“¡Retroceda!”, gritó la cuidadora de la sala, teniendo yo la nariz a unos centímetros del lienzo. “¡No puede acercarse tanto al cuadro!”, siguió, con la típica cortesía socialista; le expliqué que intentaba descifrar cómo el pintor había logrado esas texturas. De ninguna manera lo averiguaría mirando, así que retrocedí cortésmente.
Un año después casi me llevan preso por ser amigo de unos jóvenes artistas a los que se llevaban presos por manifestar su disgusto contra la mediocridad de la Bienal de La Habana... Ahora el escenario era inverso. Habíamos viajado, una amiga y yo, desde Camagüey hasta Bellas Artes, con el único propósito de ver Las voces del silencio, la exposición de Cosme Proenza que asombraba al país en 2002 y que cerraba al día siguiente.
Las voces del silencio, la expo de Cosme Proenza que asombraba al país en 2002
El azoro mayúsculo estaba justificado: la pintura se había vuelto un género de no arte en Cuba, como resultado del conceptualismo tercermundista y la universalidad, incluso la universidad, del arte instalativo. El descomunal ejercicio de técnica pictórica que contenía la exposición abofeteaba el totalitarismo conceptual de los sacerdotes de las bienales.
Por mucho que usted creyera que la pintura había fenecido, solo una ceguera mentirosa conseguía permanecer indiferente a la impresión de verdad, de autenticidad expresiva que se derramaba por casi todos los lienzos de aquella sala premiada. Lo de menos —y este menos resultaba un muy más— era que el holguinero pintara con la destreza de un maestro del barroco europeo — digamos de El Bosco, a quien cita— . Además, incorporaba unas sutilezas propias de quien llegó unos siglos más tarde en el ejercicio de un arte acumulativo.
Recursos del romanticismo o del surrealismo se añadían a la técnica representacional del Renacimiento y el manierismo, con una organicidad perfecta, construyendo una técnica propia y refinadísima. Esa siempre difícil y rara maestría del oficio conformaba un testimonio vivo, real, incluso desafiante para el desprevenido espectador contemporáneo.
Pintores de la vanguardia cubana
“Hay más pintura aquí que en el resto del edificio”, dijo la amiga. “Del otro lado está Lam”, repliqué. Exagerábamos, pero con una razón que nos dolía: Cuba tiene un poema renacentista, Espejo de Paciencia, pero el arte de la pintura tardó en arraigar entre nosotros. Cuando al fin surgieron los maestros del arte a principios del siglo XX, la densa técnica tradicional, y también la historia y la ideología misma de ese arte, estaban siendo cuestionadas.
Un europeo viaja en el museo de Mantegna a El Bosco, de Caravaggio a Wateau, de David a Manet, de Monet a Mondrian, como quien asiste a una novela por entregas. Las reacciones y negaciones se establecen como imprescindibles recursos dialécticos de un discurso de creación y de sabiduría dotado de una coherencia ejemplar, inexorable.
Pero la llamada vanguardia cubana de principios del XX tenía que funcionar como una retaguardia de ese discurso europeo; y al mismo tiempo ser vanguardia real de ese discurso a partir de unas experiencias y certezas propias. Y lo lograron de alguna manera (cada cual a la suya). Lo que no podían darnos era un pasado europeo, construir unas obras que fueran el antecedente y la justificación de las suyas.
En las salas cubanas de Bellas Artes hay muy poco que celebrar antes de la vanguardia. Yo salvo apenas como arte legítimo un par de lienzos de Juana Borrero, que una curaduría miserable ha relegado a una esquina. Algunos paisajes, algo del costumbrismo, la habilidad sin gracia de un Menocal se salvan también.
Pero el arte dispone de poderes capaces de violentar el hermetismo de la historia. El hueco de alta pintura histórica en Cuba como resultado de nuestra condición de pueblo nuevo de la cultura occidental, vendría a ser llenado en menos de un siglo de vanguardia por un solo autor: Cosme Proenza.
La tradición técnica y expresiva más poderosa del arte occidental
Al escoger sus referentes decisivos en el Barroco, Proenza acertaba, con una puntería que comparte con el camagüeyano Joel Besmar, en la diana de la tradición técnica y expresiva más poderosa del arte occidental.
