Continúo acá una serie en la cual quiero ir presentándoles, de manera más o menos regular, autores harto interesantes de la literatura latinoamericana, casi todos ellos todavía vivos y en plena producción, y de los cuales se sabe poco, o nada, fuera de las fronteras de sus países. Esto debe de ser un producto natural de la llamada fraternidad latinoamericana, la cual —en según qué casos— recuerda a veces la de Caín y Abel.
Gaby Vallejo, Bolivia
Para empezar les hablaré de un libro que me gustó mucho, admirable por diversos conceptos: Del placer y la muerte, de Gaby Vallejo, editado en Salta, Argentina. Es una pena que ciertas obras se publiquen así, a la buena de Dios, o de los dioses, en la provincia profunda, y no lleguen a la superficie metropolitana. Pero de todos modos me consuelo pensando que no de otro modo se publicó Azul..., de Rubén Darío, y encontró su camino. Y aunque se me podrá oponer como argumento que Azul... vio la luz del mundo en Santiago de Chile, la respuesta es que Santiago de Chile, en 1888, desde el punto de vista editorial era provincia. Si me apuran, hasta diría que lo sigue siendo.
El libro de Gaby Vallejo se centra en dos de los temas básicos del artista: el placer y la muerte, y los aborda como en una suite en tres tiempos —“Del placer y la muerte por los sueños”, “Del placer y la muerte por los sentidos” y “Del placer y la muerte por el aire, por la tierra, por el agua y por el fuego”—, dentro de cada uno de los cuales surgen las variaciones simétricas que el epígrafe promete: “El placer por la mirada” seguido de “La muerte por la mirada”, y así sucesivamente. Una de las historias, en especial, “El placer por el agua”, es muy bella y de las que se quedan grabadas en la imaginación del lector.
Y hay frases que por sí solas justifican ya ellas todo un libro: por solo ejemplo aquella que dice, en la página 21, "era el estreno de Adán y Eva en otros cuerpos". Cuando uno se ha pasado y se pasa la vida peleando con el idioma, tratando de rastrear y plasmar fórmulas felices para decir lo que casi no se puede decir ¡qué envidia siente uno al encontrarse con esa frase!
Cuenta Gaby Vallejo, en la página inicial de su obra, que al llegar a Lavigny, una pequeña ciudad suiza ubicada entre Ginebra y Lausana, empezó a sentir “el insondable misterio de lo que espera detrás de toda puerta. La entrada o la salida por una de ellas era suficiente para que se produjera lo otro. La puerta era el doble eje del que llega o del que parte”. Y eso me hace recordar uno de los poemas más herméticos y hondos de la chilena Gabriela Mistral, de su libro Lagar y dedicado a las puertas: “Entre los gestos del mundo / recibí el que dan las puertas. / [...] ¿Por qué fue que las hicimos / para ser sus prisioneras?” Gaby Vallejo descubrió la llave para salir de esa prisión.
Del placer y la muerte, digo y repito, me gustó mucho, lo leí de un tirón, lo creo bien armado y con mucha substancia, y sin embargo deja un regusto a poco, uno quisiera que fuese más.
No es por hacer un reproche ni una crítica, pues el regusto a poco en realidad habla más bien en favor del libro, pero sí siente uno cierta extrañeza al ver que la autora no escribió nada, para redondear su obra, acerca de la muerte del placer y del placer de la muerte. No sólo pienso en Santa Teresa de Ávila y en su "Ven muerte, tan escondida / que no te sienta venir, / porque el placer de morir / no me vuelva a dar la vida" y/o en su "que muero porque no muero": pienso también en esa imagen insuperable que nos regalara el pueblo andaluz cuando nombró al orgasmo “la muerte chiquita”.
Son estas dos historias las que faltan, son ellas el regusto a poco de que hablé antes, y yo espero que la autora lo remedie en las muchas más ediciones que el libro se merece.
