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Historia | Ignacio Agramonte: la democracia como cañón

"Para Agramonte lo importante era la construcción de la patria desde la democracia", dice Rafael Almanza. 

El Parque Agramonte de Camagüey, con la estatua ecuestre de El Mayor.
El Parque Agramonte de Camagüey, con la estatua ecuestre de El Mayor.

ÍNDICE

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Todos los días, a las seis de la tarde, a los sones del Himno Invasor, una pareja de jovencitos vestidos a la manera mambisa acude al Parque Ignacio Agramonte de Camagüey a bajar la Enseña Nacional del mástil situado frente a la estatua del prócer.

Hace unos años el Parque construido durante la República fue remodelado totalmente y sustituido por una copia o evocación de la Plaza de Armas de la Colonia.

Reconstrucción histórica para turistas españoles. Falta la estatua de la reina Isabel, hay esa otra ocupando el sitio.

Dos niveles: el de arriba para los blancos, el de abajo para los negros.

Yo quiero sentarme abajo, porque habiendo nacido caucásico, aunque en barrio de negros, nunca me he querido blanco.

Pero es difícil que una persona mayor quiera sentarse ahí, porque los antiguos bancos de madera de la República, que hacían la delicia de los jubilados, fueron eliminados por unas superficies ortogonales de granito. Y también en el Casino Campestre, el parque urbano mayor del país, donde la gente se llevaba los listones de madera de los bancos. Además, los viejos estropeamos el turismo.

Al mediodía, en verano, casi nadie atraviesa el parque. El granito horizontal y pulido lanza una reverberación que deja ahogado y ciego a los transeúntes. El que está apurado cruza con la cabeza echada hacia atrás, lo que contribuye a la flexibilidad de las vértebras cervicales. Cuando baja el sol, y por la noche, las familias llevan a sus niños. Pero ya no se pueden subir en la base de la estatua del prócer, como yo en los sesentas. Hay una barrera vegetal. Tal vez algún progenitor compita con mi tío Emiliano y les explique cómo fue el rescate de Julio Sanguily por parte del Mayor General Agramonte, que puede verse en los relieves del monumento.

Bueno, pero a los niños les cuentan en la escuela quién fue El Mayor.

El Mayor, El Mayor.

El novelista mexicano Carlos Fuentes dijo alguna vez que Cuba es el único país del mundo donde la historia es un cuento de hadas. Si un Pancho Villa alcanza categoría de héroe nacional, está claro que la historia es un cuento de trolls. Pero en efecto, la presencia, para colmo fundacional, en la historia cubana de santos y profetas como Varela y Martí, nos ha creado una tendencia a idealizar líderes y procesos muy turbios y a facilitar la inevitable manipulación de las figuras históricas en función de la mentira ideológica, que a veces resulta efectiva y difícil de combatir debido a la delicadeza de la operación de fraude.

Ignacio Agramonte es el Mayor General. El monumento del parque camagüeyano lo representa ecuestre, con el sable en alto. Y no hay dudas de que este hombre que murió en combate a los treinta y un años fue el mayor líder militar de nuestras guerras de independencia. Construyó un ejército disciplinado dotado de las tres armas de la época: infantería, caballería y algo de artillería, con desarrapados desarmados. Inventó la táctica guerrillera y la impuso sobre los criterios, fracasados enseguida, de militares de carrera como el general yanqui Thomas Jordan. Creó una logística y unas escuelas para formar soldados y oficiales. Venció una y otra vez a un enemigo muy superior. Convirtió a la provincia de Camagüey en un territorio liberado. Su única derrota importante fue la casualidad de su muerte heroica, pero incluso ahí venció también, porque el ejército que había creado le sobrevivió con todas sus cualidades bajo el mando del general Máximo Gómez: no se trataba de una operación carismática condenada a desaparecer con el jefe, sino de la construcción de un ejército real: el propio Gómez reconoció que sus éxitos venían determinados por la calidad del ejército agramontino. Que Céspedes y Gómez y el resto de la dirigencia política y militar no supieran aprovechar, no ya el ejemplo de ideación y creación de Agramonte, sino al menos su brillante ejército, revela la absoluta y ruinosa inferioridad en que se encontraban en relación con el joven camagüeyano. La muerte de Agramonte fue una desgracia solo comparable a la de Martí. En ambos casos, el mejor hombre muere cuando está a punto de triunfar en beneficio de la causa de todos. La historia no es un cuento de hadas, pero en Cuba ha sido dos veces una tragedia a nivel de Esquilo.

