«La orden de combate está dada». El presidente tenía los dientes apretados y la camisa mojada por el sudor. Apenas dejó hablar a los otros, convocados ahí para el teatro de siempre. Es un hombre nervioso, y le cuesta trabajo mantener el asiento quieto, las manos reposadas y la palabra exacta. De ahí la utilidad de las consignas, artificio retórico que le permite hablar con su voz rasposa y monótona, sin romperse demasiado la cabeza.
Pero las consignas son un recurso arriesgado cuando uno tiene prisa y carece de sutileza para la política. De modo que esa torpeza retórica —«la orden de combate está dada»— es el catecismo que murmuran las tropas especiales, la policía nacional, las lamentables brigadas de respuesta rápida, los militares disfrazados de civil que con armas de fuego, palos y piedras, que han protagonizado la represión a su pueblo durante los últimos dos días.
El pueblo cubano, sin embargo, abandonó su secular obediencia a la voz aburrida del presidente y sigue en las calles. Ya es trece de julio, pero nadie abandona las quebradas avenidas cubanas, con otras consignas: «cuando un pueblo protesta a pesar de la pandemia, es porque el gobierno es peor que un virus»; «patria y vida»; «viva Cuba libre».
La situación de la isla no podía ser más desesperada: carencia de alimentos, medicamentos y objetos de primera necesidad, torpeza y desidia administrativa, represión habitual a movimientos disidentes, cortes programados de energía eléctrica de hasta seis horas, y la llegada al punto crítico de la pandemia, provocado por la entrada de turistas provenientes de varias naciones. Matanzas en franco colapso.
Era —me dice un amigo— el previsible estallido de una olla con demasiada presión.
Los ministros, invocados ayer para una larga comparecencia, parecen vivir en una realidad paralela. Solo el primer ministro muestra cierta decencia, cierto sosiego. Los demás insisten en un discurso que oscila entre la histeria y la flojedad. La cobertura internacional no ha podido ser más infame: las televisoras rusas y venezolanas han mostrado que el periodismo es un lacayo de su política oficial; presidentes como López Obrador y Alberto Fernández se han alineado con la versión oficial de La Habana —«las protestas son una maniobra desestabilizadora del imperialismo yanqui»—; para qué hablar de las «colonias» ideológicas cubanas, como Venezuela y Nicaragua.
Muy pocas instancias se han pronunciado a favor de un cambio y el cese de la violencia: los obispos cubanos emitieron un mensaje, al igual que el arzobispo de la diócesis de Miami; organizaciones de comunicadores cubanos, como SIGNIS y la Red Católica Juvenil, han visibilizado la situación a nivel internacional mediante comunicados; aún se espera un pronunciamiento de voces como las del Papa Francisco, cada vez más urgente.
Al interior de la isla, el gobierno ha hecho lo indecible para mantener el dominio informativo: la televisión cubana es menos creíble que cualquier ficción y el internet está cortado para casi todos. Solo a través de malabares tecnológicos nos mantenemos al tanto de las protestas de hoy: algunas fotos del Holguín y La Habana, nada más.
Hay rumores de intervención, lanchas de cubanoamericanos que según las redes sociales se encuentran a varias millas náuticas del territorio cubano; fotos de violencia policial, represión militar y respuesta del pueblo. Ataques y contraataques que cada día son más salvajes y preocupantes.
Mientras tanto, Cuba sigue en las calles —un joven que sostiene en alto la bandera ensangrentada, una anciana golpeando una cacerola, un periodista herido—, y el cinismo gubernamental se vuelve cada vez más impotente ante los reclamos, las voces y las protestas que, por primera vez en décadas, han devuelto a la isla la esperanza de un cambio.