ÍNDICE
- Un dios, un pueblo, un líder
- Versiones y perversiones de la democracia
- La democracia es una creación nacional, o es una farsa
- Sabiduría y levedad del cubano
- La ruta cubana hacia la libertad
- La fórmula cubana para la democracia
- Retorno a la palabra martiana
- Cuba labra su libertad a la sombra, en secreto
En los últimos años el pueblo ha salido a la calle en todas partes. Si ocurre en Venezuela y en Nicaragua, en Ecuador y en Hong Kong, en el Líbano o en Nigeria, en Rusia, en Bielorrusia y en Bolivia, las razones apenas hay que averiguarlas. Si las manifestaciones, violentísimas, ocurren en Chile, la duda se presenta. El pánico —para gente ideologizada, en la que la realidad y la investigación de la realidad literalmente sobran, pues la ideología lo explica todo de antemano y para siempre—, se manifiesta cuando las insurrecciones urbanas llegan al corazón del más antiguo establecimiento democrático, y las calles de Estados Unidos y Francia son sacudidas por espasmos de cólera, de odio, incluso de terror.
La ideología atribuye entonces esta inestabilidad a la mano de Moscú, al fantasma impenitente de Marx que recorre otra vez el mundo, a la debilidad colectiva por comer carne de pollo y volverse homosexual, pero cuando una turba de gente bien vestida, con preparación militar y adecuadamente equipada, ataca al Capitolio de Washington para impedir el trabajo de la Representación Nacional y colgar de un farol, como si fuera Mussolini, a su propio vicepresidente electo, aparece la sospecha de que la disfuncionalidad de los sistemas de gobierno van más allá de la orientación ideológica y la secular eficacia de esos sistemas.
Al presidente populista francés de la derecha, se le rebela un pueblo, cartesianamente, sábado tras sábado, un año entero. El presidente populista de izquierda, Obrador, queda preso en su automóvil durante más de dos horas por una multitud obstinada o divertida, y tras los cristales declara que hay que respetar la figura presidencial y se niega a conversar con ese, su idolatrado pueblo.
Lo que homogeniza estos tan disímiles procesos de rebelión, cuyos pronósticos son igualmente diversos, es que se efectúan dentro de un marco jurídico e institucional basados en la idea de la democracia. Lo que se discute no es la democracia, esto es, el gobierno del pueblo —excepto en el caso de las teocracias islámicas, en donde el poder político supuestamente emana de Dios, como en Occidente antes de 1648—, sino cuál es el contenido de esa democracia. Obsérvese que incluso las instituciones tienen mucho en común. En todos esos países existe la tripartición de funciones políticas (no de poderes, que es otra cosa): legislativo, ejecutivo, judicial. Y hasta el multipartidismo. Los rusos pueden alardear de que tienen tres partidos en el legislativo —el de Putin, que él con modestia ni integra ni preside, el de los comunistas de ahora y el de los liberales fascistas—, mientras que los norteamericanos solo tienen dos (y ambos actualmente en crisis de idiotez).
En Chile han existido por décadas todas esas formas y las libertades civiles que le dan contenido real, y sin embargo las protestas han sido especialmente virulentas —aunque finalmente en vías de negociación y superación, dentro de esas libertades y requisitos. El presidente francés abrió un diálogo nacional para contener la rebelión, y hasta el momento lo peor parece conjurado, y se mantiene al frente en las encuestas. En los Estados Unidos el ataque al Capitolio fracasó en impedir la victoria del adversario, pero hay razones para dudar de si se trata de una escaramuza provisional o de un ejercicio de armas. El resultado unánime es la permanencia del establishment, por una y otra vía. El caso más sonado es el boliviano, donde una sublevación hace huir al candidato a dictador, y luego una votación organizada por el adversario le devuelve el poder al partido del candidato, aunque no a él personalmente. Las protestas, del signo que sean, influyen mucho en el curso de los acontecimientos políticos, generan mejoras parciales y perdurables o momentáneas, pero fracasan en el propósito de resolver las causas de la inconformidad ciudadana. Preguntémonos si los que protestan, y sus líderes, alcanzan alguna claridad acerca de cuáles son esas causas y cuáles recursos las resolverían.
Un dios, un pueblo, un líder
Y al fin le tocó el turno a Cuba. Vaya escándalo, en un país cuyos gobernantes lo declaran una Singularidad, donde las leyes del universo se suspenden por inaplicables. Para los OVNIS en órbita será un caso enriquecedor, porque la democracia socialista excluye las protestas por innecesarias. Como afirmó el hoy olvidadísimo Carlos Rafael Rodríguez, establecer el derecho a la huelga equivale a decir que los obreros no están en el poder. Recuérdese que el partido de Lenin se llamaba Socialdemócrata Obrero de Rusia, pues los herederos de Marx proclamaban la democracia social —diferente a la democracia liberal por su énfasis en la socialidad y la justicia, pero solo en eso— como objetivo político. Lenin, revisionista procedente de Rusia, es decir, del más espantoso atraso feudal, en donde la idea de la democracia sigue siendo exótica, le cambió el nombre al partido por el de Comunista, a fin de declarar la dictadura del proletariado como modelo del futuro.
Cuando Lenin eliminó a la Asamblea Constituyente electa, la socialdemócrata Rosa Luxemburgo declaró traicionada y muerta a la revolución. Lenin nunca creyó que su dictadura o socialismo sobreviviría sin Rosa, sin los cultos obreros alemanes —los rusos y los germanos se aman desde siempre, y ahí están Merkel y el envenenador del Kremlin, tan amigos—; presenció cómo su socialismo se volvía burocrático y fracasado, y acabó negado y abusado por el descaro del individuo que él mismo, al margen de cualquier democracia, había designado para que pusiera las firmas y los cuños mientras él se recuperaba de su derrame cerebral.
