Tras un amoroso enfrentamiento con lo que el sabio Don Fernando Ortiz gustaba llamar “la espesa fronda de lo cubano” suele uno encontrarse, de repente, con hallazgos de vestigios arqueológicos de los primeros pobladores de Cuba. Las historias, muchas veces, tienen cerca de un siglo de antigüedad y el desconocimiento de una buena parte de las mismas constituye, por sí solo, la prueba rotunda de lo mucho que falta por indagar en relación a nuestras culturas aborígenes y a sus más apasionados estudiosos. No es extraño, tampoco, que algunas de las historias de mayor relevancia permanezcan en el anonimato, aunque atesoren la memoria de descubrimientos descollantes. Sin discusión alguna, la página impresa recoge tan solo un fragmento de la historia de nuestra arqueología, y el fragmento que completaría la misma permanece, visible o agazapado, en los territorios de la tradición oral, en ocasiones neblinosos.
Si esenciales resultan las excavaciones y exploraciones arqueológicas, métodos por excelencia y de probada eficacia para el conocimiento del pasado; también lo son el estudio de los testimonios de quienes tuvieron la suerte de realizar, de forma casual o prevista, descubrimientos de gran provecho. Y aunque para la ciencia tengan más importancia los hallazgos que se realizan de forma supervisada, algunas reliquias prehistóricas han sido descubiertas por gente del campo ―cuando ni siquiera las buscaban―, y entre ellas, las hay que pudieran aportar bastante al conocimiento histórico de una región, y quién sabe si hasta reescribirlo. Nuestra literatura arqueológica necesita con urgencia un volumen que compile las noticias, poco o nada conocidas, de hallazgos de reliquias indocubanas, casi siempre protagonizados por gente anónima que incluso se llegaban a consagrar a la investigación.
Como bien anuncia la sabiduría popular: “en cualquier momento salta la liebre”, todo está en que uno se encuentre cerca para registrar el testimonio del salto, y así perpetuarle. Por tal razón, cada vez que voy a un poblado rural, inmediatamente averiguo sobre posibles hallazgos de restos aborígenes, sobre todo en aquellos lugares que permanecen poco explorados o desatendidos por los estudios arqueológicos. Valga decir que la mayor parte de las veces he encontrado señales alentadoras y que, junto a la noticia de los hallazgos, llega también la de la historia de hombres y mujeres cuyo paso por la vida despierta en uno tanta emoción e interés como el de sus propios descubrimientos. Una de esas señales, la cual pude recoger mientras visitaba el poblado de Tamarindo (perteneciente al municipio de Florencia, al noroeste de la provincia de Ciego de Ávila, en Cuba), es la que ofreceré al lector con lujo de detalles, como una primera página del libro de noticias de hallazgos arqueológicos indocubanos desconocidos que espera todavía por su materialización.
Para nadie resultará novedoso que la ciencia también cuenta con su ejército y que, tal como ocurre con los ejércitos militares, la mayoría de los que lo integran son justamente los soldados anónimos, no por desconocidos menos importantes, cuyos nombres y contribuciones suelen casi siempre diluirse por el paso del tiempo, evaporados por las miserias del hombre y la desmemoria colectiva, todo ello agravado por la repudiable y frecuente conducta humana de recoger la cosecha y olvidar al sembrador.
Nuestro soldado anónimo se llamó Francisco Ortega Hernández. De su existencia supe gracias a su hija Juana María Ortega Pimentel, residente en el poblado de Tamarindo, tímidamente arropado entre las lomas, cuna de diversas personalidades de la cultura cubana como los escritores Raúl Luis Castillo (1934), Volpino Rodríguez (1926-2018), Pablo Díaz (1926), así como el legendario poeta Lucas Buchillón (1935-1977).
Por la conversación que sostuve con Juana María, en su propia vivienda en Tamarindo durante la mañana del domingo 29 de abril de 2018, supe que a su padre sus familiares y amigos le decían Panchito Machín. Era hijo de canarios que emigraron a Cuba a principios de la pasada centuria y se establecieron en el pintoresco Valle de Florencia, por aquel entonces perteneciente a la provincia de Camagüey, en la región central de la Isla, donde Francisco nació un 23 de noviembre de 1914, según consta en su pasaporte. La inscripción del nacimiento tuvo lugar en el poblado de Chambas. Estuvo casado y fue de oficio agricultor. De piel trigueña y ojos pardos, tenía el cabello castaño y mantuvo la barba casi siempre rasurada durante su juventud. A los veintitrés años ingresa en la Asociación Canaria de Cuba, donde fue inscrito con el número 8153 en La Habana en noviembre de 1937, según consta en su carné de asociado.
