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Música | Epitafio para el jazz

"El jazz me trae tantos y tan buenos recuerdos que me hace sentir como un hombre viejo, con mucha nostalgia y mucha vida gastada entre el humo del tabaco".

Trompeta
Un epitafio para el jazz. | Imagen: Árbol Invertido

Diario del sibarita | 2

Como me sucede con la literatura —y con todo— también en la música tengo bien repartidas mis lealtades. Es un club de siluetas oscuras, difusas y a contraluz, que manejan sus instrumentos con dedos rápidos como navajazos, sin consultar el esqueleto de los atriles. Tuve la suerte de que mi abuelo me enseñara solfeo, me abriera apocalípticamente los oídos y, como quien se desprende algo sagrado, accediera a regalarme sus discos de vinilo.

Ahora, aunque ya no puedo sincopar como un aristogato, todavía mantengo una fidelidad casi matrimonial por un grupo de músicos de todos los registros, géneros y épocas. Pero nada se compara con mi devoción, mi religiosidad, mi fanatismo sin tregua por el jazz.

Con la reincidencia de un esquizofrénico acudo a los mismos maestros, brillantes y, sin embargo, casi todos negros. En un sano ejercicio de racismo a la inversa, debo confesar que la piel almibarada y tostada es un sello de calidad, al menos para mí, que sigo siendo un dinosaurio en estas y otras muchas opiniones.

No sé si alguien lo dijo ya, pero me gustaría haberlo dicho primero: el jazz es a la música lo que la novela a la literatura. Es un ejercicio de absoluta libertad, por donde se resbalan las notas calientes, espumosas y alcohólicas de una trompeta o un saxo. En una jam session hasta la flauta y el clarinete pierden su virginidad y su decencia. Si no pregúntenle a Woody Allen: no creo que haya ejemplo más obsceno y clásico.  

Procederé a declarar mi inventario, aunque es obvio: en primer lugar, Charlie Parker, con toda su artillería, pero en especial aquella descarga pastosa, suave y mágica de 1949, en el Carnegie Hall. Después viene Thelonius Monk, con un disco entrañable, Brilliant Corners; colocado en mi panteón junto al verdaderamente triste Kind of Blues, de Miles Davis.

El saxo de Parker, la trompeta de Dizzy Gillespie y el piano de Monk: la santísima trinidad jazzística.  

Le sigue Charles Mingus, que me anestesiaba durante mis fracasos amorosos y me ayudaba, hoy como ayer, a escribir novelas policiales con su tema para el no menos memorable Lester Young. Y en mi memoria sentimental estará siempre el sonido gastado de Glenn Miller, un músico capaz de cortarle el aliento a mi abuelo —y a mí también, lo admito— con Moonlight Serenade

Pero nada como esa antología de maestros, ese puñetazo a toda lógica que es Bird and Diz, sazonado por el saxo de Parker, la trompeta de Dizzy Gillespie —para tocar Manteca inflaba la cara como un sapo—  y el piano de Monk: la santísima trinidad jazzística.  

Entre los cantantes, la voz rajada e indispensable de Louis Armstrong —capaz de cantar con la garganta y con la trompeta— acompañado de su ballena angelical, su estrella: Ella Fitzgerald. Luego desfila una bien nutrida retaguardia: John Coltrane, Duke Ellington, Billie Holliday, Herbie Hancock y muchos otros, hasta llegar a Chano Pozo, Tito Puente, Arturo Sandoval y Chucho Valdés (aunque a este cuarteto le debo mucho más que una línea).

El jazz me trae tantos y tan buenos recuerdos que me hace sentir como un hombre viejo, con mucha nostalgia y mucha vida gastada entre el humo del tabaco y ese lugar donde el tiempo se congela en una melodía azul, lenta y vaporosa. Como dije antes, no soy un experto; solo un fundamentalista de la improvisación, la atmósfera cargada, el bajo marcándole a uno el ritmo de la vida y la oscuridad para querer, escuchar y beber en buena compañía.

Ahora que la música, la literatura y todo lo que alguna vez contribuyó a que el mundo fuera menos mierdero está siendo tragado por la mediocridad y el aburrimiento, tengo más razones para refugiarme en esta tribu de negros resabiosos y geniales, que se juntan para descargar en la eternidad del tocadiscos, vivos mientras haya alcohol decoroso, habanos y un asiento cómodo para sentarse a disfrutar.

Pero el apocalipsis me importa poco o nada. Llevo siempre en las manos la lata de recuerdos con la cual Tom Hanks —un hombre con el que no conviene viajar— cruzó el océano para encontrar a Benny Golson. Si alguien me pregunta por qué me aferro tanto a esas piezas, por qué las oigo tantas veces cuando escribo o cuando estoy insomne; o qué contiene esa lata maltratada que es la memoria de un hombre, daré su misma respuesta y con la misma cara de iluminado: jazz.  

Xavier Carbonell

Xavier Carbonell

(Camajuaní, Cuba, 1995). Escritor, periodista y editor. Ha realizado estudios de filología, comunicación y filosofía en distintas universidades. Trabajó como investigador y profesor en la Biblioteca Diocesana "Manuel García Garófalo". Es editor de la revista Árbol Invertido y corresponsal de SIGNIS, la Asociación Católica Mundial para la Comunicación. Recibió el Premio "Paco Rabal" de Periodismo Cultural por su crónica "Mi canon sentimental del cine cubano", y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara por su novela El libro de mis muertos. Con El fin del juego obtuvo el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Gastrónomo por vocación, aunque no por oficio, y furibundo fumador de puros. Espera el apocalipsis en muy buena compañía y sobrevive tras las trincheras de su biblioteca. 

 

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