ÍNDICE
La gente con las que hablamos en Baracoa no daba crédito a los cuarenta kilómetros que recorrimos siguiendo el curso del Toa. Las cinco jornadas de viaje, entre los caseríos de Tribilín y La Perrera, no les parecieron tiempo suficiente para completar esa distancia a través de la selva. Nos miraban con estupefacción, como a quien comete una torpeza difícil de superar; eso, sin contarles que la improvisación, carentes de muchos pertrechos de sobrevivencia, fueron la pauta habitual. Han pasado diez años de aquella peripecia, y no estoy seguro que, de repetirla, vuelva a salir igual de airoso que en aquel entonces.
LA IDEA
El mismo día que llegamos a Tribilín habíamos partido desde El Cobre, pasando por Santiago, Guantánamo y Palenque. En Bernardo solo bajamos un momento para comprar galletas y una enorme botella de ron Don Diego, de la que apenas bebimos. En caso que hubiésemos pretendido continuar desde Tribilín en adelante por carretera, el chofer del camión, como si estuviese poseído por algún mal de montaña, ofertó un precio escalofriante.
En 2003 había visitado toda esa zona en función de trabajo. Después de eso no hubo mucho que pensar, solo vi dos puntos en el mapa unidos por una delgada y sinuosa línea azul. El Toa es el río más caudaloso de Cuba, y discurre por el extremo nororiental de la provincia Guantánamo, cuyo régimen climático alimenta su selva lluviosa de montaña, la mejor preservada del Caribe Insular. Pero debieron transcurrir ocho años para materializar el enlace de aquellos dos puntos en el mapa. En ese tiempo cometí todo tipo de embustes para cautivar a más de una tropilla que quisiera secundarme, encontrando prematuros inconvenientes en las averiguaciones de mis reclutados: "¿Hay Di'Tu por allá?" "¿Correremos el riesgo de que nos falte la cerveza algún día?" Casi todos los bohemios de mi generación, barrigones y oxidados parlanchines de parque, estaban corrompidos por los beneficios etílicos de la Bucanero y la Cristal. Debía buscar otro perfil etario, o estaba condenado al fracaso. En julio de 2011, coincidiendo con el fin de año académico en la Universidad de las Artes, donde impartía clases en aquel entonces, arrastré a la aventura a ocho estudiantes de esa institución.
Lester Álvarez, Luís Enrique López-Chávez, Roger Toledo, Adrián Curbelo, Fernando Reyna, Iradis Mosquera, Milva Cala y Julian Goll, un joven diseñador alemán de paso por Cuba, fueron los voluntarios que me siguieron con el entusiasmo que requería la circunstancia. El objetivo que me había propuesto inicialmente era explorar el Salto del Toa, conocido entre los lugareños como El Saltadero, y que nunca pude identificar en los mapas que consulté durante ese tiempo.
PRIMERO
Solo cuando amaneció tuvimos conciencia de que habíamos pernoctado en el terreno de fútbol de Tribilín, levantando el campamento antes que la neblina se disipara. Seguimos todo el río hasta el puente de Vía Mulata, en Vega del Toro, y preguntando a algunos vecinos, nos indicaron cómo llegar sin tropiezos hasta casa de Mambó, que nos recomendaron con entusiasmo para ofrecernos derroteros más precisos. Si la fuerza de pronunciación de su nombre hubiese estado en la primera sílaba, tal vez nos hubiera ido mejor, pero Mambó resultó ser un individuo de consumada austeridad verbal y hospitalidad restringida. A duras penas nos indicó como llegar hasta la vivienda de Matorel, otro vecino. Allí dimos con él y Rogelio, un amigo de paso, a punto de iniciar una pelea cubana contra los demonios, encarnada en un frasco de walfarina. El huésped de Matorel nos dio orientaciones para llegar a las ruinas de una despulpadora de café, y salimos prestos al camino. Pensamos que habrían sido de los tantos toanos que dejábamos atrás, cuando reapareció Rogelio, tambaleante y magullado, en el emplazamiento que nos recomendara en casa de su anfitrión.
SEGUNDO
Al despertar nos sobraba ánimo para bromear, incluso a expensas del advenedizo, que dormía la borrachera. Casi devorada por la selva, la despulpadora y sus alrededores eran cultivados por Chicho, un místico y solitario habitante de aquel claro, por demás, primo de Rogelio. Fue el propio Chicho, en uso de facultades conferidas por ánimas y augures espirituosos de la jungla, quien otorgó a su pariente, aun inconsciente, el título de "Guía Oficial de los Muchachos de La Habana". Cuando reseteamos a Rogelio del coma etílico, quedó muy perturbado con su nombramiento. Debió resultarle abrumador regresar a la vida, y, para colmo, asumir semejante investidura.