A los doce años, por razones que el autor desconoce, fue a vivir al pueblo de San Miguel, en la isla de La Palma, del grupo de las Islas Canarias, tierra natal de sus padres, donde hizo el bachillerato con excelentes notas. Regresó a Cuba a los veinticuatro años, acompañado por sus dos hermanos, huyéndole a la dictadura del general Francisco Franco. Al llegar a la Isla, los tres hermanos se establecieron en Poza Redonda, la finca del padre situada en el corazón del majestuoso Valle de Florencia. A cada hermano el padre le entregó un pedazo de tierra para que pudiesen encaminarse y sobrevivir, de forma tal que Poza Redonda quedó dividida en cuatro secciones. La primera mantuvo el nombre original y siguió siendo propiedad del padre. Las otras tres se llamaron, según la ubicación geográfica donde se encontraban, Sur del Valle, Este del Valle y Norte del Valle. A su vez, las cuatro fincas conformaban la finca grande, cuyo nombre se mantuvo vigente tanto para sus propietarios como para los campesinos y demás moradores de la localidad. Sur del Valle fue la que le correspondió a Francisco, y muy pronto se encontraría dedicado a las labores agrícolas, aunque en él jamás se apagaron la sed de conocimiento y el interés por seguir enriqueciendo su preparación intelectual.
Es significativo destacar que Francisco Ortega, como se inferirá fácilmente en lo adelante, fue un hombre de espíritu entusiasta y emprendedor. Distinguieron su personalidad dos cualidades que lo habrían de acompañar durante su paso por la tierra: el afán indagador y la perseverancia en la conquista del progreso. Por lo que no ha de resultar insólito que una vez de vuelta a su patria tratara de abrirse paso, presentando enseguida su título español de bachiller, el cual no le fue reconocido; y, no resignándose a la negativa e insistiendo en que se le certificara su esfuerzo y entrega a los estudios, así como su bien ganada preparación, matriculó en el curso libre del Instituto de Segunda Enseñanza de Ciego de Ávila, logrando alcanzar por segunda vez, al cabo de cuatro años, el título de bachiller.
Indiscutiblemente mucha voluntad y tesón hay que albergar dentro de sí para permitirse recorrer por segunda vez un camino ya ganado, máxime cuando se transitó de forma victoriosa. Otro en su lugar se habría resignado y quedado en su finca para siempre, concentrándose tan solo en el cultivo de la tierra. En cambio, Francisco, a la vez que se ganaba el pan con su trabajo en la finca Sur del Valle, viajaba con frecuencia a Ciego de Ávila para asistir al Instituto, de cuya excelente biblioteca se nutrió y donde debió gozar del criterio favorable de los profesores, pues fueron muy buenas las notas alcanzadas por él en las diferentes asignaturas, mérito mucho mayor aún por tratarse de las calificaciones de un alumno del curso libre, donde tenía un peso particularmente decisivo la autopreparación de una disciplina casi autodidacta.
El paso de Francisco por el Instituto tuvo lugar en el lapso de 1938 a 1941, lo cual consta en los documentos escolares atesorados por su hija, momento de enorme interés para ese centro de estudios, para la historia de la arqueología indocubana de la antigua provincia de Camagüey y para nuestro soldado. Juana María Ortega Pimentel, cuya residencia actual en Tamarindo dista pocos kilómetros del lugar donde estuvo la finca de su padre, nos cuenta que a Francisco no le fue difícil su paso por el Instituto, aun cuando tuvo que alternar sus estudios con las responsabilidades en la finca: “Él fue un hombre muy inteligente, que ya se había graduado en España como bachiller en una escuela de prestigio, y que no paraba de estudiar”.
Y he aquí que una mañana de fecha desconocida, pero que coincidió con la etapa en que Francisco era alumno del Instituto, mientras laboraba en su finca encontró una bella hacha petaloide, grande y pulida, la cual identificó inmediatamente como joya del ajuar taíno, que constituye al parecer su primer y más valioso hallazgo y el detonador del enorme interés que despertarían en él, desde ese momento, las investigaciones arqueológicas.
La naturaleza del objeto hallado y las circunstancias en que se produce el descubrimiento de Francisco, tiene múltiples paralelos en la historia de la arqueología indocubana, aunque no por ello es menos significativo el valor de lo encontrado. Las hachas petaloides taínas son hallazgos que por lo general el descubridor identifica de inmediato como objeto indocubano, dada su forma y pulimento, aunque han sido confundidas muchas veces, por motivos religiosos, con las llamadas “piedras de rayo”. Una buena parte de los hallazgos de piezas aborígenes realizados en Cuba (tanto por desconocedores de la arqueología, como por aficionados a esta ciencia y por arqueólogos profesionales) corresponden a hachas petaloides, lo cual se explica fundamentalmente por el hecho de tratarse de herramientas de trabajo de uso frecuente por los aborígenes; de ahí que aparezcan con relativa profusión en los sitios habitacionales taínos de las Antillas, así como en otros lugares relacionados con la presencia de los aruacos agricultores.