Sin alemanes, que fracasaron en su revolución —Rosa fue asesinada vilmente—, y con Stalin revisando a Lenin para establecer la consigna del socialismo en un país aislado, se construyó la democracia socialista, un remake liberal con los términos de república, parlamento, ejecutivo, etc., bajo un solo partido. Nunca lograron crear por lo menos un modelo propio, sin referencias cacofónicas, con lo que probaban la incapacidad de la novedosa revolución socialista para engendrar algo políticamente nuevo. A los ministros les llamaron Comisarios del Pueblo, al principio. Después no, pues eso del pueblo ponía en peligro la autoridad del partido, que no nace del pueblo sino del partido mismo, o más bien de sus jefes. Los alemanes decidieron irse por una sinceridad revolucionaria, y se dieron totalmente a un Imperio, a un Führer, puesto que tenían un solo Pueblo (los judíos claro que estaban fuera del pueblo y además en contra). Ein Volk, ein Reich, ein Führer. Solo Dios puede ser Uno, y los hebreos y los islámicos lo saben demasiado bien: porque para los cristianos, además de Uno es Tres. La idea democrática es inseparable del cristianismo. Nótese que Israel no es república, sino Estado: otro tipo de sinceridad para un gobierno de apariencia laica pero de hecho confesional. Y todavía en la década del setenta los comunistas cubanos se enviaban cartas de amor —créanme, yo las vi, aunque nunca las recibí—, con mensajes por fuera, en el sobre, que decían más o menos así: Un solo dios, la ciencia; un solo pueblo, el cubano; un solo líder, Fidel.
Versiones y perversiones de la democracia
Insisto en esta metafísica de las doctrinas políticas, porque en efecto, el primer fraude que practican esas y otras, sin excepción, es su carácter humano y científico, su pretendida desvinculación de cualquier orientación más allá del pragmatismo social, de la eficacia para el ejercicio del poder por una clase, un grupo, una pandilla de doctrinarios iluminados. El gobierno del pueblo concebido como el gobierno del Hombre, termina en el gobierno de un hombre, o de una pandilla pretendidamente humanista, que es peor. Eso sí, el fascismo duró unas décadas, derrotado desde fuera; y el socialismo algo más, pero se desbarató desde adentro, que fue mejor. Cuba, una Singularidad del Fracaso, un hueco negro del Hombre, acompaña hoy a los súbditos de Norcorea para el asombro de alienígenas en órbita, como una variante más, y de las peores, de la falsificación de la idea de la democracia. Pues con todo que es un Solo Pueblo, como querían aquellas novias, el pueblo salió a la calle, diz que para protestar contra Sí Mismo.
El entusiasmo por el retorno de mi país a las leyes del universo, o por lo menos de las sociedades contemporáneas, me obliga al cilicio de pensar. El Venerable Varela nos enseñó a pensar, decimos con orgullo. Sí, eso decimos pero, ¿pensamos? Algunos, hace tiempo ya. Fernando Ortiz, allá por los primeros años del siglo XX, dedica su formidable e ignorado libro de periodismo social y político juvenil, Entre cubanos, con esta frase cariñosa: a ti, que solo piensas en el modo de no pensar nunca. Entre cubiches es difícil atreverse a decir que uno está procurando pensar, y si es en época caliente de protestas callejeras, y de noticias internacionales acerca de la indudable existencia de hechos alternativos —hasta ahora era un hecho que fuerza es igual a masa por aceleración, al menos en el macromundo, pero ahora habría que preguntarle a una masa acelerada por un discurso entrando a un Capitolio, que desecha a Newton debido a otra Singularidad—, entonces la ausencia de interlocutor nos conduce al silencio y a los juegos de abalorios en Castalia, o debajo de un júcaro. José Antonio Portuondo rechazaba el marxismo de entusiasmo de Marinello y otros líderes suyos, y él mismo nunca desarrolló la estética marxista que le presionaba las sienes.
Mella, leyendo a Martí, habló de cosas sobrenaturales, pero un auténtico marxista se limita a la naturalidad excluyente. Carpentier se quejó en su Diario de que los comunistas rechazaban todo el arte y la literatura que él amaba, y fue miembro del partido que intentó extinguir la cultura occidental en Cuba. Carlos Rafael Rodríguez rechazaba a Rilke en la famosa reunión en la Biblioteca Nacional mirando la pistola ajena sobre la mesa, pero en los ochenta le citaba versos de San Juan de la Cruz a Reynaldo González. El propio Marinello, cuyo poemario inicial era más o menos metafísico, —aunque no tanto como el extraordinario soneto de Villena Insuficiencia de la escala y el iris, comunista sancionado por los suyos por incompetencia política al oponerse a la huelga nacional contra Machado—, acabó, en los setenta, estudiando la mística de la poesía martiana.
La democracia es una creación nacional, o es una farsa
Hay un fanguero de pensamiento en Cuba, una incapacidad para pensar, o por lo menos para pensar con rigor, con sinceridad, con originalidad; para estudiar con tiempo y cuidado, y para formular conclusiones respetables y debatibles; para posicionarse en criterios fundados en el estudio y la experiencia; para enlazar esas conclusiones con la construcción pacífica y profunda del país. ¿Sabían ustedes que Villena se había opuesto a la huelga, y que Roa mentía con esa narrativa del moribundo que dirigía a las masas, por la cortesía del dictador que sabía dónde estaba la cama y había matado a unos cuantos, —y que Wikipedia se equivoca? A veces tengo la impresión de que Mella y Villena eran comunistas como yo astrónomo. Se dice que Mella estaba dejando de serlo, si es que lo había sido, y que esa disidencia incipiente fue la causa de su asesinato —o un asunto de faldas. En época de los auténticos, Marinello sostenía que la solución para Cuba era Marx y no Martí. Interesante: nunca se ocupó del pensamiento social de su maestro, aunque al prologar sus Obras Completas, en el período revolucionario, insistió en el carácter democrático del Partido martiano. No se puede hacer un país con una indisciplina mental de ese tipo. Excusable en los que murieron jóvenes. Inexcusable para mí, y más en las terribles circunstancias que enfrentamos.
