Uno de los poemas emblemáticos de Antonio Machado es sin duda “A un olmo seco”, incluido en su segundo libro, Campos de Castilla. Aquí, el autor traza un paralelismo entre el destino de un árbol ya viejo, pero aún capaz de reverdecer con la llegada de la primavera, y el empeño del ser humano que, no obstante los golpes de la vida, se aferra a su esperanza. Escritos en un momento doloroso de su existencia, cuando su esposa enfermó de tuberculosis, estos versos dejan ver, además, aquellas cualidades de Machado que Max Aub destacó: “la estirpe romántica, la sencilla bondad, el vigor intelectual y la sincera melancolía”; cualidades que hacen de él uno de los poetas más notables de la generación del 98.
A un olmo seco
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas nuevas le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.