"hay una empatía de la época contemporánea con la experiencia de agotamiento y desilusión propia del Barroco"
Ya se sabe que en ese momento ha madurado el proceso iniciado por Cimabue en materia de representación e imaginación de la realidad, hasta el punto de que lo que viene después, hasta el Impresionismo, añade gloria pero no esencia. Y que hay una empatía de la época contemporánea con la experiencia de agotamiento y desilusión propia del Barroco, que en el cine de Peter Greenaway se explaya como divertimento.
La "boscomanía" de Proenza exhibe un colmo de tradición plenaria y de actualidad sincera. Como discípulo de esa tradición fecunda, cultiva unas especies que están ausentes en la lista de méritos del arte cubano anterior a la vanguardia, incluso después: el paisaje, el rostro, la representación del cuerpo humano.
El paisaje
El paisaje de Cosme, heredero de las visiones renacentistas y surrealistas, supera el mimetismo, el nacionalismo fotográfico de un Chartrand. Se atienen a una función simbólica, funcionan como fondo, eluden cualquier identidad antillana; pero poseen un calor, una exuberancia tropicales. La poesía de la mirada del autor los torna reales, cubanos, universales. Sobre el fondo del paisaje soñado están las figuras, con retratos espléndidos de personajes casi siempre imaginados: San Cristóbal o Cecilia Valdés. En esas dos direcciones hay creatividad y personalidad, siempre.
La representación del cuerpo humano
La representación del cuerpo humano masculino está entre los grandes triunfos de Proenza. Goethe dejó de pintar cuando, frente a las obras de los maestros del Renacimiento y auxiliado por maestros en Italia, comprendió que podía con el paisaje pero fallaba con el cuerpo. De Rafael a El Greco los maestros se empeñaron en versiones gloriosas del cuerpo masculino y femenino, representándolos con precisión anatómica o sublimándolos.
Proenza se atreve a un equilibrio entre ambas versiones: sus efebos lucen una cierta artificialidad dentro de un canon realista, que paradójicamente los hace verosímiles. Se aparta de la corrección de la anatomía con esos pies desmesurados, necesarios para subrayar lo que le interesa: el carácter terrenal del efebo, el disfrute del mundo como posibilidad sagrada.
“Haber generado una clave visual propia y distinguida para esta visión del cuerpo y del erotismo clasifica entre los méritos mayores de la pintura de Proenza"
Solos o concertados, los efebos están como dentro de sí, en una perfección de autoerotismo, o en la perfección de su ser placentero. Ni ofensa ni culpa. Haber generado una clave visual propia y distinguida para esta visión del cuerpo y del erotismo clasifica entre los méritos mayores de la pintura de Proenza.
La realidad del lujo
¿Qué nos propone, en fin, este lujo de recursos? La realidad del lujo. Como los poetas del Barroco, estos cuadros nos invitan a gozar del color, de la luz, del oro del mundo; al mismo tiempo que parecen imponerle una pregunta, una duda, un límite sacro.
En el Díptico de 1997 (lienzos de formato vertical de más de dos metros de alto), vemos un par de fascinantes esculturas de drapeado y brocado: el cuerpo está ausente. Hay ropa, y opulenta. Pero no hay sujeto. Debiera ser un varón, pero falta. Son dos, no uno, y como si fueran ninguno.
¿Puede competir un cuerpo con semejante opulencia? ¿Esos trapos son más importantes para nosotros que los infelices que se esforzaran en llevarlos encima? Aparentemente así es.
El pintor testimonia con su propia capacidad artística y nos volvemos cómplices de su miseria. Nunca del todo. Algo en esos trapos espléndidos en esa atmósfera de naranjas, ocres, negros, verdes, carente de alegría, nos dice que la tal opulencia es basura, es locura.
En ciertos admirables dibujos la cabeza ausente se ha convertido en cabeza cubierta por un elaboradísimo tocado de inspiración barroca. Individuo, ego, vanidad. Personajes comunes o míticos, esplendores imaginados. La paganía cubana, las aspiraciones al goce en grande de las cosas de este mundo, del ego y de la imaginación desatada, aunque pequeña y ridícula.
El cubano actual vive muy distante de siquiera intentar esos sueños. El planeta igual, pero el proceso que comenzara en el Barroco para el dominio de la realidad por unos humanos codiciosos triunfa ahora en contra de los pobres del planeta y contra el planeta mismo.
Cosme Proenza, juez y parte del desafío, testimonia con los poderes del arte. Un evidente autorretrato nos lo muestra ahora como un joven desnudo, al pie de una lira. El rostro de un soñador que mira sonriente hacia adelante y arriba, y el cuerpo y el dibujo casi ascéticos.
(Texto escrito en 2020).
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