Voy a decepcionar a tantos que esperan que por pensamiento o rigor me atenga a lo que desde hace tiempo se sabe, a Adorno y a Habermas, a Braudillard y Foucault, a las escuelas de Fráncfort o París. A mí me gusta la moda, siempre que sean trapos creativos sobre unas muchachas en pasarelas. (Pero ni con los trapos tuve una oportunidad, de joven. Quería usar, como Heredia, un cuello napoleónico…). En realidad esas escuelas tampoco están ya demasiado en boga, por sospechas de ser muy de izquierda (aquí siguen siendo contrarrevolucionarias); y los asaltantes del Capitolio, nuevas camisas pardas, traen al candelero a los esotéricos de la época de Moussolini, con aquella necesidad de un Monarca Sacro, y al profeta Heidegger, que dejó claro, con la altura de su inteligencia, que en el Führer, y solo en el Führer, reside la ley. Otra vez lo de solo, soledad, único, fanatismo intelectual garantizado para impulsar dictaduras. Miren las manos del Führer, decía Martin en un éxtasis, son manos de príncipe. Al menos la adoración corporal del macho por parte de un filósofo se quedó ahí; y sin embargo, ha sido instalada en Orlando, Florida, una estatua de oro puro y pulido dedicada al former president de los Estados Unidos. Oh Nietzsche, al fin el Hombre de Verdad. En eterno retorno. Aunque sea como becerro de oro.
Lo lamento, tengo que ser intelectualmente desactualizado y ridículo. Soy provinciano. Obedezco, con mi manera de pensar, a lo que encuentro en mi realidad y a lo que he podido aprender, dificultosamente. No soy filósofo ni politólogo sino lector, y conocí a tiempo La montaña mágica, por lo que me aburren las nuevas discusiones entre el liberal bueno Septembrini, un Biden adelantado, y el conservador suicida Nafta. Soy admirador de Metrópolis, el filme de Fritz Lang, tan actual ahora que los millonarios vacacionan en la órbita. Más bien vean Blade Runner, que es su remake, con los resultados del cambio climático en pantalla y las novedades del nuevo fascismo, de tipo tecnológico. Son mis fuentes, tan criticables como yo. Carezco de otras. Como no sea el hecho de que mi mamá me enseñó a leer en La Edad de Oro. Imaginen el trauma de un nene bajito y flaco al que le leen, al principio de los sesentas, Meñique, en una casa decimonónica sin goteras. Esas cosas son arduas de superar.
De manera que el principio según el cual eliminaremos la dictadura sobre el proletariado (y sobre todas las demás clases y grupos sociales, incluyendo los mismos miembros del Mayimbato o nomenclatura comunista cubiche), ateniéndonos a la democracia como el montón de mármol del Capitolio de Washington —copia de aquel, el habanero es mejor arquitectura, limpia, proporcionada y fuerte—, ahora asaltado por adoradores heideggerianos, o a las desesperadas giras de Emmanuel Macron por Aquitania o por Cueto, por Burgundia o por Marcané, con su oferta de descentralizar el poder hacia los municipios como si con eso el país se tornara participativo, —no, todo eso es dudoso, por ajeno, por inimaginable ahora aquí, y porque ni allá es demasiado viable a estas alturas. Lo que sostiene la variante de democracia de esos países es la riqueza que ostentan, que es resultado del capitalismo, no de la democracia. ¿Podrán mantener esa riqueza en un mundo de dictadores con ciudadanos sumisos y tecnología de punta? ¿Podrá evolucionar la idea de la democracia en esos países? Probablemente, aunque cómo esperar a tanto, a ver si copiamos algo. Pero aun la necesidad de copiar determina la pregunta de a quién copiamos. Según una parte de la oposición cubana y de casi todo el exilio, al Capitolio de Washington. Pero incluso si nos olvidamos de Gerardo Machado, basta considerar que en Cuba nunca hubo un bipartidismo propiamente dicho, para que empecemos a dudar de la fórmula. Las democracias europeas, muy variadas, desde las monarquías constitucionales, y a ratos en bicicleta, hasta el sabio sistema representativo alemán, provienen de una larga y dolorosa y particular evolución de la idea de la democracia. En Japón la democracia es casi socialista, pues la gente se toma más en serio de lo que parece la proclamación de una Era por parte del Emperador, que da el tono y los objetivos de la política nacional. Akihito ni hablaba: ponía semblante, y todos entendían. Lo que debiéramos asimilar de esas experiencias de los países ricos es precisamente la evidencia de la diversidad y la raigalidad de sus sistemas democráticos. Ellos no han copiado, han tenido en cuenta la experiencia universal y han creado sus propios sistemas. De ahí su estabilidad, su capacidad de renovación continua, y su éxito. Y sus trastornos y deficiencias permanentes deben hacernos entender que la democracia es una realidad un proceso, no una entelequia importable que nos permitirá vivir cómodamente hasta el fin de los tiempos sin estremecimientos ni luchas: un principio de organización social del que sabemos solo que es muy preferible a la dictadura y que garantiza el progreso material y un número importante de libertades tangibles, nunca un paraíso para playboys cubiches; un estado transitorio, como todos, de la conflictividad humana y de las posibilidades de paz, armonía y gloria que residen en el diseño del hombre por voluntad del Creador. Sin esas claridades, ahorrémonos el esfuerzo y el dolor y hasta la sangre de los jóvenes que hoy luchan en las redes y en las calles y en la ergástula por la democracia cubana. Ni yanquis ni europeos ni japoneses, ni costarricenses ni uruguayos, van a diseñarnos una democracia. La democracia es una creación nacional, o es una farsa.
