Si la memoria fuera un charco donde se acumulan cosas viejas, si la educación sentimental tomara forma física y pudiera sedimentarse, hablar, volverse polvo, yo podría tocar —tocar de verdad, sin cerrar los ojos— los objetos de los cuales estaba llena mi casa. Las herramientas todas del hombre cabían, según Eliseo Diego, en la estantería blanca de una página; las mías deben reposar en un escaparate, en lo profundo de una gaveta de cartón, si ese armario no estuviera también instalado en el recuerdo, como la casa.
Solo ahora, después de un café rústico y nocturno, me da por recordar las prohibiciones de mi abuelo que, intransigente como un patriarca bíblico, alejaron para siempre de mí su colección de matrioskas, sus relucientes fosforeras, la Bohemia que anunciaba el fin de la guerra, las angulosas tijeras de su barbería.
Todo eso quedó atrás, en una parte del pueblo a la que no camino nunca: cuando la gente se muere —auguró García Márquez— sus cosas mueren con ellos.
Otras veces no es la muerte la que secuestra los objetos, sino la adultez y el vértigo. La noche nos sorprendía siempre, en mi casa, frente al cajón del proyector soviético. Luz amarilla, sólida, donde las figuras brotaban como fantasmas. Esos eran los ojos de la noche; los del día eran de manufactura americana: anteojos plásticos, cuyo mecanismo hacía girar un disco de cartón, descascarado por la humedad y las imágenes.
Eran mis simples e invariables utensilios, aquellos que iba a dar a mis hijos y estos a mis nietos.
Pero los rompí —qué extraño es confesar su rotura ahora, impunemente, cuando juré tantas veces mi inocencia— y mis hijos solo tendrán la nada encapsulada en los sofismas, o una caja de tabaco donde van todas estas palabras, fragantes, grises, secas, para que ellos también las quiebren y no tengan nada que dar a los que vengan.
Mis padres, mientras tanto, maniobraban otras maquinarias —yo no lo sabía, pero también eran juguetes—: ventiladores, refrigeradores, propiedades, cucharas, medallas de veterano, sarcófagos de palabras sublimes y heroicas, relatos de abuelos muertos en una guerra, cocteles molotov, trenes descarrilados, diplomas, estímulos morales y otras tantos juguetes absurdos, con los que nadie quería ya retozar.
De ellos aprendí que guardar los cachivaches de la infancia solo trae amargura y desencanto. (Ellos tenían y tienen sus escaparates repletos de cosas que no saben botar, porque los enseñaron a cuidar la memoria, a deberse a la memoria, a morirse en vida con tal de preservar la memoria).
Tan lejos de esa casa —y del proyector, los libros de cosmonautas soviéticos, los discos de fantasmas— estoy firmando esta declaración agridulce de odio, de nostalgia, de perseverancia en el ejercicio del olvido.
Me ha llevado años confeccionar y disecar mi propia memoria, con paciencia de coleccionista. Ese mausoleo contiene estatuillas tribales de la India, un ajedrez secreto donde se baten indios y conquistadores, la brújula que yo mismo compré de niño con mis ahorros, libros, un cenicero, mis agrestes tabacos.
He prometido al destino, a mi mujer, a mis futuros y espectrales hijos, que me llevaré estas cosas donde quiera que vaya —muy lejos de la isla, a un lugar donde no haya matrioskas ni bisabuelos—, que nunca las dejaré naufragar o quebrarse.
Y mientras escribo (apretado por el asma y con el inoportuno café transmutándose en insomnio), caigo deliciosamente en la misma estafa, en el mismo ritual: estoy sepultando en la nada, en el olvido, en el resentimiento de mis descendientes, este inventario de fantasmas que nadie guardará.