El inmenso rango de Agramonte como líder militar resulta pues expedito para incluirlo en el cóctel feérico de los machotes históricos. Alto, bello, heterosexual probado por sus amores con Amalia Simoni, espadachín desde chiquito, jefe de pies a cabeza, listo para ser inmortalizado en bronce, como precursor de los sucesivos apasionantes hombrones que son los que hacen la historia con una supremacía innata, y exclusiva, sobre la Masa mediocre y obediente. Sí, se recuerda que Agramonte fue el creador de la Constitución de Guáimaro. Pero se susurra que ese papelito fue un obstáculo contra las actividades militares y por lo tanto la causa del fracaso de la guerra… Agramonte quedaría pues como El Mayor, un militar supremo de la guerra de independencia, arquetipo de la valentía, la vergüenza y los métodos violentos. Después de todo se le puede perdonar lo de Guáimaro, un golpe de estado contra Céspedes según la historiadora Elda Cento, puesto que empezó por renunciar a sus credenciales de representante y convertirse en macho militar. Además, luego el imberbe maduró y se entendió con el otro macho Céspedes, a quien le tocaba el poder y la gloria por razones genéticas, no políticas. Céspedes, Agramonte, Gómez, Maceo, Calixto García, serían uno y lo mismo, un ascenso de la testosterona a la silla de montar, desde donde se divisan los senderos luminosos de la historia por donde han de transitar como súbditos o cadáveres los descabellados descaballados. Como diría después Guillén Batista en los ripiosos versos que le dedicó al argentino: Un caballo de fuego sostiene tu escultura guerrillera…

La historia es una narrativa de jinetes.

2

Voy a ocuparme mínimamente de un texto conocido, pero de escasa consideración entre nosotros, que nos permitirá comprender por qué un muchacho de la clase media camagüeyana, que habla francés y escucha arrobado cómo su novia canta la última aria de Verdi, acaba ordenando un toque a degüello.

A mediados del siglo XIX se celebraban en la Universidad de La Habana unas reuniones, jueves y sábados, donde los alumnos exponían sus conocimientos frente a los profesores y autoridades académicas. En la sabatina del 22 de febrero de 1862 el estudiante de la Licenciatura en Derecho Ignacio Agramonte leyó un discurso, probablemente solicitado, sobre el tema de la Administración. Tal vez uno entre varios disertantes. Un tema sensible para unos súbditos que viven saqueados y atormentados por una burocracia implacable, ladrona, extranjera, militar.

Ya el primer párrafo contiene, con elegante y sabia concisión, la tesis del orador:

La administración que permite el franco desarrollo de la acción individual a la sombra de una bien entendida concentración del poder, es la más ocasionada a producir óptimos resultados, porque realiza una verdadera alianza del orden con la libertad.

Véase como el tema de la Administración, que pudiera haberse entendido solo como el manejo de la cosa pública existente, sin definición política, o más estrechamente aun, de la dirección de empresas o instituciones —lo que hoy llamamos Management—, es trascendido por Agramonte para reflexionar sobre el diseño de toda la sociedad. El enfoque estrecho era en verdad más afín a los asuntos jurídicos, y se trataba de un estudiante de la Licenciatura de Derecho. Pero el discurso va a desplegarse sobre esa amplitud de carácter político y filosófico: lo que importa es la armonía del orden y la libertad, o del orden de la libertad, puesto que el énfasis está en el franco desarrollo de la acción individual. Y si hay que proponer una bien entendida concentración del poder es porque hay una concentración del poder mala. La Universidad de La Habana era una institución de la monarquía borbónica.

El segundo párrafo extiende el marco teórico de la reflexión con esta afirmación reveladora:

Vive el hombre en sociedad, porque es su estado natural, es condición indispensable para el desarrollo de las facultades físicas, intelectuales y morales, y no en virtud de un convenio o de un pacto social como han pretendido Hobbes y Rousseau.

Sentencia notable, no solo por la erudición, sino por la distancia que toma, desde la reflexión propia, con respecto al pensamiento dominante en la época. La idea del pacto social, que parte de la soberanía del individuo aislado, sigue estando hoy en la base de mucha doctrina y práctica conservadoras. Ya Varela había desechado la idea de Rousseau.