Sabiduría y levedad del cubano
Desde luego, hay el criterio desesperado de que tendríamos que agarrarnos de cualquier cosa con tal de salir de la dictadura. Y que en verdad, estamos lejos de contar con algo, aunque sea verbal y espirituoso. Pues ya lo dijo el profeta Lorenzo García Vega: En Cuba nunca hubo nada, no hay nada, y nunca habrá nada. Lo que sí hay es partidarios de Lorenzo. Y cito a este autor porque vivió lejos del apagón ideológico comunista. Está claro que si a usted le privan de la sabiduría ostensible de los profetas nacionales, que están en los libros y en los periódicos de época, acabará usted por pensar que siempre hemos sido tan estúpidos como ahora. Pero Lorenzo, tú leíste a Baquero en el Diario de la Marina. Y a Mañach en Bohemia. Una tendencia cubiche a la amnesia de la sabiduría nacional acumulada es el resultado de no querer pensar para poder intentar gozar, ¡y con ganas! Los resultados, de mucho goce, están en la mesa, incluso en la mesa de la cocina. Derivar ese vacío solo del oscurantismo comunista, es simplificar peligrosamente el asunto. El pueblo cubano, de maravillosas virtudes, no constituye un pueblo de santos, como tampoco ningún otro sobre la tierra. Una barbaridad de miserias inconfesadas, porque si se publican estamos seguros de que nos pondremos peor, nos desgracian la historia. Entre ellas, las de negarnos a cualquier propuesta positiva y difícil, a insistir en la facilidad del no, no, no. Ortiz lo denunciaba ya en Entre cubanos: La pereza intelectual nos abotarga; desdeñamos a los maestros sin estudiarlos siquiera. El propio Ortiz resbala en ese inspirado texto juvenil cuando, siguiendo a Unamuno, reclama una locura colectiva que galvanice al pobre pueblo, frase que tal vez explique por qué el liberal y racional Ortiz aceptó la Revolución. Y también Mañach, editor de La historia me absolverá, durante todo un año. Baquero huyó, clasificado como batistiano por sus propios errores. El universal Guy Pérez Cisneros había muerto hacía tanto… La sabiduría de estos y otros profetas cubanos está ahí, para que entre cubanos hagamos democracia. Yo mismo participo en la tarea de recuperar esos textos, esas personas. Pero si los profetas menores, y a ratos fallidos como cualquiera, son utilísimos, ¿no sería decisivo, en la urgencia de la presente angustia, acudir al Profeta Mayor, maestro de todos los menores?
La ruta cubana hacia la libertad
La democracia es una idea cubana. Durante todo el siglo XIX, el mejor pensamiento del país intentó definir, impulsar, crear esa democracia, desde los cursos de Varela en el seminario San Carlos hasta la pedagogía moral de su discípulo Luz y Caballero. Cuando se rechazan a veces con énfasis excesivo las tendencias reformistas y anexionistas, se pierde la realidad de que para ellos lo importante estaba más allá o más acá de la independencia con respecto a España: el objetivo era la construcción de un país rico y libre. Y esa legítima pasión movía al país hacia la independencia y la democracia. De hecho, anexionistas y reformistas se convertían en independentistas de un día para otro. En la segunda mitad del siglo está ya claro que la independencia política es el primer paso para alcanzar la política de la libertad. Pero solo un paso. De ahí que la Asamblea de Guáimaro, habiendo constituido una nación liberal, pida de inmediato la anexión a los Estados Unidos. El país democrático es más importante que el país independiente. Todos los constituyentes conocían la amarga experiencia latinoamericana de independencia con dictadura, incluso con emperadores locales o ajenos como en México, que motivó el repudio y el arrepentimiento de José María Heredia. Mientras los bayameses están empeñados en la independencia rápida por métodos autoritarios y militares, camagüeyanos, villareños, y habaneros están pensando en un país libre, también a la brevedad posible, y con formas republicanas que impidan una dictadura en la independencia. Los comunistas afirman que Guáimaro fue un error, y una historiadora camagüeyana lo describe como un golpe de estado contra Céspedes (un golpe de la mayoría contra la minoría, y la minoría cespedista se llevó, por cierto, todos los cargos importantes). Las causas de la derrota mambisa tuvieron muy poco que ver con unos frenos de la Cámara democrática. Céspedes y sus compañeros gobernaron pésimamente. Agramonte, el hombre providencial en el que se unían el talento político democrático y la capacidad militar extraordinaria, murió a deshora. El fracaso de la guerra no fue absoluto, sino precisamente fecundo en materia de algunas libertades: fueron permitidos dos partidos políticos, el de los españoles integristas y el de los cubanos partidarios de la autonomía. En ese contexto, en el que la lucha cubana por la democracia pasa a un plano decisivamente público y político, es cuando interviene el genio de José Martí. El pensamiento de Varela se ha hecho ley y acción en Agramonte, y Martí lo eleva hasta unas cotas que seguimos ignorando por imbéciles.
