Para gran vergüenza de los lingüistas, de los fonetistas, de los filólogos y de los gramáticos (aunque no de nosotros, los epigramáticos), ha sido un doctor alemán —esto es: un Doktor—, promovido en una disciplina tan alejada de todos ellos como es la investigación de mercados, quien le ha puesto el cascabel al gato en uno de los intríngulis más resabiados del idioma español. No de otro modo cabe valorar su irrefutable afirmación en una publicación regular, en Colonia, Alemania, que traduzco ad pedem litterae: "El español castellano [...] significa un problema para Argentina (y desde luego para el resto de Hispanoamérica). El dialecto de la potencia colonial de antaño no es apto para los países del Nuevo Mundo".
Por mucho que mi memoria bucea en las abisales profundidades de la Historia, no encuentro parangón posible al sensacional descubrimiento de este Doktor, a no ser recordando el egregio nombre de Copérnico. Sí, no vacilemos en homologarlo así: con esta inversión copernicana de los términos, el investigador alemán finiquita cualquier género de discusión acerca del idioma que hablan los españoles: ¡es un dialecto del que hablan los hispanoamericanos!
Era tan sencilla la solución, como todas las soluciones geniales, que estaba ahí, al alcance de todo el mundo, y sólo los lingüistas, los fonetistas, los filólogos y los gramáticos e hispanistas españoles e hispanoamericanos la habían pasado por alto. Tenía que ser un Doktor —esto es: un doctor alemán— quien sacase el conejo del sombrero y, para mayor mérito suyo, hacerlo sin saber más castellano que el elemental para comprar carretes de diapositivas: "Buenos días".
No es que le falten contradictores al Doktor, no. El lingüista canario-germano Julius Miller aventuró la hipótesis de un absoluto black out del supracitado Doktor: "Porque si lo que se habla en la Península es un dialecto del español, ¿cuál es entonces el idioma matriz? No podría ser otro sino el que se habla en la América hispana, y ello nos llevaría de nuevo a la cuadratura del círculo y, sobre todo, al eternamente irresoluble dilema agropecuario de qué fue antes, si el güevo o la gallina".
Los fonetistas, por su parte, reinciden en la imaginería zoológica y entienden que el Doktor confunde las churras con las merinas. Por supuesto que este idioma, dicen ellos, tal como es pronunciado por los habitantes del Estado Español, le resulta un tanto repelente a los del Nuevo Mundo: su repertorio incluye demaciadas ces y un exzezo de zetas. Pero de ahí a inferir que, por ello mismo, se trata de un dialecto, es como si se dijese que el inglés de Inglaterra es un dialecto del que se habla en los Estados Unidos, o que el francés de la douce France es un dialecto del quebecois o del créole.
Mi modesta y objetiva opinión, asimismo epigramática, es que ni tanto ni tan calvo.
No faltan filósofos del lenguaje que, tocados en su amor propio, arguyen lo siguiente: "El Doktor es un epígono de los doctrinarios indigenistas de brocha gorda de Berkeley. Aceptar su tesis (¡y al reducir a tesis el descubrimiento epocal del Doktor comienza ya la rebaja del Tío Paco!) sería algo así como figurarse que hubiese sido Moctezuma quien descubrió España, y que al cabo de cinco siglos se dijese que el náhuatl platicado en México es un dialecto del hablado en Madrid".
Mi modesta y objetiva opinión, asimismo epigramática, es que ni tanto ni tan calvo, y que lo que se percibe como común denominador en todas las opiniones apuntadas, sálvese quien pueda, no es otra cosa que la más cochina de las envidias. Ahí es nada, dejarle a un alemán, por muy Doktor que sea, la gloria de haber desentrañado uno de los arcanos más inextricables del idioma hispanoamericano, la noble lengua de Cerborges.
Pero ojalá fuese esta la única ocasión en que he podido constatar que la sabiondez alemana no se limita a la “academia”. Contaré un caso que conozco de primera agua.