Al parecer, Francisco no era un desconocedor de la arqueología indocubana en el momento en que descubre el hacha petaloide, aunque los amplios conocimientos que alcanzó como arqueólogo aficionado se deben, en gran medida, al estímulo e interés que le causó la aparición del referido artefacto. Y es por la descripción que del hacha nos hace Juana María que podemos decir que: “Era grande, azulosa. Tenía alrededor de treinta centímetros de largo y estaba completa y muy pulida. Mi padre, tan generoso, la prestaba a cada rato a las escuelas y a los círculos de interés científicos y para algunas exposiciones de historia local que se hacían en la escuela del pueblo. Alguien que se la pidió prestada un día, siendo él muy viejito, al parecer aprovechándose de la demencia que ya padecía, no se la devolvió. Él se lamentó mucho por eso, y no lograba acordarse de a quién se la había prestado. Por eso nunca se la pudimos recuperar. Recuerdo que se entristecía mucho cuando hablaba de la pérdida del hacha, aunque yo la tengo aún muy clara en la memoria por las incontables veces que la examiné y la tuve entre las manos”.
Las circunstancias en las que se produce el hallazgo, de forma casual y no como resultado de una búsqueda arqueológica organizada con antelación, nos hace pensar que a partir del momento de la aparición fortuita del hacha petaloide es que comienza el interés de Francisco por la arqueología, al menos el interés en la medida tal que lo llevaría a involucrarse de lleno en el fascinante mundo de la prehistoria indocubana, mediante acuciosas lecturas; pero muy especialmente mediante los trabajos de campo que ejecutó, ya fuere en los terrenos de su finca como en otros lugares del Valle de Florencia, escenario principal y al parecer exclusivo de su labor exploratoria. A propósito de lo anterior atestigua Juana María: “Todas sus búsquedas y excursiones fueron la mayoría de las veces en los terrenos de Sur del Valle, y en alguna que otra vecina. La finca, actualmente inundada por las aguas de la presa Liberación de Florencia, está ubicada no lejos de un islote dentro de la presa que funciona como lugar turístico por sus bellezas y atractivos naturales”.
Pero no solo fue el hacha petaloide el único hallazgo de Francisco, aquellas frecuentes y largas excursiones trajeron otras recompensas, de las cuales nos ofrecen aisladas señales las palabras de Juana María, expresadas con firmeza, emoción y lucidez: “También había piedrecitas, así como unas conchas y caracolitos que se notaba enseguida que habían sido pulidas y trabajadas por la mano del hombre y no por la naturaleza. Incluso algunas de aquellas conchitas eran del mar. Todo eso él lo recogía y guardaba como un tesoro. Salía al campo muchas veces, pero no a trabajar la tierra, sino a hacer sus excursiones arqueológicas. Desde joven se perdía de la casa y se pasaba días enteros por ahí con su machetico, buscando cosas de los ‘indios’. Ante aquello mi mamá lo que hacía era pelear, porque según ella mi padre estaba en la bobería. Siempre he pensado que después de que él encontró aquella hacha fue que le llamó la atención la historia de los ‘indios’ y empezó a buscar y buscar por su finca y sus alrededores y a coleccionar todo lo que él entendió eran pertenencias de los aborígenes. Y nunca se equivocaba, siempre lograba distinguir, de entre las piedras y conchas comunes, aquellas que tenían un valor arqueológico”.
De los muchos hallazgos realizados por Francisco, tanto en su finca en pleno corazón del Valle de Florencia como en sus alrededores, fue, al parecer, el hacha petaloide el de mayor significación histórica y cultural; apreciación que defendemos solo de forma hipotética, pues no contamos con elementos suficientes para precisar el carácter de los demás vestigios que encontró, entre los cuales bien pudo existir alguno que fuera equiparable al hacha o la superase por ostentar determinadas características que solo un científico especializado hubiese logrado aquilatar. Lamentablemente se desconoce el paradero actual de las piezas aborígenes halladas por Francisco, en caso de que existan todavía. Nadie conoce la identidad del individuo a cuyas manos fue a parar el hacha, ni siquiera fue realizada nunca una foto o un dibujo de la pieza, por lo que no contamos tampoco con un testimonio gráfico fidedigno que nos permita llegar a algunas consideraciones de interés tras el examen minucioso tanto del hacha como del resto de las piezas encontradas. Solo contamos con la descripción muy elemental que nos ofrece Juana María, y de sus recuerdos en torno a los demás objetos hallados por su padre. Resulta lógico entonces que sea del hacha de quien mejor se acuerde a la hora de brindarnos una descripción de los especímenes; el hacha fue siempre la pieza principal de la colección y a la que Francisco le otorgó una mayor importancia.