Lo primero que aporta Martí a la lucha por la democracia cubana es que él mismo comienza a comportarse como un político y como un demócrata. Varela actuó como un político al aceptar, por orden de su obispo, ser elegido a las Cortes en unas elecciones violentas, y allí hizo lo que le permitieron, dando pruebas de su inmensa superioridad. Agramonte fundó la república en Guáimaro, pero el mismo día renunció a su cargo de representante para convertirse en militar. Martí está en otra época, en una época política, y lo comprende. Crea un partido político, no una junta que recaudara fondos para la guerra, que era lo que tenían en la cabeza todos los generales mambises, desgraciadamente inútiles para entender y defender la política. Recontextualizando brillantemente a Guáimaro —el Partido es proclamado en la fecha del aniversario de la Asamblea, poniendo a los jóvenes en la línea de la lucha por la democracia de sus mayores—, se hacía política para garantizar una república democrática, no la dictadura de Gómez, Maceo o Calixto García. Ahora bien, usted puede ser un político pero para nada un demócrata, como fue luego el caso de los generales Menocal y Machado. Martí se atiene a las más estrictas, y rara vez respetadas por un líder de rango, normas de la democracia. El partido estaba integrado por clubes regados por varios países, independientes en todo, empezando por la integración social y la ideología. Ni siquiera había un órgano único de propaganda: Patria era el periódico de Martí y los neoyorquinos, no el del partido. Ricos y pobres, liberales y socialistas, blancos y negros confluían, para el futuro desconcierto del marxista de entusiasmo Mella, en el partido de la independencia. El Delegado era electo anualmente por las bases, y podía ser destituido por los órganos intermedios, los Cuerpos de Consejo de los clubes. Martí fue electo y luego reelecto dos veces. ¿Se conoce otro caso de un líder que se somete continuamente a una consulta popular secreta, en unas elecciones internacionales en las que es imposible el fraude? ¿Y que es reelecto por unanimidad? Revísense las comunicaciones de Martí con los Cuerpos de Consejo para que se vea la pasión del Delegado por la más estricta transparencia en el ejercicio de su cargo, de lo que cualquiera se hubiera desasido con la excusa de que se trataba, y así era, de una conspiración. Martí rinde cuentas sin cesar, excepto en los asuntos conspirativos desde luego. Quiere ahuyentar hasta la más mínima sombra de personalismo, y ni hablar de autocracia o dictadura. Tampoco designa un jefe militar. Gómez es electo, fijémonos bien, electo en un Consejo de Jefes militares, en el que Martí no participa: ¿algún ejército hizo alguna vez eso? Murió cuando se dirigía a Camagüey a organizar la Asamblea de Representantes, ante la cual depondría su cargo como jefe político, que nadie le estaba reclamando, —y que debía designar otro jefe. Ni siquiera dejó claro si creía que el partido debía continuar como tal, o convertirse en una secretaría de exteriores de la República en Armas. No designó a un sucesor para el cargo de Delegado. Este sublime escritor, jurista y genio político no redactó ni siquiera un borrador de Constitución para discutir en la Asamblea. No recomendó un presidente, aunque hay señales de que prefería al general Bartolomé Masó, que en efecto sería vicepresidente primero y presidente después. Tenía pleno derecho a hacer esas previsiones, y yo lamento que las desdeñara, pero no las hizo porque quería dar ejemplo de un servicio absolutamente democrático a la democracia cubana, comenzando por él mismo, en la confianza de que la democracia, si va a ser real, tiene que ser obra de todos en común, y no de una sola autoridad, por iluminada que fuese.
Esos tres aportes: la continuidad, actualización y superación de la obra democrática ya comenzada, la organización democrática de la política y de la guerra, y la actuación estrictamente democrática del Delegado, bastaría para que Martí ocupara el centro de la meditación cubana sobre la democracia. Pero como la tal meditación no existe, ni nos enteramos. Sin embargo, hay mucho más. Tanto, y tan importante, que apenas podré intentar aquí unas reflexiones para estimular la investigación y la reflexión de mis conciudadanos. Martí elaboró y proclamó una fórmula cubana de la democracia y se comportó como líder político en perfecta fidelidad a ella.
La fórmula cubana para la democracia
La fórmula, como el nombre de Dios en la tradición judía, conviene renunciar a pronunciarla. La fórmula del amor triunfante resulta ahora mismo unos términos que cualquiera confunde con un filme porno o una telenovela mexicana. Sin embargo, se encuentra en el épico final del discurso Con todos y para el bien de todos, tantas veces citado y mixtificado. Es crucial que nos demos cuenta de ese rechazo automático: ya no nos podemos tragar eso de una fórmula de amor, sacado de cuál farmacopea ridícula. ¿Por qué? ¿Por fórmula o por fórmula de amor? ¿Rima con los abrazos y besos de la televisión cubana, unos minutos antes de lanzarse a la calumnia, la injuria y la defenestración de ciudadanos impolutos? Y para colmo, se trata del amor triunfante. Los enemigos de Martí sonríen: que el señor orador abusaba de las palabras sin decir nada, o tonterías. Cuidado: en pocos momentos de su obra es Martí tan sintético, tan abrumadoramente preciso, con cascadas de tesis sobre los más diversos y difíciles temas, que en sus discursos. Como si la cercanía de su gente le inspirara una necesidad de sacar su sabiduría toda, de verterla completa y de inmediato sobre los suyos. Antes de hablarles, había hablado íntima y largamente con ellos. Probablemente estas ideas que ahora estamos estudiando en el discurso, él las explicaba, con su prodigiosa capacidad pedagógica, a sus amigos. Había una comunión de puntos de vista, pensamientos, proyecciones y emociones entre Martí y sus seguidores, sobre todo entre los jóvenes de su generación, creada por años de una formación y una causa comunes, y también en el contacto reciente y fraternal, que les permitía seguir el discurso y entender sus detalles y sus orientaciones de vuelo. Ahora se nos dificulta comprender mucho de lo que ellos entendían sin dificultad.