¿Pudo haber recibido Agramonte esta claridad en años muy tiernos, cuando estuvo en el colegio de Luz y Caballero? Obsérvese que el interés de Agramonte está precisamente en un propósito humanista del crecimiento integral del individuo, pero se atiene a la verdad de que la naturaleza del hombre es social, en primer término. La fantasía de los individuos aislados y libres que limitaron su libertad con un pacto social para vivir mejor, le resulta falsa. La sociedad no se comprende sin orden, ni el orden sin un poder que lo prevenga y lo defienda, al mismo tiempo que destruya todas las causas perturbadoras de él, aclara enseguida. Otra vez el principio del orden, encarnado en el Gobierno del Estado, que está compuesto de tres poderes públicos, que cuales otras tantas ruedas de la máquina social, independientes entre sí, para evitar que por un abuso de autoridad, sobrepujando una de ellas a las demás y revistiéndose de un poder omnímodo, absorba las públicas libertades. Agramonte expone la doctrina de los Tres Poderes de Montesquieu, vigente hoy en día en las democracias representativas. Facultades omnímodas, con esas mismas letras, eran precisamente las que habían sido diseñadas por la monarquía borbónica para los Capitanes Generales que desgobernaban con puño de hierro la colonia cubana.

Agramonte define entonces su área de análisis:

Me ocuparé de uno de esos poderes: del poder ejecutivo o administrativo; y solo él, porque tal es el terreno en que me coloca la proposición que defiendo. En ella se ha tornado [sic] la palabra administración en una de sus diversas acepciones, en la del ejercicio del poder ejecutivo en toda la extensión de sus atribuciones.

Para este propósito confeso, el disertante comienza por abordar, más que la teoría de los Tres Poderes, el de los derechos del hombre. Como en el caso de la doctrina del Pacto Social, Agramonte aúna dos elementos decisivos: una idea humanista y otra religiosa. El progreso humano, manifiesto en la doctrina de los derechos, es un deber marcado por la Providencia de Dios:

La divina mano del Omnipotente ha grabado en la conciencia humana la ley del progreso, el desarrollo indefinido de las facultades físicas, intelectuales y morales del hombre; y para llegar a ese fin, ciertas condiciones que constituyen en él deberes de respeto a Dios, porque tiene que someterse a ellas, para llegar al cumplimiento de su destino, destino grandioso, sagrado, marcado por la Providencia; y derechos con respecto a la sociedad que debe respetarlos y proporcionar todos los medios para que  llegue  a aquel desenvolvimiento.

Ambos principios, el del desarrollo individual humano y el de ese progreso referido a la Providencia, merecen ser considerados. Se ha insistido en que la religiosidad de Agramonte suena a convención de lenguaje. Usa un lenguaje de época, y está lejos del lugar común. Porque si nos remitimos a las fuentes que cita el disertante encontraremos una diferencia de interés. “La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los Gobiernos”, como en Francia la Asamblea Constituyente de 1791, dice Agramonte. La cita corresponde en verdad, originalmente, a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, referente de la Constitución de 1791. Y aunque esos derechos se proclaman en presencia del Ser Supremo y bajo sus auspicios, en realidad no contienen ninguna fundamentación de tipo religioso. Se presentan como derechos naturales, y por lo tanto divinos para el creyente, pero naturales en fin, lo que permite deshacernos de su divinidad. Tampoco tienen una orientación humanista. El progreso humano individual, el desarrollo indefinido de las facultades físicas, intelectuales y morales del hombre, es un ideal romántico posterior. Ignacio junta esos dos principios, como si el primero descendiera en línea recta de Varela a través de Luz, y el segundo anunciara la dignidad plena del hombre proclamada por José Martí. Simbiosis imposible para un europeo o norteamericano, real para la sabia tradición ecléctica cubana.

Por su fundamento religioso, Agramonte vuelve a la idea de la conciencia creada por Dios para hacer una síntesis de los derechos: Tres leyes del espíritu humano encontramos en la conciencia: la de pensar, la de hablar y la de obrar. Leyes. Ni siquiera derechos. El derecho lo podemos usar o no, la ley tiene que ser cumplida. El derecho actualiza la ley de la conciencia: A estas leyes para observarlas, corresponden otros tantos derechos, como ya he dicho, imprescriptibles e indispensables para el desarrollo completo del hombre y de la sociedad. De nuevo, individuo y sociedad quedan marcados como objetivos del progreso.

