Una mujer y un hombre cuarenta años después
El día de su cumpleaños 59, Verónica amaneció muy temprano. Durmió a intervalos debido a que no cesaba de reparar en que se hallaba en el crepúsculo de la cincuentena y por la fiesta que llevaban días preparándole las amigas quienes, además, eran ex condiscípulas de su curso en la escuela secundaria básica.
La última semana el chat de WhatsApp del grupo se había convertido en un hervidero de propuestas de platos a cocinar, o a llevar ya comprados, más bebidas y la música. ¡Ah, la música!: era imperdonable si no llevaban las canciones por las cuales desfallecían Verónica y casi todos: las baladas pop en inglés de las décadas del 60 al 90. Todo estaba garantizado. Pero a Verónica, por el WhatsApp, le habían prometido una sorpresa que para nada se filtró durante esos siete días.
A las seis de la tarde, Verónica estaba sola en su casa. Su hija, más los dos nietos, decidieron dejar a la abuela a sus anchas en la casa: celebrando con las amistades de antaño. No regresarían hasta el domingo después del horario de almuerzo. Los invitados comenzaron a llegar: todos apuntando a asomarse a la tercera edad, aunque muy bien conservados. Incluso de algunos podía decirse que proyectaban una imagen juvenil, a pesar de que en la cara se les notase el paso del tiempo.
Verónica los fue recibiendo uno por uno. Los saludó con calidez: casi declamando —al menos— sus respectivos nombre y primer apellido. Era una fila organizada en la puerta de la amplia y lujosa casa de Nuevo Vedado, que muy pocos de esos ex condiscípulos pudo visitar durante la segunda mitad de los años setenta.
Entonces el padre de Verónica era un joven militar de alta graduación que apenas rebasaba el umbral de los 40 años de edad, pero ya había sido ascendido al grado de General de Brigada. Por esa razón, las relaciones de amistad de Verónica no trascendían a la familia; en todo caso, se limitaban al plantel escolar, a algunos paseos los sábados por la tarde-noche y a las etapas de la escuela al campo: durante cuarenta y cinco días, Verónica se entregaba por completo a cultivar amistades que ella sabía bien no podían trascender a la familia.
Para mayor dicha, cada domingo, día de visita, después de pasar todo el tiempo con sus padres, Verónica le pedía al General que adelantara al menos a una o dos madres de sus amigas hasta la entrada de La Habana, donde les sería mucho más fácil conseguir transportación hasta los municipios metropolitanos.
Todos esos recuerdos surcaban por la mente de Verónica mientras recibía uno a uno a sus ex condiscípulos. A muchos de ellos no los veía desde hacía más de cuarenta años. Llegó a la puerta la última de la fila: su mejor amiga, a quien saludó con el acostumbrado beso en la mejilla y esta aprovechó para decirle al oído:
—¡Mira a quién he traído conmigo! —señaló sonriente la amiga—. Nos tropezamos en Facebook hace algo más de una semana. Es la sorpresa que te estábamos preparando.
La amiga se apartó un poco y ante Verónica apareció un señor ubicado en el inicio de la setentena. Verónica se quedó mirándolo. De pronto le quitó la vista para voltear la cabeza. Su mirada recorrió a todo el grupo de ex condiscípulos aglomerados en la puerta, esperando la reacción de Verónica, quien regresó la vista al visitante y exclamó:
—¡Profe Arnaldo!
En la cara del señor se dibujó una amplia sonrisa que Verónica reconoció enseguida. Arnaldo abrió los brazos. Verónica se lanzó sobre él. Se dejó abrazar y abrazó a Arnaldo. Sobre el pecho del ex profesor de Secundaria dejó la huella fresca de la emoción por la felicidad irreprimible. Al separarse, Arnaldo conservaba la sonrisa que, de un día para otro, Verónica dejó de ver cuarenta y cinco años atrás, un semestre antes de que finalizara el curso escolar de noveno grado. Arnaldo era entonces un joven y prometedor profesor de física con 27 años de edad y egresado del Instituto Superior Pedagógico de La Habana. En la Secundaria lo habían nombrado profesor guía del aula donde estudiaba Verónica, quien era su mejor alumna y él, en consecuencia, la distinguía.