Bajo su tutela avanzamos considerablemente ese día. Toda la comida que llevamos, pan, galletas y panetelas, se volvió una pasta pegajosa en el interior de las mochilas, pues allí llueve 200 días al año; o cuando no, era obligatorio atravesar el río hasta cinco veces por jornada. Con la hoja de un machete oxidado, que Fernando encontró en la despulpadora, extraíamos del suelo los chopos silvestres que Rogelio nos indicaba buscar, o cortábamos los racimos de plátanos que crecían en las riberas del río. Esa fue nuestra dieta básica durante aquellos días. Creo que Fernando fue el más previsor de todos. Él sumaba a la vajilla estándar del grupo un pequeño caldero de aluminio y una cantimplora rusa, de esas que se insertan una dentro de otra como una matrioshka. Con esos precarios implementos cocinábamos para diez personas, una vez al día, siempre al anochecer.
El trecho de esa primera jornada junto al guía, sin embargo, estuvo matizado por numerosos contratiempos, que incluyeron su propio extravío, cuando se nos separó para buscar un atajo. Estuvimos más de dos horas abandonados a nuestra suerte, sospechando que se había dado a la fuga, y delegando su alto nombramiento a los espíritus de la selva. Un tramo más adelante, a unos doscientos metros de donde lo avistamos, Rogelio nos hacía señas como un práctico de puerto. Al final de la tarde, la extenuación se recompensó con la súbita y arrolladora aparición de El Saltadero, una espectacular caída de agua de 17 metros de altura. Gritábamos a viva voz, pero el bramido de la corriente no nos permitía escucharnos. Esa noche Julian descorchó una botella de vino para celebrar. Por supuesto que la botella se vació en un santiamén, y todos quedamos medio borrachos, entre la fatiga y las restricciones alimentarias.
Rogelio presentaba serios problemas de dicción, haciendo que su lenguaje ininteligible fuera una proeza perceptiva para sus interlocutores. Como si yo fuera logopeda o lingüista, todos depositaron en mí la responsabilidad de comunicarme con él desde el primer momento, aunque con el paso de los días lograron captar partes sustanciales de su expresión. Solo al abrir el vino, recordamos que en casa de Matorel habíamos sacado la voluminosa botella de ron Don Diego para reacomodar nuestras mochilas. Avistado el botín en aquel momento, Rogelio venía tras el rastro del Adelantado Diego Velázquez.
TERCERO
Ese año el río arrastraba mucho sedimento. Todas las ocasiones que fue necesario cruzarlo, tuvimos que pensarlas dos veces. En los cañones más angostos de su curso podían verse restos vegetales y animales arrastrados por las crecidas, enredados en las copas de árboles y palmas, indicando que hasta allí habían llegado sus aguas en circunstancias que ningún cristiano hubiese querido presenciar. Es una corriente briosa, serpeando entre cumbres, donde la abundancia de meandros nos facilitó acortar camino.
Al amanecer de la tercera jornada emprendimos la marcha rumbo al Mal Nombre, un afluente del Toa. Pero tan innombrable como hubiese sido, fue la odisea para encontrarlo. En uno de esos socorridos atajos de meandro, subimos hasta el firme de una loma y no volvimos a escuchar el rumor del Toa en todo el día. Rogelio iba y regresaba por los mismos caminos balbuceando palabras. Un aguacero trajo consigo la tormenta eléctrica más espeluznante que haya presenciado en mi vida. Las descargas eran tan continuas y cercanas, que los fogonazos quedaban plasmados en mis retinas por varios segundos. Tenía los pelos de brazos y piernas erizados por el magnetismo del aire. Apenas podía escuchar. No solo no aparecía el Mal Nombre, tampoco el Toa. Rogelio me dijo las palabras más coherentes que le escuché decir hasta ese momento: "No le digas nada a los muchachos, pero estamos perdidos".
El grupo se había tomado un descanso a unos cuantos metros de nosotros, oportunidad que aprovechamos para discutir las probabilidades de encontrar al menos el Toa. Estábamos exhaustos, mojados hasta los tuétanos. Nos tranquilizamos un poco con el hecho de que los dos grandes afluentes que tiene el cauce en estas latitudes, tributan hacia su margen noroeste, que era por donde nos habíamos internado en el monte, de modo que el Mal Nombre no podía haber quedado atrás, a no ser que nos estuviésemos alejando hacia el oeste, tangencialmente del Toa. Había que tomar a la derecha para corregir el supuesto desvío. Cuarenta minutos después del concilio habíamos avanzado muchísimo, el cielo se había despejado, y el sol daba sus últimos repuntes en lo alto de los picos, cuando escuchamos subir un reclamo desde lo profundo del estrecho valle. Rogelio pidió hacer silencio, aguzando el oído en esa dirección bajo nosotros. ¡Un río!
Encontrar el Toa, luego de muchas horas de ausencia, tuvo una significación de pertenencia y sosiego. Ardía en deseos de quitarme los zapatos. Durante el transcurso de los días mis tenis se habían ido deteriorando, hasta ostentar agujeros por donde entraba el agua y el fango, que terminaron por llagarme los pies. Roger, Fernando y yo, cruzamos a la orilla opuesta con la finalidad de derribar unos tallos de caña brava para confeccionar una balsa y dejarnos arrastrar río abajo, pero la hoja oxidada del machete no hacía la menor mella en los troncos de la robusta gramínea. Esa noche la hoguera se extinguió tan rápido como nosotros.