Agramonte examina entonces cada una de estas libertades que son leyes de la conciencia: Al derecho de pensar libremente corresponde la libertad de examen, de duda, de opinión, coma fases o direcciones de aquel. Interesante: señala la complejidad, la dificultad, el drama intrínseco de esa libertad, que suele olvidarse hoy en la época del narcisismo fanático y los totalitarismos remanentes o de regreso. Aunque el conflicto viene también de afuera: se podrá obligar a uno a callar, a permanecer inmóvil, acaso a decir que es justo lo que es altamente injusto, pero ¿cómo se le podrá impedir que dude de lo que se le dice? ¿Cómo que examine las acciones de los demás, lo que se le trata de inculcar como verdad, todo, en fin, y que sobre ello formule su opinión? El disertante conoce y denuncia que no han faltado hombres y aun clases enteras en la sociedad, que con miras interesadas y ambiciosas, han querido despojar al hombre de esos derechos revelados por la razón a todos, pues son universales, y monopolizarlos ellos. Y agrega una frase que nos devuelve al asunto de su religiosidad: siempre diremos con San Pablo: Examinémoslo todo y atengámonos a lo que es bueno. Principio ortodoxo del pensamiento ecléctico cubano.

Consecuencia de la libertad de pensar es la de hablar, dice enseguida Agramonte, estableciendo un vínculo de mucho interés teórico. Y agrega:

¿De qué servirían nuestros pensamientos, nuestras meditaciones, si no pudiéramos comunicarlos a nuestros semejantes? ¿Cómo adquirir los conocimientos de los demás? El desarrollo de la vida intelectual y moral de la sociedad sería detenido en medio de su marcha.

Otra vez el principio social y ético a la cabeza de la idea política. Que también es un principio de ciencia: De la enunciación de los diversos exámenes, de las contrarias opiniones, de las diferentes observaciones, de la discusión en fin, surge la verdad como la luz del sol, como del eslabón del pedernal, ígnea chispa. El principio de ciencia se convierte por eso mismo en contradicción política:

la verdad, se ha dicho, no siempre conviene exponerla; en realidad no conviene; pero es al poderoso que oprime al débil, al rico que vive del pobre, al ambicioso que no atiende a la justicia o injusticia de los medios de elevarse; lejos de ser perjudicial, es siempre conveniente al ciudadano y a la sociedad, cuyas felicidades estriban en la ilustración y no en la ignorancia o el error, y a los gobernantes cuando lo son en nombre de la justicia y la razón.

La libertad de hablar tiene pues que materializarse en una libertad concreta, que es desde luego la libertad de prensa: un medio de obtener la libertad civil y política, porque instruyendo a las masas, rasgando el denso velo de la ignorancia, hace conocer sus derechos a los pueblos y pueden estos exigirlos. No existía la libertad de prensa en Cuba. Ni ahora tampoco. Agramonte rechaza uno de los argumentos con los que se pretende sostener este abuso: 

“Se puede abusar de la prensa”, dice un autor inglés, por la publicidad de principios falsos y corrompidos; pero es más fácil, añade el mismo, remediar este inconveniente combatiéndolo con buenas razones que empleando las persecuciones, las multas, la prisión y otros castigos de este género.

La tercera de las libertades apunta ya directamente al orden político, económico y social: La libertad de obrar consiste en hacer todo lo que le plazca a cada uno en tanto que no dañe los derechos de los demás. La defensa que hace Agramonte de esta libertad es irrestricta: hay casos en que, obrando libremente el individuo, causa un daño a los demás y a veces a la sociedad entera; y sin embargo, no puede impedírsele el ejercicio de su derecho, sin causarles mayores perjuicios atacando la libre acción individual.

Expone el caso de un atolondrado que invierta su capital en una empresa ruinosa: ese capital se pierde para la circulación y una cantidad equivalente de industria perece. El ejemplo resulta demasiado simple, pero demuestra que el aspirante a jurista tiene una idea de las realidades de la economía. Como remedio a estas desviaciones, propone fomentar la instrucción y estimular los sentimientos nobles y generosos: siempre la moral controlando los objetivos personales y sociales, partiendo de la persona: El individuo mismo es el guardián y soberano de sus intereses, de su salud física y moral; la sociedad no debe mezclarse en la conducta humana, mientras no dañe a los demás miembros de ella. Agramonte declara la fe occidental contra cualquier manifestación de gregarismo:

