Oscuras rebanadas de brumas se disipan a lo lejos,
son manchas deformes que tiñen el atardecer para quedar
fundidas
en una línea única justo al horizonte.
Un grito hace suyos los espacios, pero no puede acallar
las voces que brotan de las callejuelas,
al Sur de Bronk en New York, nadie escucha el alarido,
ni los reproches de la pareja que camina dando tumbos
de uno a otro lado de los quicios con pasos vacilantes.
Sus rodillas se doblan cual acordeón partido,
es un color distinto, un nuevo tatuaje les define el
semblante.
Una garganta circuncida la noche con su grito, pero allí
no se conoce el silencio, y el hedor que emanan
las alcantarillas dan un toque de desaliento
a las imágenes que buscan con desespero a qué asirse y
giran
ante los ojos que se balancean en sus órbitas,
hasta quedar rendidos por el peso de los párpados.
Sin piel, el rostro es una máscara agria, no hay cuencas
ni dientes,
sólo un mentón debajo de dos cejas, un corte sobre la
mejilla,
un pómulo abierto sobre el pavimento.
El frío de la madrugada petrifica el cuerpo sobre el
desagüe,
un agente de turno lo voltea, un rictus dislocado y cubierto
de lágrimas,
en grumos de sangre, le dan la bienvenida a otro
amanecer.
Es al Sur de Bronk en New York, donde no existe el
silencio,
pero el dolor se espesa en la madrugada, sexo, éxtasis y
icor,
un grito de mujer se queda varado en la noche para ser
en la mañana
sólo un nuevo eco impasible en las páginas del New
York Times.
Publicado originalmente en la antología Más allá del miedo es mi casa “Mujeres poetas contra la violencia” (Ediciones Deslinde, Madrid, 2021), con selección de Ivonne Sánchez-Barea e Ileana Álvarez, y prólogo de Milena Rodríguez Gutiérrez.