Carlos Cortés, Costa Rica
Hay todo un apartado de la épica latinoamericana que los críticos y los profesores encuadran bajo el rótulo “la novela del dictador”. Tiene sus orígenes en dos ilustres modelos europeos, Nostromo, del polaco-inglés Joseph Conrad, y Tirano Banderas, del gallego Valle-Inclán, así como también existe, por el lado humorístico, un precedente hasta ahora no seguido por nuestros narradores: me refiero a Cabbages and Kings, del estadunidense O’Henry, que no debiéramos desdeñar, a pesar de sus prejuicios, y no reeditada en América Latina desde 1944 en Chile: Coles y reyes, Ed. Zig-Zag.
[Estoy seguro de que “en las librerías de viejo de San Diego (en el centro de Santiago)” todavía pueden encontrarse ejemplares de esa edición, aunque de todos modos en www.iberlibro.com si se registra su existencia en la española de las obras selectas del autor, con el título Reyey berzas. Y dicho sea de paso, ¿no es bien denotativo que en la edición sudamericana vaya una hortaliza precediendo a la dignidad monárquica, algo inadmisible para la sumisa mente del súbdito de S.M. borbónica, aunque para ello tenga que ir a contrapelo del título original?]
Digresión aparte :
Entre los más destacados productos del género que nos ocupa, y comenzando por El señor presidente de Miguel Ángel Asturias (que tanto le debe a Valle-Inclán), no podemos omitir al menos los siguientes títulos: El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos, El recurso del método de Alejo Carpentier, El pueblo soy yo de Pedro Jorge Vera, ¿Te dio miedo la sangre? de Sergio Ramírez y La Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, el cual, de todos modos, en Conversación en La Catedral, ya había compuesto un fresco histórico impresionante de otra dictadura. El mérito comparativamente mayor de La Fiesta... estriba, a mi parecer, en que le hincó el diente a la dictadura en un país que no es el suyo; y al igual que cuando escribió La guerra del fin del mundo (donde se atrevió con un tema brasileño y sobre el que ya existía una obra maestra, la de Euclides da Cunha), Vargas Llosa logró salir bastante airoso del desafío.
Aquí y ahora quiero añadir a esa lista una novela del costarricense Carlos Cortés, y que se titula Cruz de olvido. Una novela que me impresionó mucho porque viene justamente de un país como Costa Rica, que carece de ejército y que siempre se pone como ejemplo de democracia y Estado de Derecho: la Suiza centroamericana y todos esos eslóganes. Ese país donde, según afirma la primera frase de la novela que les comento, «no pasa nada desde el Big Bang».
En esta obra de Carlos Cortés, como diría Cantinflas, lo que más mijor me impresiona es que se trata, casi, de la novela de una dictadura en un país que la desconoce, al menos a primera vista. Carlos Cortés le da la vuelta del calcetín al cliché que poseemos de su país, y nos lo muestra patéticamente desnudo, con sus lacras al descubierto: es como si de Costa Rica, hasta la fecha, hubiésemos ignorado que también posee una red de alcantarillado y sus correspondientes cloacas. La novela de Carlos Cortés desciende a esas cloacas donde los intereses creados de políticos, barones de la droga y traficantes de armas los vuelven prácticamente intercambiables, al menos en sus métodos.
Es una novela llena de indignación y al mismo tiempo de amor al lugar donde se ha nacido, donde se han tenido ideas generosas y se las ha creído compartir con el común de los compatriotas. No conozco, en toda la literatura costarricense (y conste que creo conocerla bien), nada más que otra que tenga el mismo pulso sostenido en lo que cuenta, y un parejo poder de convicción en lo que quiere transmitir: es la tan lejana Puerto Limón, de Joaquín Gutiérrez, publicada en 1950 y donde ya se perfilan muchos elementos que serían luego la sorpresa de Cien años de soledad.
Sé que puede parecer un poco sádico hablarles de los libros que uno ha leído a un público que no tiene acceso a ellos por la sencilla razón de que las fronteras nacionales, en materia de libros, son casi tan impenetrables como la muralla china. Pero aguardo de la iniciativa de alguno de mis lectores, de oficio librero, que tenga el valor de fiarse de mi criterio y, en ese caso, encargar a San José de Costa Rica varios ejemplares de la novela Cruz de olvido de Carlos Cortés. Sea ésta mi modestísima contribución desde el Norte al diálogo con el Sur, en el sentido que lo pedía y hasta casi lo exigía la Comisión Willy Brandt.
