Soledad se deslizó entre los guardias del lugar, con descaro y sin disimulo. Enmanuel observaba, y Ena y Chispa la secundaron colaborando en su artistaje para que encontrara en el envalentone toda su ferocidad.
Pasó, pasaron, la primera línea de seguridad, la segunda, la tercera y ya Soledad brillaba y casi babeaba de tanto en su mente por hacer. Puros pensamientos de represalia, revancha, ajustes, escarmientos y desquites truculentos le llegaron, uno a uno.
El lugar era un bosque, antes de la inmensa casa había árboles de mango en sus múltiples variedades, de naranja, limones, framboyanes amarillos, toronjas, palmas corchos y caguairán, entre otros. Hermosos jardines le eran adyacentes. Soledad quedó muy impresionada con la entrada de la casona, toda de maderas preciosas y muy bien combinadas. La quinta era más que lujosa y única, descomunal diría. Tales suntuosidades la iban encabronando más y más. Cosa notoria en ella, y su color oro, que pareciera no tener fronteras en su centelleo.
Soledad, con Enmanuel todo el rato a su lado, iba clavándole las uñas al brazo, en cada ver, más y más. En ello, al ser el ángel tan perceptivo y sensiblero con ella, se mimetizaba en su ensalivar como lobo e iba, ya sin raciocinio, también a cazar.
Ena y Chispa, de más está decir de su regocijo, porque no miraban tanto el lugar como a sus amigos. Uno estaba a punto del orgasmo y el otro u otra de aullar como sus muy antepasados.
Había un militar de pie, muy armado, antes de entrar a la casa y Soledad le fue encima. Encaramada con sus cuatro extremidades en su cintura, espalda y hombros, lanzó un chillido tal, endemoniado, que le hizo saltar los tímpanos de una, y redondo y retorciéndose cayó al suelo. Enmanuel alzó la mano en señal de alto, y su grito frenético se convirtió en voz muda. Chispa y Ena la miraron y ya no era Soledad, era otro ser. Un poco de esperma salió de Ena y Chispa puso su hocico en forma de… o lanzando un medio aullido.
—Son ustedes enviados de los yankis cojan cabrones cojan… –el histórico salió armado detrás de una de las múltiples columnas que parecía custodiaban la casona.
Enmanuel en un segundo su mano cerró, chamusqueando la CZ-75 que portaba el hermano histórico. Este, humeante aún su mano la sacudía asustado.
—Ven. Acércate istoricheskiy. Ven –Soledad convertida iba por él–. No temas, soy tu pueblo, soy la cara y el alma de tu intolerancia, de tu ingenio, de tu abuso, ven istoricheskiy –decía en perfecto ruso.
El tipo, escuchándola no atinaba. Clavado se orinó.
—No te veo, soy ciega, como tus órdenes ciegas con su realidad, tus causas ciegas para sus consecuencias. Soy ciega, no te veo, como tus órdenes para con sus víctimas, tus abusos ciegos antes tanto llanto. Soy tú, en tu superficie y tu fondo.
Del libro Los bulevares de Soledad (El Ateje, Estados Unidos, 2023), novela de Luis García de la Torre.