A lo anterior añádase que las hachas petaloides taínas, por su prestancia y belleza, han llamado y siguen llamando la atención tanto a los arqueólogos como a los desconocedores de la arqueología. De cualquier forma, nos aventuraremos a establecer teorías sobre el posible carácter de los artefactos de concha hallados por Francisco, aunque desde luego de forma muy hipotética. De tal modo, pensamos que las conchas trabajadas han de haber sido pendientes de oliva, o adornos para realizar incrustaciones en los ídolos, o herramientas de uso cotidiano tales como gubias, raspadores, cuentas u otra especie de artefacto típico de la industria de la concha de nuestras comunidades precolombinas de la etapa agroalfarera.
El episodio del hallazgo del hacha taína y las historias que conocemos de Francisco Ortega, aportadas por su propia hija, nos condujo inmediatamente a un detenimiento, no sin cautela, en el rastreo de algunas señales de importancia que nos permitieran apreciar, en su mayor justeza, el valor para la arqueología aborigen de Cuba del quehacer de Francisco Ortega Hernández en la finca Sur del Valle, al noroeste de la actual provincia de Ciego de Ávila.
La primera de las señales reveladoras guarda estrecha relación con el Instituto de Segunda Enseñanza de Ciego de Ávila, donde sabemos con seguridad que estudió, y el momento en que pasó por allí nuestro soldado. Analicemos entonces, detenidamente, los datos fidedignos que tenemos a nuestra disposición: Francisco cursó estudios en el Instituto, como hemos apuntado y de lo cual tenemos pruebas documentales irrebatibles, entre los años 1938 y 1941, lo que nos indica que estuvo presente como alumno en ese plantel durante el año 1941. Asimismo, resulta un hecho probado que el gran arqueólogo y antropólogo cubano Manuel Rivero de la Calle fue estudiante del Instituto de Segunda Enseñanza de Ciego de Ávila precisamente en el año 1941, y que fue alumno predilecto del ilustre profesor y apasionado de la arqueología Marino Mendieta Echeverría, con quien hizo sus primeras exploraciones arqueológicas. Si tenemos en cuenta que Francisco Ortega coincidió en el Instituto cronológicamente con Manuel Rivero de la Calle y el eminente profesor Marino Mendieta Echeverría, que ya para ese entonces había hecho su gran hallazgo en el Valle de Florencia y dado inicio a su búsqueda de piezas indocubanas, cabría hacernos las siguientes preguntas: ¿Llegó a conocer Francisco Ortega a Manuel Rivero de la Calle? ¿Formó parte del grupo de arqueología que existió en el Instituto de Segunda Enseñanza por aquellos años? ¿Al igual que ocurrió con Rivero de la Calle, fue también su mentor el catedrático Marino Mendieta Echeverría? ¿Participó en las excursiones y excavaciones arqueológicas junto a Rivero de la Calle y Marino Mendieta? ¿Colaboró Francisco con el museo que el propio Marino Mendieta había creado en el Instituto, al cual aportó piezas notables junto a Manuel Rivero de la Calle, y que tenía entre sus colecciones preferencia por la arqueología indocubana? ¿Tanto Marino como Rivero de la Calle llegarían a tener conocimiento de los hallazgos y la labor investigativa de Francisco en los terrenos de la arqueología? ¿Hubo una estrecha relación entre el quehacer científico de estos tres hombres? ¿Fue Francisco, al igual que Rivero de la Calle, alumno de Marino Mendieta? ¿Además del hallazgo del hacha taína tuvo también un peso importante en el despertar de la pasión por la arqueología de Francisco el haber sido alumno de Marino Mendieta y compañero de estudios del entonces joven Manuel Rivero de la Calle? ¿La decisión de buscar vestigios aborígenes en su finca de Florencia fue el resultado de una decisión exclusivamente propia u obedeció también al estímulo de Marino Mendieta y de Manuel Rivero de la Calle? ¿No llegaron nunca a conocerse? ¿Hizo sus aportaciones Francisco Ortega al museo del Instituto con la donación de algunos de sus hallazgos? ¿Tuvo algún protagonismo en la conformación del grupo de arqueología del Instituto? ¿Alcanzó a participar en la creación del museo del que dispuso el memorable centro escolar…? Cada una de estas preguntas y de otras tantas no relacionadas aquí por lo numerosas, cuyas respuestas contribuirían a que lográsemos apreciar mejor la obra investigativa de nuestro soldado y el lugar preciso que ocupa en la historia de las investigaciones científicas en Ciego de Ávila, permanecen hasta el momento en el aire, respaldadas por la incógnita y sujetas a las arenas movedizas y traicioneras de las especulaciones y la imaginación, cuando de hallar los entretelones de la historia de un personaje real