Carmen González Huguet, El Salvador
Las poetas latinoamericanas, desde muy vieja data, han tenido una inspiración erótica sin par. Y lo que fueron en el primer tercio del siglo pasado las orientales Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou (y las llamo orientales porque uruguayos, según don Borges, son nada más que los futbolistas), en el último trecho de ese mismo siglo XX «problemático y febril» lo fueron —y lo siguen siendo— las centroamericanas: Alaíde Foppa (secuestrada y desaparecida durante la dictadura que asoló su país) y Ana María Rodas en Guatemala, Ana Istarú en Costa Rica, Gioconda Belli en Nicaragua, y Carmen González Huguet en El Salvador.
Este paisito tan chiquito tan chiquito ha dado dos poetas grandísimos, el asimismo masacrado Roque Dalton (pero paradójicamente no por la dictadura, sino por sus propios compañeros, en un caso de saturnismo que sigue clamando al cielo) y Claribel Alegría (quien viene siendo cooptada por Nicaragua porque nació allá y porque se fue a vivir a Managua en los días de la Revolución Sandinista).
A Dalton y Alegría les coloco al lado a Carmen González Huguet, de la cual he leído Palabra de diosa: Mnemosine, un libro memorable del que rescato aquí su “Memorial de agravios”, poema de los más memorables del libro, y dedicado a la también sin par costarricense Yadira Calvo, cuyo ensayo Éxtasis y ortigas debería ser libro de cabecera de toda mujer pensante (y de no pocos varones sin prejuicios) :
Porque el blanco odia al negro
Porque el amo teme al esclavo
Porque el ladino necesita al indio
Porque somos distintas
Porque no débiles
Porque lúcidas
Porque el deseo
Porque somos malas y bellas como Satán
Porque irracionales
Porque corruptoras
Porque objeto de deseo
Porque quebrantamos todas y cada una de las leyes humanas y divinas
Sólo con existir
Porque somos el otro, es decir, la otra
Porque el diablo nos tiene por aliadas
Porque Judith se atrevió a cortarles la cabeza
Y a castrarlos simbólica y físicamente
Porque Dalila ídem
Porque Pandora y Eva
Se les salieron del huacal
Porque la Medusa
Porque las Sirenas
Porque las Parcas
Porque las Furias
Porque Circe y su piara
Porque la Papisa Juana
Porque las brujas
Porque las putas
Porque somos las madres
Y tenemos el amenazante y terrible
poder de dar la vida entre las piernas
por todo eso
cuánto, en realidad,
nos odian y nos temen.
Además de ese libro y de varios relatos policiales primorosamente construidos y que serán una sorpresa el día que por fin se publiquen, de Carmen González Huguet he leído también Juegos furtivos, media docena de sonetos eróticos, a los que (como diría mi abuela Remedios) “hay que echarles arroz aparte”, son de una de calidad de a deveras apabullante, y de entre ellos elijo como muestra uno compuesto en versos de cabo roto, arte en el que fue maestro don Miguel de Cervantes:
Préstame un rato, amor, el dulce le–
con el que a diario, fiel , siempre reto–
y sus pendientes joyas tan hermo–
que con placer puntual chupo y orde–
No te acomplejes, no, no es tan peque–,
no ocultes con prudencias vergonzo–
a mi tacto sus ganas amoro– ,
ni a mi constante afán frunzas el ce–
Que sea realidad mi fantasí–
protagonista de una eterna juer–
no se cansa, se dobla, ni se enfrí–
Y a toda hora su fervor se yer–
enarbolada y lista noche y dí–
la tortura exquisita de tu ver–
Valgan estos dos ejemplos tan distintos para hacerle honor a una excepcional vocación y una no menor destreza poéticas. Retengan ese nombre: Carmen González Huguet, y no se pierdan nada de lo que publique. Hoy, gracias a Internet, no tenemos más la excusa del desconocimiento mutuo entre nuestros pueblos.
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