"Padre nuestro, Goethe, que estás en los cielos": así comienza un poema de Gabriela Mistral.
Pero donde escribió "cielos" hubiera debido escribir "Olimpo", porque para el mundo hispánico Goethe viene a ser un sinónimo de lo divino, y por tanto de lo extraño.
Los españoles y los latinoamericanos somos humanos, demasiado humanos, y los cielos, para nosotros, son una especie de casa que nos ha sido prometida, lo que no era el caso con los viejos helenos, tan sabios. Por otra parte, si tuviésemos que elegir entre Apolo y Dionisos, es seguro que preguntaríamos "¿Y por qué no Adán?" Pero si no fuese posible elegir a Adán, entonces la apuesta correría a favor de Dionisos. Y Goethe, no hace falta recordarlo, además de divino era apolíneo.
A mayor abundancia, y es dolorosamente cierto, este mismo Goethe dejó dicho alguna vez que prefería la injusticia al desorden. Una crasa contradicción con el sentido de la justicia de Don Quijote, paradigma también de una manera hispana de sentir la vida. Y sin embargo, Goethe, Goethe über alles, Goethe, Goethe por encima de todo en todo el mundo de habla castellana.
¿Por qué?
El pensador catalán Eugenio d'Ors puede haber acertado con la clave cuando en su fabuloso libro El valle de Josafat, escribió lo que sigue: "Es imposible hablar de Goethe tranquilamente. Lo estorba una cosa dura de confesar, pero imposible de desconocer. // Estorba la envidia. // La envidia peor, porque no se refiere a los atributos sino a la substancia. Generalmente se les envidia a las grandes figuras alguna propiedad o cualidad. Uno aspira a tener de ellas el don eminente, el botín precioso, pero sin dejar de ser uno mismo. Así Virgilio envidió la gloria de Homero, y Temístocles, cuando joven, veía turbados sus sueños por las victorias de Milciades... Pero la pasión respecto a Goethe se hace más grave porque tienta a la blasfemia de renunciar a la propia personalidad. // Quisiéramos hablar como Demóstenes, escribir como Bocaccio, pintar como Leonardo, saber lo que Leibnitz, tener, como Napoleón, un vasto imperio», pero lo que es ser... 'quisiéramos ser Goethe'."
[Pocas páginas antes, en ese mismo libro, al hablar del gran descubridor alemán de la cultura helénica, d’Ors dice: "Cuando lo vemos aislado, el caso de Goethe nos turba. Pero si antes pasamos por Winckelmann y le consideramos como una aurora, todo se explica. // Elena —encarnación de la belleza antigua— viajaba en aquel tiempo por tierras de Alemania. Pronto encontró en Goethe un esposo robusto. Pero antes había hallado en Winckelmann un novio, una primera y deliciosa aventura"].
La historia de esa contradictoria fascinación hispanoamericana por Goethe se remonta a 1830. Un joven escritor cubano lo visitó entonces en Weimar. La carta de recomendación de un gran amigo le abrió a don José Cipriano de la Luz y Caballero (¡qué nombre tan sugestivo!) las puertas de la casa del consejero áulico. Este, ya de 81 años, recibió cordialmente al cubano, que andaba por los treinta. Quién sabe, acaso la cordialidad de la recepción estuvo motivada por el hecho de que el visitante se llamaba Cipriano, como el protagonista del drama de Calderón de la Barca titulado El mágico prodigioso, que desde siempre ha sido considerado, y siempre sin mucho fundamento, "el Fausto español".
En cualquier caso, cuando don José Cipriano regresó a Cuba se dedicó allí de un modo tan entusiasta como contagioso a la divulgación y al estudio de las letras alemanas, empezando por la obra de Goethe. Y así sucedió algo bastante paradójico, a saber: aun cuando Germán y Dorotea ya había sido traducida y publicada en España en 1811, lo cierto es que Goethe era poco menos que desconocido en el país, a causa de la censura.
No olvidemos que hasta 1833 reinaba allí el nefasto Fernando VII, cuya tiranía llegó hasta rechazar la introducción del ferrocarril. "No será mientras yo viva", dijo el déspota: "no quiero que por ese medio acudan a Madrid todos los habitantes de España a pedirme empleos". Pero aún antes de esos tiempos, en 1803, la censura no había autorizado la publicación de Las cuitas del joven Werther, de tal modo que los lectores españoles sólo pudieron conocerla, hasta 1819, en la traducción francesa, la cual entraba al país clandestinamente. Y aquí viene la paradoja: fue gracias a la influencia del círculo goethiano creado en La Habana, al otro lado del océano, que Goethe llegó a alcanzar en España, recién cuando concluía el siglo XIX, la destacadísima posición de que hoy disfruta.