caído “en las oscuras manos del olvido” se trata. Ni siquiera Juana María pudo aportar información al respecto, como tampoco hemos encontrado, a partir de conversaciones con avileños que estudiaron por esos años en el prestigioso centro de estudios de la Ciudad de los Portales, algún dato de interés. En lo personal considero que son muy altas las probabilidades de que Francisco fuese alumno de Marino Mendieta, y es muy difícil que, habiendo coincidido con Manuel Rivero de la Calle en el curso correspondiente al año 1941, estos tres hombres no se hubiesen identificado por la enorme pasión e interés común en torno a los estudios arqueológicos; más aun teniendo en cuenta que para ese entonces ya Francisco había realizado su hallazgo del hacha petaloide, lo cual demuestra que no era del todo un principiante y que contaba con una valiosa experiencia en los terrenos de nuestra historia precolombina.
A los razonamientos anteriores añádase el siguiente: Resulta un hecho probado que Manuel Rivero de la Calle fue estudiante del Instituto de Segunda Enseñanza de Ciego de Ávila durante 1941. Dos años después participaría, junto a Felipe Pichardo Moya, en excavaciones arqueológicas y ya para 1945 era matrícula oficial en la Universidad de La Habana. Según consta en los documentos facilitados al autor por Juana María, ese fue el año de culminación de los estudios en el mismo plantel de Francisco. Sin embargo, al preguntarle si su padre conoció a Manuel Rivero de la Calle y a Marino Mendieta, y si estuvo vinculado con ellos al grupo de arqueología del Instituto, la pregunta permanece sin respuesta. De cualquier forma, las probabilidades de que así hubiese ocurrido son altas, aun cuando recordemos que la presencia de Francisco en el Instituto fue esporádica, dada su condición de alumno del curso libre.
Como hemos visto hasta aquí, Francisco se gradúa de bachiller en el Instituto de Segunda Enseñanza de Ciego de Ávila en 1941. Cuatro años más tarde fue fundado oficialmente en la ciudad de Morón el Grupo Arqueológico Caonabo, uno de los más importantes de Cuba en el estudio de la arqueología indocubana. Hasta donde sabemos Francisco no estuvo vinculado al mismo, aunque existe la posibilidad de que llegara a conocer a sus integrantes, quiénes también hicieron exploraciones arqueológicas en el Valle de Florencia, lugar donde vivió nuestro soldado anónimo y donde hizo la totalidad de sus hallazgos aborígenes. Para el año de 1945, Francisco era conocido por los campesinos del Valle como buscador infatigable de restos arqueológicos, y es muy probable que hasta él hayan llegado los miembros del Grupo, aunque su nombre y posibles aportaciones no figuren, hasta donde hemos revisado, en ningún documento. No olvidemos que la finca Sur del Valle se encontraba en pleno corazón del Valle de Florencia, como tampoco que fue Francisco, indudablemente, el único gran conocedor de la arqueología de aquella comarca en el momento en que el Grupo Caonabo hizo allí sus exploraciones. Permanece en el enigma si se relacionó o no Francisco con ellos, pero sí podemos asegurar que los integrantes del Grupo moronense encontraron en el Valle de Florencia varias hachas petaloides taínas de gran tamaño, belleza y pulimento, algunas de las cuales pueden apreciarse actualmente en la primera sala expositiva del Museo Caonabo de la ciudad de Morón. ¿Fueron encontradas estas hachas y otras piezas del ajuar aborigen en la propia finca de Francisco o en alguno de los sitios del Valle explorados por él? ¿Fueron determinantes para la realización de estos notables hallazgos del Grupo Caonabo y el conocimiento arqueológico que llegaron a alcanzar del Valle de Florencia, las colaboraciones y el apoyo que pudieron haber recibido de nuestro soldado anónimo…? ¿Fueron realizados los descubrimientos en otros lugares del Valle de Florencia no explorados por Francisco? ¿Tenían noticias los integrantes del Grupo de los hallazgos de Francisco y de su permanente quehacer tras la búsqueda de materiales arqueológicos? Tal como les ocurrió a los estudiosos del pasado aborigen de Florencia con posterioridad a 1980, ¿el Grupo Caonabo desconoció la existencia de los sitios arqueológicos localizados por Francisco y de los hallazgos que tuvieron lugar en su propia finca? Cada una de estas preguntas queda también pendiente a una respuesta futura, a una posible develación. Al mismo tiempo, se llega fácilmente a la teoría de que lo más probable es que Francisco no se haya vinculado con el grupo científico, pues de haberlo hecho es muy difícil que no hubiéramos encontrado alguna referencia o que su propia hija no lo recordara.