La comunicación entre ambos era excelente: fluida y respetuosa. Fuera del aula, pero dentro del plantel, Arnaldo era un profesor muy respetado por todo el estudiantado. Los docentes de sobrada experiencia lo veían resolver los problemas, y valoraban altamente la manera en la cual se comunicaba con los alumnos fueran o no sus estudiantes. En tal elevada estimación tenían todos los miembros del Consejo de Dirección las cualidades profesionales y humanas de Arnaldo, que habían decidido promoverlo a esa instancia a nivel de escuela.
—¡Bienvenido a mi casa, Profe! —dijo Verónica sin soltarlo del todo.
—¡Muchas felicidades! —dijo él tomándola cariñosamente por los hombros—. ¡Ah, y nada de profe Arnaldo, que los años han pasado. Me alegra mucho este reencuentro. ¡Mira que se lo he pedido a la vida!
Verónica volvió a sollozar y se tapó la boca con las dos manos. El grupo de amigos, aún en la puerta, premió el reencuentro con un aplauso sonoro.
Ya dentro de la casa y con la puerta cerrada, Verónica delegó en tres de sus amigas el desarrollo de la celebración: la preparación de la mesa con el cake, las velitas, los refrescos, las croquetas. Llegó el instante crucial de las fotos. En casi todas aparecía Arnaldo. Incluso decidieron reeditar una que conservaba Verónica, hecha en la escuela al campo de noveno grado, apenas dos meses antes de que Arnaldo desapareciera, misteriosamente, de la vida de todo aquel grupo y de la escuela secundaria.
Después llegó la música; más atrás las cajitas de comida: muy bien surtidas con ensalada fría, croquetas de pollo, cake y pasteles de guayaba. El refrigerio cerró con vasos de refresco y hasta cerveza. La casa grande del General en Nuevo Vedado había sido dispuesta esa tarde de sábado para el cumpleaños 59 de Verónica en compañía de todos aquellos amigos y condiscípulos que jamás pudieron ser recibidos allí.
Durante la semana, Verónica había planeado bailar casi todo el tiempo, pero la presencia de Arnaldo le hizo reconsiderar de inmediato todo lo relacionado con esa tarde.
—¡¿Qué fue de tu vida?! ¡Despareciste por arte de magia! —le dijo Verónica a Arnaldo al tiempo que abría los ojos una enormidad.
Arnaldo la miró unos segundos. Cuando los párpados de Verónica regresaron al sitio habitual, respondió:
—Llevo cuarenta y cinco años preguntándome lo mismo y no consigo responderme. Un día después de que regresamos de la escuela al campo, el Director de la secundaria me citó para una reunión urgente en la Dirección Provincial del Ministerio de Educación. La reunión era para el día siguiente a la llamada del Director, lo cual me extrañó mucho. Al llegar me llamó la atención que era el único convocado. Me trataron con mucho respeto profesional. Es más, me hicieron saber que me convocaban para darme una tarea de primer orden, para la cual el Partido entendía que yo era el pedagogo ideal. En concreto, me encargaban —a pesar de mi juventud— una de las asesorías metodológicas del Ministerio de Educación a la educación secundaria en Luanda, la capital de Angola: un país todavía en guerra, pero la capital estaba ya en poder del MPLA. Ni tan siquiera pude pensarlo porque no fue una propuesta laboral sino una tarea del Partido.
Entonces me hallaba yo en proceso de crecimiento al Partido y no era una época como la actual: en la que desde hace un rato la gente se niega a uno u otro encargo y, o no pasa nada, o la censura no es ni por asomo como la de esos años. De modo que salí de allí únicamente después de haberles dado un sí rotundo y con la certeza de que no regresaría a mis clases de física de noveno grado. Aquel día era jueves y el lunes tenía sí o sí que presentarme a un concentrado preparatorio en las afueras de La Habana. Fue un mes en régimen interno. Allí me dieron un curso acelerado de portugués desde básico hasta intermedio, un ciclo de conferencias histórico-políticas acerca del contexto angolano en las circunstancias de entonces, más algo de preparación combativa. Al mes estaba viajando a Angola, donde trabajé durante dos largos años.