Estamos en el Año de Gracia de 1891. Una década después el cristianismo dejará de ser un referente, en todo el mundo llamado occidental, para los empresarios, los intelectuales, los políticos y el pueblo. Pero Cuba está en la periferia de Occidente, y aún no ha comenzado la Gran Guerra. Ser ateo, o por lo menos desmarcarse de las religiones constituidas, todavía no alcanza la categoría de religión popular. Más bien la generación de la guerra de independencia ve una disminución de masones y un aumento de católicos. Martí carece de participación en ningún rito, católico o masónico, y mucho menos protestante, pero su vida entera se explica por la inculturación de los valores del cristianismo en Cuba. Un mes antes del discurso en Tampa que exploramos, en el que pronunciara en New York el 10 de octubre de 1891, declara: completemos la obra de la revolución con el espíritu heroico y evangélico con que la iniciaron nuestros padres, con todos, para el bien de todos. Vemos pues que la continuidad que Martí promueve en relación con los propósitos de Guáimaro, va más allá de una filiación política o pragmática: hay una espiritualidad de fondo, real y compartida. Ese espíritu de la revolución no es solo heroico, sino evangélico, brota del cristianismo y lo actualiza en la historia. Y ahí mismo aparece la consigna: con todos, para todos. El amor heroico y evangélico triunfa para él en esa fórmula, con la que simpatizan sus oyentes, tanto en la acción política en marcha, como en la calidad de sus definiciones, como seguiremos viendo. Desde luego, hoy tantos me tomarán la palabra: gente atrasada, cubana, creyente. Fue un europeo de comienzos del siglo XXI, el alemán Ratzinger, el que sostuvo suavemente frente a Habermas que el ideal democrático sale del cristianismo y fracasará sin él. La libertad del individuo, la igualdad de los ciudadanos, la fraternidad de los hijos de Dios, son valores cristianos, tan importantes como la fe, la esperanza y la caridad, porque estos se refieren a la vida individual, mientras que los primeros a la social, y el amor cristiano es tan social como individual o no lo es. Los independentistas cubanos carecían de democracia, y también de las miserias que una democracia insuficiente o torcida había sumado a las deficiencias y traiciones del cristianismo institucional en Europa y los Estados Unidos. Por ir detrás, estaban más cerca de las fuentes. Y en el caso de Martí, eso equivalía a vivir las fuentes y actualizarlas profética y apostólicamente. Será superado solo en el siglo XX por Martin Luther King, cuya acción invierte dichosamente los adjetivos martianos: su espíritu es evangélico y heroico, sale de una fe institucional y se convierte en acción. Pero ese avance supone la existencia de una democracia, en cuyo seno King podía intentar un heroísmo absolutamente pacífico y triunfador —pasando por la cruz, ciertamente.
Pero ni Martí ni King están en una competencia de genialidades cristianas. Ambos obedecen al impulso histórico, a la herencia recibida. King Junior, se firmaba Martin Luther. Ellos reciben un espíritu, lo cultivan y actualizan. De ahí que Martí se atenga al espíritu de su democracia y no a las formas, aunque ya sabemos cómo las respetaba. Más: define como ley primera de la república un culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre, como espíritu de la democracia cubana. El espíritu, el culto, dicta la ley primera, un principio anterior incluso a una Constitución política, porque constituye su fundamento. Como he señalado en otra ocasión, esto es estrictamente jurídico: es el derecho consuetudinario el que sostiene el derecho escrito. El espíritu heroico y evangélico conforma necesariamente un culto, un respeto, una voluntad colectiva anterior a la ley y que la dicta y la mantiene. Sí, el concepto resulta intuitivo. Y debemos examinarlo con la atención que merece el manejo de los vocablos en Martí, microcosmos de su pensamiento. Nos cuesta mucho entender el concepto decimonónico de dignidad. Aquella era la época de los bustos y los duelos, que fue liquidada por la Gran Guerra, decidida por un bigotazo alemán que terminó cultivando rosas después de haber causado la muerte de millones. La cadena de montaje capitalista, el anonimato en ciudades gigantescas, el espantoso colectivismo totalitario, las guerras mundiales, las armas de exterminio en masa, nos han hecho desconfiar de la persona humana. ¿Qué tipo de ser ha inventado esas monstruosidades? El darwinismo mal entendido, la defensa del carácter antagónico de la lucha de clases por los marxistas, las doctrinas de Freud estableciendo el placer sexual como único fin de la persona, nos han convencido del carácter animal y probablemente erróneo de la especie humana, y nos han apartado de valorarla y concebir y respetar su dignidad. Hasta la ropa se nos ha hecho uniforme, prêt-à-porter. Nos queda el individuo encerrado en su nulidad, chancletero o soberbio, más soberbio cuanto más confirma el carácter menguado de los que le rodean.
Dignidad es el contenido valioso residente en la individualidad humana. Martí habla, para colmo, de una dignidad plena. En esa plenitud caben, y de ella emanan desde luego, todas las libertades civiles y colectivas. Pero tampoco está limitada a ellas. El concepto queda abierto a las potencialidades de la realidad humana. Respetar la dignidad humana obliga a respetar la dinámica imprevisible de su contenido. ¿Se entiende? Martí no define, no encierra la dignidad de la persona ni siquiera en los contenidos y formas de su democracia. Deja abierta la idea a la realidad abierta, a una realidad que sabe que está abierta, aunque en lo inmediato empezará a cerrarse como nunca antes en la historia. Obsérvese que al leer el Calamus de Whitman apunta que ese amor de los amigos se diferencia en mucho de la expresión homosexual enfermiza de algunos clásicos latinos. Sospecha que está naciendo algo que no entiende, que no le concierne, pero que tiene que nacer. No se acaba el hombre, no se termina la historia. Seguimos, y seguimos creciendo. Porque la dignidad humana y la política fraternal del todos no agota la historia. Protagonizamos, pero no somos El Protagonista. Obsérvese que en la famosa consigna lo que importa no es el todos, sino el bien. Por el bien, es con todos. Y para el bien de todos. Una precisión importante después de Nietzsche y en la era de las izquierdas y de las derechas sin control, en la que la idea del Bien empieza a disolverse en la irresponsabilidad personal, el conservadurismo hipócrita y la demencia colectiva.
