Siendo jurado del concurso de fotografías “País de píxeles” 2014, recibí, como tras una erupción bajo el océano de la realidad cubana, una gran ola de fotos. Todas “reales” como entradas y salidas de una isla habitada por la necesidad extrema de la imagen, del descubrimiento y la verdad. Fue estimulante y a la vez desconcertante sentirme obligado a afinar el ojo a través de tantas miradas, a veces diametralmente distintas, para escoger las obras premiadas. Los cinco integrantes del Jurado, estábamos muy dispersos, separados por kilómetros de diferencias tecnológicas: unos en Estados Unidos, como Ismael de Diego y Orlando Luis Pardo, Claudio Fuentes en La Habana, y yo casi a oscuras en Ciego de Ávila. Finalmente pudimos intercambiar nuestras apreciaciones por correo electrónico y se dio el resultado final.
En la noche de inauguración de la exposición, en la galería El Círculo en El Vedado, noche concurrida donde se unieron un gran número de fotógrafos en su mayoría jóvenes, profesionales y aficionados, me sorprendió “redescubrir” fotos muy sugerentes, una vez impresas, cuando pasábamos la vista por las paredes llenas. Sin duda había muchas que se quedaron sin premio y no merecían menos atención.
Quiero traer a comentario al menos una, en representación de todas las que por motivos diversos se mantuvieron resonando en mi retina. Es la foto “Bailarinas en la plaza”, de Alain Rafael Dueñas Estévez. No conozco ni someramente al autor, como tampoco al resto de participantes, salvo un par de amigos que también se quedaron sin premios. Me limito a comentar esta instantánea que aún me convence. Creo que para casi todo el mundo pasó desapercibida, pues no toca los tópicos de la denuncia social, en ella no hay nada roto ni sucio, al menos aparentemente, y parece incluso “agradable”.
Dos niñas hermosas, estilizadas, han sido captadas en el pupitre que comparten y en sus uniformes escolares, cuando tienen la atención fija al frente, quizás en un maestro. Sus miradas dicen que está ocurriendo algo serio y que les atañe. No hay duda de que no posan para el lente, reflejan tensión, y reaccionan con la espontaneidad limitada que es propia de un escenario-molde como un aula, pero el fotógrafo ha tenido la suerte o la habilidad de atrapar ese momento en que sus manos coinciden en tocar sus rostros y trazar una misma especie de filigrana. No hay que ser un experto en leer el lenguaje corporal, para saber que solo la reflexión, la ansiedad y la preocupación pueden motivar semejantes gestos. Sin embargo, el nombre de la foto, aquí tan apropiado, hace reparar en lo que hay de coreografía. Yendo del título a la foto misma, luego no es difícil pasar a la evocación del clásico baile de los panecillos, la escena que inmortalizó el Charlot de Charles Chaplin.
Como si fuera poco, el perfil de dos hombres situados en un extremo, que casi se quedan fuera de la foto, que parece que nunca debían estar ahí y sólo han sido enmarcados como por casualidad, acentúan la tensión, pues la mirada del hombre negro es introspectiva y asustada, y el gesto del mismo hombre es el que se repite en las niñas, siendo el que inicia la inquietante danza. A falta de un tubo o un pasamano, las tres figuras principales de este extraño ballet, están apoyándose sobre sus propios rostros, incluso se aprietan la boca.
La palabra “plaza” en el título sugiere un contexto mayor, macrosocial, y apunta a las coordenadas históricas de un país como Cuba donde las plazas públicas han sido la gran pasarela de los actos políticos y multitudinarios en que se busca dar siempre una imagen de armonía ideológica.
A simple vista parece una foto cualquiera tomada de un álbum escolar. Áreas de luz y colores se dilatan y dispersan. Es parte de su virtud. Tiene todos los elementos de un relato sobre la tensión y la conmoción subyacente, a que están expuestos siempre los niños en las escuelas. Todas las escuelas, como escribió Michel Foucault, son sistemas de represión de la individualidad y mecanismos de control social.
El buen arte es siempre evocativo de la verdad, sutil.