Al término de la misión no me dejaron regresar a mis clases en la secundaria. Tuve que iniciar una ruta como funcionario en el MINED. Dos años después me dieron otra misión en África. Me dijeron que era inteligente aprovechar mi experiencia en Angola para asesorar metodológicamente a los pedagogos en Etiopía. Me fui dos años más. De regreso no tuve más remedio que ocupar un cargo de funcionario intermedio en el MINED. Hasta que a fines de los noventa me enviaron primero a Nicaragua (otros veinticuatro meses) y finalmente a Venezuela por la misma cantidad de tiempo. No te voy a negar que me fue bastante bien, pero también te diré que no fue nada de lo que siempre quise para mí.
Verónica había escuchado el anecdotario de Arnaldo con los ojos y la boca medio abiertos. Al final, nada más alcanzó a preguntar:
—¿Lograste crear una familia?
—Sí —respondió Arnaldo medio sonriente mientras sacaba de su billetera dos fotos—, estos son mis dos hijos. Ambos están ya a mitad de la treintena. Hace años viven en los Estados Unidos. Han venido a visitarme no pocas veces y me ayudan bastante. No me puedo quejar. La madre vive también allá. Nos divorciamos a inicios de los noventa. Tanta lejanía terminó por aniquilar el matrimonio. Poco después de llegar a Estados Unidos se casó con un cubano que es muy buena persona.
Verónica no habló de ella más allá de su matrimonio de pocos años y de sus dos hijos que ya le habían dado tres nietos. La conversación fue girando hacia otros temas de índole diversa y ambos tertulianos decidieron unirse al jolgorio. Hubo más fotos, besos y lágrimas de despedida. Verónica se aseguró de quedar bien conectada con todos sus ex condiscípulos y felizmente con Arnaldo, a quien encontró muy animado, vigoroso y lleno de proyectos a sus 72 años.
Al día siguiente era domingo. Despertó animada. Desayunó y bebió la última colada de café que le quedaba en el estante de la cocina. “De ninguna manera voy a pasar el día sin café”, pensó. Fue a su cuarto. Se vistió y salió a la calle con rumbo a una gasolinera cercana, donde había un pequeño mercado en el cual solía hacer compras menores. Al entrar y llegar al mostrador su mirada se tropezó con la de un viejo amigo: un teniente coronel del MINFAR, retirado y ubicado en los 80 años, que había sido muy cercano a su padre durante mucho tiempo. El anciano ex militar la reconoció y la saludó sonriente. Hicieron sus respectivas compras y dejaron el diálogo para la salida del mercado.
—¡Qué bien, este es el fin de semana de los reencuentros! ¿Cómo estás, Fernando?
—Bien de salud, a pesar de los 81 años que ya cargo sobre mi espalda. A ti te veo muy joven y bonita —piropeó el ex militar haciendo gala de una caballerosidad y buen gusto que Verónica reconocía de sobra en él.
—Pues muchas gracias, porque ayer celebré mi 59 cumpleaños. Precisamente por eso te decía que este es mi fin de semana de reencuentros. Hace años que no nos vemos y ahora estamos conversando. Ayer estuvo en mi casa todo el grupo de la secundaria. Incluso vino el profe de física: un joven muy capaz y bien formado que yo quise mucho. Teníamos muy buena comunicación, pero un día desapareció del aula y de la escuela. El director apenas nos dio una explicación. Ayer, después de más de cuarenta años, nos hemos reencontrado. Gracias a las redes sociales, una gran amiga se tropezó con él y lo invitó a la fiesta sin darme ni tan siquiera una pista. Lo dejaron para que fuera una sorpresa. Hubo mucha música y baile, pero yo sentí que fue una gran velada, porque el profe y yo conversamos casi toda la noche, para ponernos al día. Me contó que apenas regresamos de la escuela al campo en noveno grado, el Partido le dio una tarea como metodólogo en Angola…
Verónica dejó de hablar porque había advertido que Fernando la escuchaba mirando hacia el suelo y, muy a ratos, levantaba un poco la vista para mirarla de soslayo.
