Nadie me había explicado que esas cosas pasaran. Mi abuelo me contaba historias de misterio y, a veces, mientras él daba formas extrañas a trozos de madera con herramientas varias, me dejaba buscando clavos en las virutas del trajín del taller. El olor de madera era agradable y cuando me contaron el cuento de Pinocho yo, enseguida, pensé en mi abuelo y su carpintería como el viejo Gepeto. Mis padres me enseñaron lo que era bueno y malo, lo que debía hacerse y lo que nunca, como reírse de los niños tontos. Pero de aquello nadie me había avisado. Hacía frío y, tras el cristal, la calle era silencio de frío en los charcos. El barro estaba denso y pegajoso, como siempre que hubo lluvia. Y, de repente, algo caía del cielo como pelusas blancas. Caían lentas, parecían nubes tan diminutas que se juntaban cuando caían y eran como una mano blanca. Luego dos manos. Y tres. Y al poco ya no eran manos. Toda la calle se había vuelto blanco. Ya ni los charcos, ni el barro ocre, ni los tejados se habían librado del manto blanco. El frío seguía y, sin embargo, algo dentro de mí encendía un calor hondo que no sabía explicar, ni de dónde venía su tibia caricia blanca. Salí a la calle. Los otros niños, también. Gritábamos. Era algo mágico. Ni sabía el nombre de aquella cosa que había pintado todo de blanco. Miré la iglesia. Sobre su torre un sombrero blanco la hacía más grande. Mi abuelo dijo: está nevando.
Publicado en La claridad profunda (Ediciones Deslinde, 2021).