Mi mujer es una persona muy singular y cuya polifacética actividad me sorprendió casi desde que nos conocimos. Hubo unos años en que, además de sucesivamente como esposa, madre y abuela, se desempeñó, que yo sepa, por lo menos en cuatro actividades más: al frente de un grupo muy activo de amnistía internacional, siendo miembro de otro dedicado a la ecología y de un tercero afanado en la tarea que se conoce como pachtwork o bien cosido de retazos –que parece ser toda una ciencia–, y finalmente ocupaba las mañanas de los martes con un cuarto grupo donde se practicaban la gimnasia corporal, la euritmia y una de esas artes filosófico-esotérico-boxísticas (boxeando contra la propia sombra) que nos llegaron del Lejanísimo Oriente y que se llama tai chi.
Pues bien: en este último grupo de los martes había una muy grande afición por la poesía, de modo y manera que con una regularidad que ya la quisiéramos en nuestras latitudes, estas mujeres organizaban lecturas entre ellas, donde cada una acudía con un poema de su elección y lo recitaba, y luego conversaban, discutían, hablaban de poesía, de cuáles son los sentimientos e ideas que esos poemas les provocaron. Como es lógico, mi mujer solía recurrir a mi biblioteca, y aún más a mi memoria, al tratar de seleccionar un poema para esas veladas. Como también es lógico, yo siempre le recomendé poesías de nuestro idioma, para lo cual era conditio sine qua non que debían estar ya traducidas al alemán.
Cierta vez le aconsejé un poema de Antonio Machado incluido entre los Proverbios y cantares de una de sus obras maestras: "Campos de Castilla". Es un poema que todos nos sabemos de memoria, pero que siempre es muy hermoso volverlo a leer: "Caminante, son tus huellas / el camino, y nada más; / caminante, no hay camino, / se hace camino al andar. / Al andar se hace camino, / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar. / Caminante, no hay camino, / sino estelas en la mar".
Cuál no sería la sorpresa de mi mujer cuando una de sus amigas del grupo, que chapurrea un poco de español, la corrigió al final de la lectura con el dedo en alto: “No se dice estelas sino estrellas”. Tampoco necesito decirles que mi mujer no chapurrea el castellano sino que lo habla bastante fluido desde los nueve meses que vivimos en Argentina hace 55 años y lo que ha practicado en los casi 58 años de convivencia conmigo y de trato continuo con mi familia y con nuestros amigos españoles y latinoamericanos.
Confieso que el mío es un escepticismo casi patológico, pero no me lo creo.
Así es que, suavemente, como es de buen carácter, le explicó a su amiga (quien se quería lucir ante el resto del grupo con sus conocimientos del idioma español) que si el texto dice “estrellas” hay que leer “estrellas” pero que si el texto dice“estelas” hay que leer “estelas”, y la puso en autos acerca de la diferencia entre un cuerpo sideral y la huella, señal o rastro que determinados cuerpos no necesariamente siderales dejan a su paso.
Cuando, a su regreso a casa la noche de ese martes, me contó lo que había sucedido, una vez más volví a sentir el miedo que suele asaltarme cada vez que un extranjero que se las da de saber mi idioma, y con quien acabo de platicar en él, me asegura que me ha entendido todo, perfectamente. Por lo general, no me lo creo. Confieso que el mío es un escepticismo casi patológico, pero no me lo creo.
La noche que les cuento estuve tentado de proponerle a mi mujer que el próximo martes literario les recitase a sus amigas otro poema inolvidable de Machado, de esos mismos Proverbios y cantares: "Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos, / de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos... / Y entre los dos misterios está el enigma grave; / tres arcas cierra una desconocida llave. / La luz nada ilumina y el sabio nada enseña. / ¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?"
Estoy completamente convencido de que la misma marisabidilla que la vez anterior le corrigió su lectura, también en esta ocasión levantaría el dedo para sentenciar: “No se dice peña, sino pena”. Y ahí tendría que volver mi mujer a explicarle que no es lo mismo una “pena” que una “peña”, como tampoco es lo mismo una “cana” que una “caña”, ni una “cuna” que una “cuña”, y otros ejemplos más, uno de los cuales —relacionado por partida doble con la geometría y con la anatomía del cuerpo femenino— me lo callo por respeto a la moral y las buenas costumbres.