Existe, al mismo tiempo, otra posibilidad y es la que nos conduce a pensar que Francisco sí tuvo alguna vinculación con el grupo de arqueología del Instituto o con el Caonabo de la ciudad de Morón pocos años después de haberse graduado, y que sí haya tratado por intereses intelectuales comunes con Manuel Rivero de la Calle y Marino Mendieta, pero que su vinculación haya resultado efímera y que a esto se deba el que su rastro se haya perdido o resulte invisible. Téngase igualmente en cuenta que Francisco vivió siempre en el Valle de Florencia y nunca en las ciudades de Morón o Ciego de Ávila. Su presencia en el Instituto no fue permanente, como ya hemos dicho, pues en todo momento fue alumno del curso libre o a distancia, por lo que solo hizo acto de presencia en circunstancias muy específicas del curso escolar como para comparecer a exámenes, recoger, firmar documentos y otras actividades.
Actualmente, los únicos dos sitios reconocidos y reportados por la ciencia arqueológica para el Valle de Florencia son los identificados con los nombres de Río Palma y Río Palma 1, próximos al cauce fluvial del mismo nombre, ambos correspondientes a la etapa agroalfarera, aunque existe la tesis de que pudieran corresponder a la etapa protoagrícola. Estos residuarios se encuentran ubicados en un emplazamiento dentro del Valle que dista del lugar donde estaba la finca de Francisco; Sur del Valle se encontraba en un área central dentro del accidente geográfico del Valle de Florencia y los sitios de Río Palma se encuentran cercanos a la ladera de las lomas, más al norte, aunque dentro del área del Valle. Lo anterior indica entonces que el lugar donde Francisco hizo sus hallazgos pudiera corresponderse con un importante asiento de aborígenes que nunca fue reportado para la ciencia y que, por desconocimiento de estos hallazgos por los estudiosos de la arqueología territorial del antiguo Camagüey, tampoco fue explorado a fondo.
Las investigaciones arqueológicas que se llegaron a realizar en el Valle de Florencia en los dos sitios mencionados, las noticias confirmadas de hallazgos de piezas de indudable filiación aborigen, entre las que se destacan de manera especial los descubrimientos que allí hicieran en la década de los cuarenta de la pasada centuria los miembros del Grupo Caonabo y los hallazgos de Francisco, la tipología y calidad de muchas de las piezas procedentes de esa área (como es el caso de un colgante lítico, único hasta el momento en la arqueología antillana, procedente del sitio de Río Palma, expuesto en la actualidad en el Museo Municipal de Florencia), constituyen claras y elocuentes señales de la riqueza arqueológica de ese amplio Valle de la geografía de Ciego de Ávila. Entonces podemos asegurar que los lugares donde Francisco realizó sus hallazgos siguen siendo hasta la fecha desconocidos, al no haberse reportado en su momento, ni estudiados cuando todavía era posible, pues en la actualidad el Valle se encuentra bajo las aguas de la presa Liberación de Florencia, perdiéndose de esta forma la posibilidad de hacer allí estudios arqueológicos de envergadura. Y es sobre todo por estas razones a las que se debe la ausencia, en la literatura arqueológica cubana, del Valle de Florencia como área de gran interés para los estudios indocubanos. También a lo anterior se debe a que en ninguno de los museos avileños aparezca registrada la finca Sur del Valle como sitio arqueológico precolombino. Ni siquiera el arqueólogo Dr. Jorge Calvera Rosés, quien trabajó en varias oportunidades en esa parte de la geografía de la actual provincia avileña, tiene noticias de ese residuario. Y resulta llamativo que el Grupo Caonabo de Morón no incluyera en sus relaciones de sitios arqueológicos aborígenes explorados y excavados por ellos, ningún sitio del Valle de Florencia, a pesar de que hicieron allí varias exploraciones de las que resultaron hallazgos de gran importancia. Se nos ocurre pensar entonces que las hachas taínas y otras reliquias indocubanas descubiertas por el Grupo Caonabo fueron encontradas en sitios del Valle donde no se pudieron localizar residuarios arqueológicos o verdaderos sitios de habitación al tratarse de hallazgos de piezas sueltas y esporádicas, cuya aparición sirvió tan solo para probar el trasiego por aquellos paisajes de las comunidades aborígenes, sin haberse encontrado restos de verdaderos asientos de poblados.