—¿Te pasa algo, Fernando? —preguntó algo preocupada.
Fernando levantó la cabeza y le habló de frente:
—Me acuerdo de ese profesor —dijo resueltamente el ex militar—. Tu padre volvía muy preocupado, incluso iracundo, de las visitas que te hacía a la escuela al campo. Su malhumor se notaba cuando se refería a la ascendencia que tenía ese joven sobre ti. Tanto fue así que en tres o cuatro ocasiones se le escuchó comentar que estabas enamorada del profesor y que este te dejaba llegar hasta él. La tarea encargada en Angola al profesor de física fue idea y decisión de alguien de mayor rango en el MINFAR, nada más para que tu padre recuperara el sosiego.
En menos de un minuto, Verónica sintió horror, asco, repugnancia, miedo, ira, odio y pena. Pero nada de eso le produjo la presencia de Fernando, el teniente coronel retirado, ya anciano y a quien siempre había visto como buena persona, incluso seguía siendo de ese modo, aún después de la confesión.
—Bueno, Fernando, me alegra haberte visto. Nos debemos más encuentros —dijo Verónica sonriendo.
—No los demores —dijo Fernando, también sonriendo—, mira que ya estoy en tiempo de descuento.
Verónica entró a su casa. Soltó la bolsa con el paquete de café en la mesa del comedor. Fue directo al cuarto y buscó el álbum de fotos de la escuela al campo. Al ver la foto con el profe Arnaldo lloró desconsoladamente durante dos o tres minutos. Levantó la cabeza y de repente paró de llorar. Con sus dos manos se llevó la foto al pecho. De inmediato la puso cuidadosamente en el álbum y se secó las lágrimas. Localizó en su móvil la foto de la fiesta de cumpleaños. Esbozó una sonrisa.
Con absoluta decisión abrió el WhatsApp, buscó el chat de Arnaldo y escribió un mensaje: “Yo creo que nos debemos otro encuentro a la menor brevedad posible. Dime si puede ser”. Al terminar de escribir el mensaje advirtió que Arnaldo recién aparecía en línea. Se apresuró a hacer click en enviar. De inmediato vio la señal de “escribiendo” y decidió esperar. La respuesta no tardó ni dos minutos: “También lo creo, fervientemente, por todas estas décadas de alejamiento e incomunicación e involuntariedad obligadas. Nada más tienes que decirme el día y la hora, pues yo estoy solo, sin mayores obligaciones y tú eres la madre y la abuela”. Verónica sonrió y escribió: “Nuevamente el sábado, a la misma hora en mi casa. ¡Ah, una aclaración: no estoy tan complicada”. Hizo click en enviar.
Valencia, España, julio de 2024.
Glosario de términos estrictamente cubanos
Escuela al campo: Período de cuarenta y cinco días en los cuales los estudiantes de nivel medio y nivel medio superior eran destinados a campamentos rústicos en zonas rurales de La Habana y de Pinar del Río. Los de Secundaria Básica (7mo, 8vo y 9no grados) iban al interior de La Habana; los de nivel medio superior (Preuniversitario) permanecían la misma cantidad de días en zonas rurales de la provincia de Pinar del Río en labores de cosecha durante la zafra del tabaco. La escuela al campo era una entelequia consistente en la combinación del estudio con el trabajo. Los estudiantes realizaban labores agrícolas de lunes a viernes en jornada completa y el sábado en media jornada.
MPLA: Movimiento Para la Liberación de Angola, cuyo líder era entonces Agostinho Neto, presidente de Angola.
MINED: Ministerio de Educación.
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