CUARTO
A la mañana siguiente salimos con la luna todavía velada por la bruma. Al atardecer llegamos al Mal Nombre. Parecía tan insignificante, en comparación con el Toa, que lo único distinguible eran sus aguas cristalinas. Los muchachos traían avíos de pesca y pronto comenzaron a tener éxito, sólo que no había donde cocinar todo de una sola vez. Extendiendo la mano, como si estuviera al alcance de la vista, Rogelio mencionó una estación de guardabosques. Aunque parecía tener el corazón latiéndome en cada pie, me ofrecí para ir con él a pedir unos calderos. No quería perderme nada, así que echamos a andar antes que se pusiera el sol. Cerca de los cuatro kilómetros nos adentramos en un alucinante cultivo de palmas datileras, o puede que fueran aceiteras, que me recordaba una gigantesca mezquita. Su extensión superaba lo imaginable, con los troncos perfectamente alineados hasta donde se perdía la vista, sobre un terreno relativamente plano en medio de las montañas. Debíamos apurar la marcha, o la noche nos atraparía en breve. Medio kilómetro más adelante llegamos a la estación. Pedí café, pero no tenían. Bebí una infusión de hojas de naranja que me ofrecieron. Allí me picaron unas moscas que no podré olvidar jamás. Ya bajo el dosel de las palmeras, la oscuridad se lo tragó todo. Pedí a Rogelio que no parara de hablar para poderme orientar. Me caí muchas veces con los calderos a cuestas. Estando a poco menos de un kilómetro, escuchamos el rumor del río y las voces de los muchachos. Comenzamos a gritar para que nos vinieran a recoger con linternas. Esa noche comimos proteína animal después de muchos días. Los calderos fueron inútiles. Se las habían arreglado a la usanza de aquellas jornadas.
QUINTO
A media mañana ya habíamos alcanzado el alto que estaba a mitad de camino entre el Mal Nombre y la confluencia del Jaguaní. Esa madrugada me dolieron las úlceras de los pies hasta con el paso de la brisa. Antes de despedirnos de Rogelio, los muchachos decidieron ofrecerle doscientos pesos, que reunimos entre todos. Cerca del mediodía ya estábamos en la estancia de Domingo, desde donde se podía apreciar una espectacular vista del remolino que forman el Toa y el Jaguaní, su más importante tributario.
Rogelio nos había adelantado que en lo de Domingo podríamos pertrecharnos para llegar hasta El Naranjo. El anfitrión preparó coco de manera exuberante. Llegué solo al pueblo de aromático nombre, ya que el camino era ancho y llano, y todos nos dispersamos en pequeños grupos. Me dirigí a una de las primeras casas que divisé. Allí vivía un matrimonio con sus hijos, que me ofrecieron agua de coco. Con la ayuda de dos o tres voluntarios locales cruzamos el Toa nuevamente. Este fue un momento bien complicado, pues se sumaban los aportes del Jaguaní y de El Naranjo. El agua nos daba al pecho, con las mochilas sobre la cabeza. Tropezar allí hubiera tenido el peor de los desenlaces. Llegando a La Perrera, en el camino que va desde Quibiján hasta Baracoa, empezaba a caer la noche. No podía creerlo, aquí concluía nuestro recorrido a monte traviesa. Desde ese momento no volví a usar zapatos hasta llegar a casa de mis abuelos, en Holguín.
LA PROMESA
En Baracoa, Fernando me acompañó al hospital para curarme los pies, mientras Lester hacía gestiones en la Parroquia Católica; de ello dependía que pudiéramos pernoctar. Allí hice reposo por dos días. Esa misma noche mis amigos se largaron a una discoteca. Julian se sentía de plácemes, pues el ambiente cosmopolita de la ciudad le hizo escuchar el inglés con fluidez, lengua que manejaba muy bien por su vivencia en Londres, donde residía desde hacía un tiempo. Al día siguiente, él, Iradis, Milva, Lester y Adrián, partieron rumbo a Holguín. Los demás querían conocer un poco más, y les sugerí que fueran a Boca de Yumurí, un espectacular paisaje al Este de Baracoa. Postrado en aquel entorno eclesiástico, tenía más pinta de pagador de promesas que de aventurero exitoso. Sabrá Dios qué habría prometido yo a mis espaldas, aunque parecía obvio, con tal de completar aquella lujuriante tirada. En el brillo engañoso de lo aparente, no era otra cosa que la curiosidad a ultranza por pisar las brasas de la experiencia, lejos de mapas o representaciones que ningún imaginario puede cartografiar. Logré descansar un poco ese día, y al siguiente nos marchamos por Moa, que era una carretera desconocida para mí.
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