Otra hipótesis a considerar es que Francisco tuviera conocimiento de la existencia de los residuarios conocidos actualmente como Río Palma y Río Palma I, puesto que se trata de sitios arqueológicos (sobre todo Río Palma), donde fueron recogidas piezas aborígenes desde principios del siglo pasado, aunque en realidad esos sitios no fueron explorados por los arqueólogos hasta la década de los setenta y los ochenta del siglo XX. Lo que ocurre es que, como Francisco no dejó de explorar aquellos lugares del Valle y sus inmediaciones donde se sabía que habían aparecido objetos indocubanos, es muy probable que también hubiese hecho estudios en los sitios de Río Palma, llamados de esa forma por su cercanía al Río Chambas, que en esa parte de la geografía del noroeste avileño se le llama Río Palma, y que constituye una de las fuentes hidrográficas más importantes del Valle de Florencia.
Ahora bien, las señales que nos llegan de la labor arqueológica de Francisco apuntan a que fue la de un solitario, quizás la del primer hombre que en el territorio florenciano se interesó por el pasado aborigen de Cuba y, por consiguiente, el primero también en coleccionar y estudiar las valiosas reliquias que allí permanecían de sus primeros pobladores. Uno puede, entonces, imaginarse a Francisco en su búsqueda por el Valle donde tenía su casa, inclinado entre los surcos de las plantaciones, con los ojos inquietos y acuciosos al acecho de cuanto vestigio indocubano se encontrase sobre la superficie del terreno. Puede uno imaginarse a este hombre de emprendedor espíritu y apetito desmedido de conocimientos, acudiendo raudo a los lugares que conforman el Valle de Florencia y sus alrededores, donde se suponía que debían existir restos de los aborígenes o donde en algún momento habían aparecido, según las noticias que llegaban y se esparcían pronto entre los campesinos de la localidad. Puede uno imaginárselo ansioso por encontrar un nuevo espécimen, tal vez asistido por la fuerza y la perseverancia que paradójicamente le infunden al hombre de ciencias el hecho de saberse incomprendido y desalentado por quienes consideraban que su labor era inútil y para nada provechosa. Puede uno sin dificultad ser partícipe de su alegría y sobresalto cada vez que encontraba una nueva reliquia que hubiese brotado accidentalmente de la tierra. Puede uno verlo en su trasiego indagador por los rincones del mítico Valle de Florencia, sin otra compañía que la de su machete de campesino, un entusiasmo a prueba de balas y la sabiduría del espíritu, cualidades que junto a los enormes conocimientos que llegó a alcanzar le permitieron finalmente escribir, sin saberlo o sabiéndolo acaso desde la humildad y sencillez que caracteriza a los legítimos amantes de la cultura, una página significativa para la historia de la arqueología indocubana, y muy especialmente para la historia de los ciencias humanísticas de la región de la Isla donde nació y murió.
Mediante el análisis de los documentos facilitados por la hija de Francisco, entre los que se encuentran el pasaporte de su padre y el carné que lo identificaba como socio de la Asociación Canaria de Cuba, puede asegurarse que su última entrada al país, procedente de Islas Canarias, ocurrió el 14 de septiembre de 1958, según consta en los documentos mencionados. Y a partir del examen del carné de socio de Francisco Ortega Hernández anotamos los siguientes datos: Su inscripción oficial como socio de la Asociación Canaria de Cuba tuvo lugar en noviembre de 1937, a los veintitrés años. El carné le fue entregado en La Habana el 17 de octubre de 1938. Su número de socio fue el 8153. En cuanto a su pasaporte, le fue entregado el 9 de junio de 1958, con expediente número 24649/58 y carta de pago número 63052. Y es gracias a estos documentos que no guardan relación con el quehacer científico de nuestro soldado anónimo que podemos seguir sus rastros, ubicarlo en el tiempo y comprender mejor sus avatares. En el cajón donde se conservan, guarda también Juana María numerosas fotos de su padre en las que se le distingue con facilidad, en su semblante de anciano, esa misteriosa aureola de hombre de natural talento y de espíritu iluminado e iluminador. Por su parte, un análisis detenido de las actas de comparecencia a exámenes y certificaciones de notas del Instituto de Segunda Enseñanza de Ciego de Ávila, ofrece testimonio de las asignaturas vencidas por Francisco con excelentes notas, las que hablan a su vez de la perseverancia que lo asistía, de su inteligencia y férrea voluntad, de su especial preparación en asignaturas del terreno de las ciencias humanísticas o humanidades, y del estudio de la naturaleza en las que se destacó, tales como Historia General e Historia Natural. Por poner apenas dos ejemplos, en las certificaciones de notas del último curso, emitidas por el Instituto y correspondientes al 30 de junio de 1941, consta que en las asignaturas mencionadas alcanzó la nota de Sobresaliente.