Todavía en 1860, doña Emilia de Pardo Bazán aseguraba que Goethe, en España, era más admirado que querido, y que Heine era mucho más popular. Hoy se han cambiado las tornas. ¡Qué pena, diría yo, si pienso en Heine... y en España! Porque a fin de cuentas, la verdad es que Heine ponía la justicia por encima del orden. Como Don Quijote.
Sea como fuere, hace 210 años que se publicó la Teoría de los colores, de Goethe, cuya personalidad todo el mundo celebra justamente como gran escritor, entre los más grandes: Homero, Virgilio, Shakespeare, Cervantes, Dante... y a quien se lo conoce universalmente como el autor de Fausto, de Werther, de Las afinidades electivas y de tantas otras obras maestras más, además de su poesía, inaccesible por muy bien que se la traduzca.
Pero este hombre, Goethe, era al mismo tiempo un investigador científico de la más variada curiosidad. Un día de la primavera de 1784, en Jena, dedicado a la disección anatómica en el hospital de la ciudad, realiza un descubrimiento que hoy estudian todos los futuros médicos del mundo sin saber que el autor de Fausto fue uno de los primeros en encontrar cierta pieza clave de nuestro esqueleto.
Esa misma noche de su descubrimiento, exaltado, Goethe le escribe a Herder: "He encontrado no oro ni plata sino, ¡oh maravilla!, el hueso intermaxilar del ser humano. Me puse sobre la pista comparando cráneos humanos con cráneos de animales y, de repente, lo hallé. [...] Seguramente mi descubrimiento te causará el mayor placer, pues este hueso intermaxilar constituye, por así decirlo, la piedra angular del ser humano; no obstante haber sido buscado en vano, ¡estaba allí!" Lo que Goethe parece que no sabía, en ese momento, es que el médico de cabecera de la reina María Antonieta de Francia, Félix Vicq–d’Azyr, llevó a cabo el mismo descubrimiento poco antes y ya lo había hecho público.
Pero no sólo la Anatomía despierta el interés universal de Goethe, en ello comparable al de Alejandro de Humboldt: también la Mineralogía, la Botánica y la teoría de los colores atrajeron su atención y requirieron su paciencia.
En su extenso libro sobre la teoría de los colores, a veces, el poeta le gana la mano al científico, y encontramos entre sus anotaciones algunos pasajes con un toque lírico desde luego tal vez involuntario: "Hay flores blancas cuyos pétalos han alcanzado la pureza máxima: pero también las hay coloreadas que ostentan el hermoso fenómeno elemental. Y asimismo las hay que sólo parcialmente se han elevado del verde hasta una categoría superior". O más adelante: "Son el color y el sonido como dos ríos que nacen en la misma montaña, pero en condiciones muy distintas, y corren en dirección contraria, de suerte que no ofrecen ningún punto de analogía en su curso".
En el prólogo de ese libro singular, que recomiendo a los amantes de la buena literatura, Goethe habla de la teoría de los colores de Newton como de un "viejo castillo roquero" que debe ser ampliado y modificado poco a poco, y algo después, hablando de ese mismo castillo, le sale del alma su espíritu revolucionario, o al menos la nostalgia de sus cuarenta años, recordando las vivencias de la Revolución Francesa; y en un texto inequívocamente científico escribe: "Si en un supremo alarde de fuerza y maña logramos demoler esa Bastilla y reducirla a un mero solar, lo utilizaremos para hacer desfilar por él un lucido cortejo de policromas figuras".
Dicho sea de paso y para concluir: la Ciencia le ha rendido a Goethe, a su debido tiempo, el homenaje que le debía. Los mineralogistas bautizaron con el nombre de goethita un óxido de hierro que al soplete se funde tan sólo en los bordes. Es casi una metáfora de la obra literaria del genio de Weimar: por mucho fuego crítico que le apliquen a su superficie, el centro es refractario al incendio exterior, y es porque, como el sol, se alimenta —o se consume— de su propia combustión.