Retorno a la palabra martiana
Martí aporta, pues, al desarrollo universal de la idea de la democracia, una anagnórisis teórica en sus fuentes cristianas, que le genera un conjunto de definiciones precisas y preciosas, que estamos muy lejos de haber siquiera intentado examinar y entender. Esta miseria de reflexión ha permitido la manipulación de sus conceptos, reducidos al carisma irresistible de sus frases, por parte de cualquier abominación política. La Constitución supuestamente vigente en Cuba menciona esas frases y da paso a un articulado que las niega por completo. Donde ni siquiera hay libertad de expresión, ni hablar de dignidad, y mucho menos de dignidad plena. No puede haber ningún culto civil en donde reina el ateísmo. El socialismo no es con todos y para el bien de todos, sino de los revolucionarios para el bien de los mayimbes. El bien que los mayimbes disfrutan, para qué considerarlo. Ellos mismos son víctimas de la miseria que propagan: tienen lo que tenían que tener. Pero lo peor es que la conexión con el espíritu heroico y evangélico de los padres fundadores ha sido cortada desde hace mucho. Algunas inteligencias respetables se preguntan si, en realidad, existió alguna vez; si ese espíritu heroico o evangélico sería apenas una imaginación del poeta, del hombre noble que veía en los demás lo que él llevaba en el alma. Imposible construir un país exclusivamente con el liderazgo de un solo hombre, excepcional en los siglos.
Sería útil que entendiéramos al fin La oración de Tampa y Cayo Hueso. Véase el título con el que se le conoce, y que no procede de Martí. La palabra oración, cierto, equivale en la tradición anglosajona a discurso. Pero no somos anglosajones… Cintio Vitier lo llama verdadero aleluya revolucionario. He fracasado en encontrar una exégesis al menos mediana de esta oración inverosímil. Pronunciado en Nueva York el 17 de febrero de 1892, menos de tres meses después del Con todos, este discurso se da el lujo de inaugurar el género de la evocación oratoria… Martí ha quedado tan impresionado por sus seguidores del sur, que dedica toda su intervención a recordar esos días de gloria en la Florida cubana. ¿Cómo? Recordando a las personas. Veinte o más cubanos son citados, sin decir el nombre, con un cariño y una inteligencia desbordantes. Los héroes de la guerra, las mujeres, jóvenes y niños, el pobre y el rico, el blanco y el negro, los socialistas, los artesanos y comerciantes, los periodistas, las ancianas, el petimetre redimido, el criollo enamorado, la sociedad cubana de Tampa y Cayo Hueso como microcosmos y profecía de la república. Martí rinde cuenta a los cubanos neoyorquinos, les muestra el país al que ellos también pertenecen. Él mismo se muestra en esta fe: mi patria posee todas las virtudes necesarias para la conquista y el mantenimiento de la libertad, —que acaba de comprobar en sus compatriotas. No los nombra, pero sus oyentes reconocen, o van a conocer, a la mayoría. Entre los que reconocen está Ignacio Agramonte, cuyo nombre se oculta también: el camagüeyano que no muere, recordado por su consejo de ordenar […] la guía sana y enérgica de la libertad, y el arranque seguro de sus fuerzas todas, que sólo combaten los que en el sagrado de la patria buscan, antes que el bien público y el decoro del hombre, su autoridad o su provecho. Guáimaro, la Constitución, la idea democrática cubana enfrentada a la perversión dictatorial latente. La igualdad de los demócratas permite omitir ese nombre mayúsculo, y cualquier otro. Curioso: Martí habla en este discurso en primera persona: Yo amo con pasión la dignidad humana. Yo muero del afán de ver a mi patria en pie. Yo sufro, como de un crimen, de cada día que tardamos en enseñarnos todos juntos a ella. Es que acaba de exclamar: ¡Póngase el hombre de alfombra de su pueblo! También se retrata en términos muy interesantes: un hombre recogido en sí, y: un viajero sin fuerzas y sin voz, y: un hombre que solo la poca vida que le resta puede dar, nada que ver con las rotundidades y el orgullo de los déspotas, pero también un hombre invencible, porque no lo ha abandonado jamás la fe en la virtud de su país. La oración… nos presenta a un pueblo libertario real, orientado por dos servidores heroicos, empeñados en la tarea de la democracia. Que comienza por la fe. Sin fe en la dignidad humana, no hay democracia, y esa fe comienza por la fe en los otros. Esa es la fe que falta hoy en el mundo, esclavo del sobreaprecio personal o de grupo —y del desprecio violento por lo ajeno, sea un grupo o un individuo. La democracia no es un estado de pragmatismo, aunque ningún régimen supera a la democracia en eficacia social: es un frágil estado de fe. O tenemos fe en que todos somos hermanos, desiguales y conflictivos, difícilmente conciliables, pero convergentes en la idea del bien, o nos despeñamos en la anarquía, el fascismo o el comunismo.
