¿Vemos? ¿Qué vemos? ¿Quién ve? ¿El ojo facetado del insecto, el borroso del batracio, la omnipresencia de Dios? Así como la música, desde nuestros orígenes, potenció el sentido del oído como una dignidad espiritual, las técnicas contemporáneas de la imagen han reconstruido el sentido de la vista.
La primera de ellas, la fotografía, comenzó imitando a la pintura, que era hasta entonces el oficio del espíritu en la imagen; pero pronto empezó a ponernos delante no lo que creíamos que veíamos sino lo que no, la realidad cruda y política, el instante decisivo de la reflexión o el símbolo, la hermosura insospechable del mundo. La fotografía y luego las imágenes en movimiento han creado una realidad incisiva y paralela, reveladora y también peligrosa, que la función del arte mantiene siempre en los límites de la verdad. La fotografía de arte puede proponernos la aventura de la visión como una continua sorpresa, como una profecía del ser que se nos revela para educarnos.
Queremos creer eso que creemos ver, porque es símbolo.
Como investigación de lo real, la fotografía artística nos revela la verdad indiscutible. El mendigo de Avedon es, evidentemente, un rey; sus millonarios, con esas ropitas que al cabo del tiempo los hacen aparecer como payasos, sonríen como idiotas. Cartier-Bresson nos regala esos niños españoles en un grito de alegría: esta epifanía del ser no será entendida, ni siquiera vivida, por esos niños entretenidos: solo la foto les dirá, si la ven luego de mayores y tienen ojos para verla, lo que habían vivido sin sospecharlo. Una persona de pequeña estatura, que llamamos enanos, cómo sería agradable de ver: porque al mendigo podemos darle dinero, pero estirarles la columna vertebral a esas personas está claro que es imposible. Sin embargo, la piadosa Diane Arbus, que luego se suicida, nos los presenta con una dignidad mayor que la de los bufones de Velázquez. Pero esas revelaciones ocurren afuera. Contemplemos el escándalo de Cindy Sherman que se fotografía haciendo una multitud de personajes de estereotipo, incluso masculinos, explorando las versiones del ego como una maldición colectiva. Más allá del instante decisivo de Kertész y Cartier-Bresson encontramos la construcción de una escena que es fotografiada con una deliberación para nada pictórica, pues lo que importa es la apariencia de realidad que resulta más real, para el artista, que la realidad soñada o periodística. Soñemos, sin embargo, con esa muchacha desnuda que pronto va a parir, con esos paisajes de Ansel Adams. O con los de Carlos Sotuyo, para él divertimentos.
La fotografía de arte se deshace también de la intención de objetividad o de subjetividad lírica para buscar o construir, con los elementos de la realidad visual, el Símbolo. Y no me refiero al fotomontaje y las técnicas de manipulación de la imagen, comunes hoy. No: lo que vemos a veces se nos transfigura. O lo transfiguramos. La trampa de que el joven obrero, héroe solar en la foto, padece una hernia discal y una hipertensión peligrosa, resulta un dato indiferente. Queremos creer eso que creemos ver, porque es símbolo. ¿De qué? De lo que quisiéramos tener como realidad no ya visible, sino vivible. Queremos creer. Hacemos creer. Vemos.