Se conoce, además, que fue dos veces más a Canarias para ver a su madre, quien había decidido permanecer en su tierra natal.
Francisco Ortega fallece a los 84 años en el poblado de Tamarindo, no muy lejos del lugar donde trabajó tantos años y realizó el hallazgo de la majestuosa hacha petaloide de los indios taínos que habitaron por aquellos paisajes de tanta belleza mucho antes de que los conquistadores europeos llegaran al Caribe, la misma hacha de piedra que lo condujo de golpe a su pasión por la arqueología indocubana. Aunque su primer hallazgo fue al parecer fruto exclusivo de la casualidad o del destino, lo cierto es que el descubrimiento, como hemos insistido, fue el detonante para que Francisco se dedicara a la búsqueda de otros restos del pasado de la Isla.
La reliquia, lamentablemente desaparecida, por las descripciones que de ella se nos ofrece, es comparable con otras que hallaría luego en el propio Valle de Florencia el Grupo Arqueológico Caonabo de la ciudad de Morón. Se trata de hachas petaloides taínas que constituyen clásicos exponentes en su género, de gran pulimento y belleza, cuyos lugares de origen con exactitud dentro del Valle de Florencia se desconocen, pues al parecer el Grupo no dejó testimonio escrito en relación a estos hallazgos, o en cambio, los dejó y no se conservaron, o permanecen aún sin localizar. Por tal motivo no podemos asegurar que alguna de estas hachas proceda del lugar donde Francisco realizó sus descubrimientos. De tal forma, los datos indocubanos que poseemos del Valle de Florencia son esporádicos y dispersos al no haberse hecho nunca allí una verdadera campaña de trabajos arqueológicos. Los sitios más explorados fueron Río Palma y Río Palma I, y todo quedó en exploraciones de superficie y recogida de material arqueológico. De los sitios explorados por el Grupo Caonabo no quedan testimonios definitivos en cuanto a su carácter y ubicación geográfica dentro del Valle; y de los descubrimientos de Francisco solo conocemos el lugar de procedencia del hacha petaloide, desconociéndose la ubicación exacta de los lugares donde realizó el resto de sus hallazgos. Ninguno de los sitios fueron excavados científicamente, incluso (en caso de no haber llegado nunca al conocimiento del Grupo Caonabo) es probable que hayan pasado inadvertidos para la ciencia al no haber sido reportados nunca por Francisco.
La causalidad, cuya existencia apoyó Albert Einstein, me llevaron al encuentro de uno de los soldados anónimos de la arqueología indocubana, uno de esos soldados que por no disponer de un testimonio escrito de su labor investigativa permanece en la invisibilidad para generaciones actuales de estudiosos de la prehistoria cubana. El hacha petaloide taína que encontró en el suelo fértil del Valle de Florencia, hizo que en Francisco prendiera aún más la llama de la afición por la arqueología, al punto de dedicar en lo adelante su existencia a la búsqueda y estudio de materiales arqueológicos aborígenes, labor que alternaba con sus muchas obligaciones como hombre de campo de carácter humilde y laborioso, el mismo carácter que los primeros europeos al arribar a nuestras costas señalaron como distintivo de sus habitantes. Las pesquisas que realizó, sin otros recursos que no fuesen su voluntad y apasionamiento por la disciplina arqueológica, demuestran que le corresponde por derecho un puesto destacado en los anales de la historia de la ciencia avileña. Sus esfuerzos, tras la localización de piezas arqueológicas tanto en su propia finca como en sus alrededores, han de apreciarse como un aporte sustancial al conocimiento de una región, aunque de tales esfuerzos solo nos lleguen unas pocas pinceladas, siempre en medio de la neblina que la desmemoria impone al paso de las décadas. Compartir esta historia, más que un acto de justicia, deviene revelación de un prodigioso servicio cuyas resonancias no quedarán en la invisibilidad, pues tiene razón Rabindranath Tagore al preguntarse: “¿Qué llama invisible de oscuridad es ésta, cuyas chispas son las estrellas?”