Lo que encontramos en este discurso es el primer despliegue civil de la democracia cubana, como no pudo existir en Guáimaro y en la guerra, por razones obvias. Un pueblo pobre pero ciudadano, unido en la fe de la independencia, con un líder que le entiende y le sirve, que se pone por debajo de él pero que debe predicarle los valores de la libertad individual, el gobierno representativo, el respeto de la diversidad y de la ley. La objeción se ve venir: era solo una fracción muy reducida de la sociedad cubana, alimentada únicamente por la democracia liberal yanqui decimonónica. El propio Martí lo afirmaba. Se puede objetar también que esa fracción democrática desapareció con Martí. Téngase en cuenta que algunos, como Martí, desaparecieron heroicamente en la manigua… Pero en efecto, hombres como Nestor Carbonell o Rafael Serra —¡nosotros sí que tenemos que nombrarlos!— significaron nada en una republiqueta dominada por generales, y por doctores que se creían generales. ¿Mediocres sublimados por el amor de su maestro? ¿Oyeron, aplaudieron, y se hicieron a un lado por incapaces? Martí sería un nefelibata, un soñador con imposibles, un elogiador de sus aplaudidores, supuesto inexplicable para cualquier consideración objetiva, porque su partido le sobrevivió, ganó la guerra que él organizó, y su sucesor en el cargo llegó a la presidencia de la nueva república. Los colaboradores civiles de Martí, decisivos en la tarea de la independencia, fueron ninguneados por la gloria de unos militares que fracasaron en ganar la guerra, que era imposible de ganar, como la mayoría de las guerras, por medios exclusivamente militares, aunque ellos creían contra toda evidencia en ese cómodo y prometedor disparate; que se plegaron a los yanquis cuando vieron que la victoria seguía más lejos que cerca y traicionaron al gobierno de la República en Armas, encabezado no por un civil estorboso sino por el mismísimo general Masó, en un afán de inmerecido protagonismo; y varios de los cuales culminaron su incapacidad política erigiendo el imperio de la corrupción y la dictadura en el triste protectorado que habían contribuido a forjar con su deslealtad y su ceguera. La mayoría de los generales eran hijos de la incivilidad española, como la mayoría de la población cubana de la época: la guerra les fortaleció la incivilidad y la instalaron en la república. Generales y doctores ambiciosos y pueblo incivil destrozaban la idea democrática de Tampa, Cayo Hueso y Nueva York. Martí, hombre de conciliación a fuerza de desinterés y sacrificio, pudo haber educado y controlado a los generales y doctores inciviles; encabezado y promovido a los demócratas a caballo, que eran legión; impulsado la lucha política, especialmente en el plano internacional, pero también en el doméstico, por encima de las tácticas militares; impedido la desorganización del mando mambí que nos llevó al protectorado, la por demás excesiva frustración republicana y el fracaso de la sincera democracia nacional. Intelectuales martianos, periodistas, gente fina, gente extraña, gente dudosa, a un lado, con homenajes o con burlas. Ganaban los enfermos, los malos.
Cuba labra su libertad a la sombra, en secreto
Atendamos al caso de Rafael Serra y Montalvo, a quien Martí dedicó una carta que pertenece al tesoro del arte epistolar mundial. Negro matancero, a los 21 años esta persona creó en su ciudad una escuela para las personas de color. Fue maestro de arriba abajo, como su Maestro, toda la vida. Tuvo que emigrar y en Nueva York continuó con su obra, la famosa La liga, en la que Martí era maestro gratuito. Muerto el líder, Serra, pensador y periodista a quien tenemos en el completo olvido, creó la revista La doctrina de Martí. El PRC abandonaba la idea de la democracia popular con personajes como Estrada y Varona, aristócratas sin un centavo. Serra luchó por esa idea en su revista, primero en el exilio y luego en la república. Mucha gente colaboraba con él… Si aún tenemos una conexión con Martí, es por hombres como Serra, que no era ningún yes man martiano, pues no hubo ni podía haber ninguno; que era un maestro sacro como él, enamorado de la dignidad humana desde que era un niño. Serra dio la batalla con su grupo, murió joven. Pero su mejor legado es decirlo todo claro: Martí es la democracia. En eso estamos, Rafael.
Porque la conexión sigue viva.
Estaba ardiendo cuando Guy Pérez Cisneros se lanzó a la propuesta de la Declaración de los Derechos del Hombre, iniciativa de la República de Cuba. Nuestro diplomático citó los conceptos claves de la democracia martiana al finalizar el discurso con que presentó la Declaración en la Tercera Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948 en París. Necesariamente, puesto que eran esos conceptos los que lo habían inspirado para la propuesta. El movimiento universal de los derechos humanos es cubano. Fue organizado en su primera expresión por Guy Pérez. Desciende en línea recta de José Martí. ¡Vaya nefelibata el héroe de Dos Ríos, cuyas ideas siguen orientando a la humanidad, en la batalla de los siglos!
Y está viva cuando la nueva gente fina, los artistas y periodistas, los tipos extraños a la miseria nacional, exquisitos y decididos, muy personales y al fin agrupados, declaman Dos patrias en el mediodía habanero, frente al ministerio de la barbarie. Y cuando Leonardo Romero se fotografía con los Cuadernos martianos. Y cuando Yunior García Aguilera aparece cargando, con una sonrisa de amor, las Obras Completas. El culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre, clave de nuestra democracia, jamás podrá extinguirse. Habrá caídas. Habrá contradicciones. Habrá siempre conflictos. Pero ese culto continúa, aunque lo practique una sola persona, dos, tres, cien mil personas aisladas —aunque siempre potencialmente organizables. Porque lo determina el Señor de la Historia, que nos ha dado el gobierno del mundo para que gobernemos sin él, pero con la idea del Bien, que viene de Él y es Él. En algún punto del planeta tenía que surgir una idea cabal y completa de la democracia, y debía ser en algún Belén, en algún punto perdido y miserable. La sincera democracia cubana, adjetivo de Martí en el Manifiesto de Montecristi, no la de Jefferson o Gambetta que había estudiado muy bien, sigue siendo una posibilidad ofrecida y abierta. ¿Fracasaremos? ¿Seremos nuevamente orillados por los soberbios y los pragmáticos? ¿Nos espera el capitalismo sin democracia, la dictadura de derecha, la democracia de mentirita que reinstalará a los comunistas en el poder, pero con la fuerza del voto? El éxito jamás será obligatorio, y casi todo está en contra. Arduo, para una masa hasta hace poco pasiva, asocial, pesimista. Aquí estamos, y no veo cómo nos van a desaparecer a todos, a menos que decidamos aniquilarnos en la duda, la renuncia, la dejadez, la indolencia. Yo me aferro a la esperanza, más allá de nuestras incapacidades personales y colectivas ostensibles. Tal vez porque leo una y otra vez el formidable arranque de La oración de Tampa y Cayo Hueso:
Los pueblos, como los volcanes, se labran en la sombra, donde sólo ciertos ojos lo ven; y en un día brotan hechos, coronados de fuego y con los flancos jadeantes, y arrastran a la cumbre a los disertos y apacibles de este mundo, que niegan todo lo que no desean, y no saben del volcán hasta que no lo tienen encima. ¡Lo mejor es estar en las entrañas, y subir con él!
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