandes agencias noticieras y lo que entiende como tal mi escueto bolsillo cubano.
Si en un inicio de la Revolución su figura carismático-mesiánica llevó adelante proyectos gigantes como la Campaña de Alfabetización, a partir de la institucionalización del proceso cubano en los años 70, el Estado heredó otras características menos elegantes como el autoritarismo y el dogmatismo político. Digamos que Fidel diseñó un Estado que se parecía a él, que lo sobrevive, y es, para el día a día de los cubanos, su principal legado.
En el ejercicio del periodismo desde la estatalidad persiste el anquilosado modelo soviético de prensa; es decir: medios que monopólicamente responden a designios partidistas y no periodísticos, y a su vez son vistos por el Partido Comunista como una mera herramienta para “guiar” a las masas.
De otro lado, a la gran mayoría de los jóvenes que entra a medios oficiales no le interesa cambiar ninguna de las reglas del juego: quizá por estar tan desesperanzados o porque ven la cobertura estatal como un trampolín para conseguir viajes al extranjero o alguna prebenda que en la sociedad cubana actual puede resumirse en tener un auto asignado o conexión a Internet. Existe, hay que reconocerlo, una ínfima parte, a la que se le confía generalmente algunos puestos de dirección, que se siente identificada con el modelo.
No ha habido cambios que permitan hablar de apertura, pero algo se ha movido el país. Unos metros quizá, poco; pero para una nación que se mueve las ultimas décadas con geriátrico y suspicaz ritmo, es notable.
Digamos, los diez años de gobierno de Raúl han sido los más permisivos en Revolución para el desarrollo de la pequeña y mediana propiedad privada (no porque creyeran en ella, sino porque el Estado necesitaba dejar de ser el empleador total de la fuerza laboral nacional).
El acercamiento con Obama tuvo ciertos beneficios directos, aunque no decisivos, en la vida de los cubanos. Por ejemplo, una normalización en la entrega de visas por parte de la embajada estadounidense, el restablecimiento luego de décadas de los vuelos directos y el corrreo postal. Esa clase de cosas.
Claro: ni el aumento del turismo de norteamericanos a Cuba, ni las mejores relaciones diplomáticas, ni los mayores intercambios culturales o científicos, significaron algo en el precio del combustible, los alimentos o la ropa para los que vivimos acá. Hubo mejoras que sería injusto no reconocerle al acercamiento entre Raúl y Obama, pero nada de eso se tradujo en mejores condiciones de vida para los cubanos en la isla. El cuartico está igualito.
Estos 12 meses sin Fidel su legado, es cierto, palpita, sobre todo en las relaciones de la Revolución en el ámbito internacional. Pero también, y eso temo y me alegra, las visiones sobre su liderazgo son cada vez más heterogéneas entre los cubanos: el hombre que propició la Ley de Reforma Agraria, es también el que aplaudió los tanques soviéticos en Praga; el que asiló a perseguidos por el Plan Cóndor, es también el que llamo héroes a quienes accidentaron niños en el Remolcador 13 de Marzo.
Estos 12 meses la propaganda estatal ha estado muy concentrada en la canonización política de Fidel. Citan fragmentos de sus discursos en spots televisivos, se le dedican eventos nacionales e internacionales organizados por Cuba, la prensa oficial (que ejerce un monopolio en las transmisiones radiales, televisivas y medios impresos) remuele noticias sobre él. Es una especie de presencia asignada, aunque en verdad hay muchos seguidores y admiradores de su forma de gobierno. Me atrevería a decir que pertenecen a otras generaciones. Los más jóvenes no están demasiado interesados en la épica ni en los errores de tiempos pasados, su único tiempo es el hoy, y el suyo.
Quienes rigen Cuba hoy se preocupan por el mármol que puedan echarle encima a los hombros de Fidel; la gente ya se ocupa de rehacer eso: un hombre imperfecto. Perdonen la redundancia.