Funestas son las consecuencias de la intervención de la sociedad en la vida individual; y más funesta aún cuando esa intervención es dirigida a uniformarla, destruyendo así la individualidad, que es uno de los elementos del bienestar presente y futuro de ella. […] De ese modo el hombre libre, convirtiéndose en máquina va perdiendo esa tendencia a examinarlo todo, a querer comprender y explicarse cuanto ve, a comparar y escoger lo bueno, desechando lo malo. […] Una sociedad compuesta de miembros de aquella índole, en la que por la uniformidad de costumbres, de modo de pensar, no hay tipos distintos donde poder entresacar las perfecciones parciales, que reunidos en un solo todo pueda servir de modelo, se paralizará en su marcha progresiva hasta que otra parte de la humanidad, que haya ascendido más en la escala del progreso y de la civilización, sacándola del estado estacionario en que se encuentra, le dé nuevo impulso para que continúe en la senda de su destino. Dígalo si no la China, el Oriente todo.

Esta referencia despectiva al Oriente nada tiene que ver con un elogio de la economía colonialista. Agramonte no se presenta como un ideólogo del capitalismo. Defiende la libertad del individuo, no necesariamente la del capital. Pues si bien dice

Que la sociedad garantice su propiedad y seguridad personal, son también derechos del individuo, creados por el mero hecho de vivir en sociedad. El olvido o desprecio de ellos, si bien no es más criminal que los demás, si es más a menudo causa de revoluciones y conflictos en que a cada paso se ven envueltas las naciones.

Obsérvese el inciso en que esa defensa del derecho de propiedad no coloca a este derecho por encima de los otros, aunque su violación sea peligrosa. Es lo que tendrá en cuenta el líder mambí al destruir su propia riqueza y la ajena en la búsqueda de todos los derechos. Negreros satisfechos de su seguridad personal, de ningún modo. Riqueza corrupta o cipaya, tampoco. Derechos para todos, a fin de que cada cual sea quien desea ser.

Con este paneo propio por la dogmática liberal, que ocupa más de la mitad del discurso, Agramonte está listo para abordar el asunto clave:

La centralización llevada hasta cierto grado, es por decirlo así, la anulación completa del individuo, es la senda del absolutismo, la descentralización absoluta conduce a la anarquía y al desorden. Necesario es que nos coloquemos entre estos dos extremos para hallar esa bien entendida descentralización que permite florecer la  libertad a la par que el orden.

El absolutismo era precisamente el régimen existente en Cuba. Seis años después ese régimen va a implosionar en España, pero ni después de la revolución de septiembre de 1868, paralela a la cubana, logrará Cuba ningún beneficio radical proveniente de esos acomodos. Agramonte está haciendo un discurso subversivo. Pero su subversión es a favor… del orden. Nunca la anarquía sino el orden de la libertad. Este pichón de jurista es, desde el principio, un constitucionalista. Busca la ley del orden de la libertad.

Tres son las objeciones de Agramonte contra el absolutismo y cualquier otra variante de centralización desmedida del poder. La primera es la de la paralización de la economía:

La centralización no limitada convenientemente, disminuye, cuando no destruye la libertad de industria, y de aquí la disminución de la competencia entre los productores, de esa causa tan poderosa del perfeccionamiento de los productos y de su menor precio, que los pone más al alcance de los consumidores.

La segunda es el surgimiento de una ruinosa cuanto inmoral burocracia de Estado, desgracia bien conocida por todo cubano de la época:

La administración, requiriendo un número casi fabuloso de empleados, arranca una multitud de brazos a las artes y a la industria; y debilitando la inteligencia y la actividad, convierte al hombre en órgano de transmisión o ejecución pasiva.

La tercera insiste en la pérdida del motor del progreso social, que es el individuo:

La centralización hace desaparecer ese individualismo, cuya conservación hemos sostenido como necesaria a la sociedad. De allí al comunismo no hay más que un paso; se comienza por declarar impotente al individuo y se concluye por justificar la intervención de la sociedad en su acción destruyendo la libertad, sujetando a reglamento sus deseos, sus pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesidades, sus acciones todas.

Es lo que tenemos en la patria de Agramonte durante más de medio siglo.

Pero él sabe que es imposible un gobierno cero, sin funcionarios. Su propuesta es la de su racionalización e instrumentalización adecuadas al bien social: disminuyendo el número de sus empleados, se les pagaría de un modo proporcionado a su trabajo y suficiente a satisfacer dignamente sus necesidades. Solo así podrían dedicarse exclusivamente y con entusiasmo al cumplimiento de sus deberes. Estableciendo entre ellos cierta independencia y no solo subordinación, necesitarían desplegar su actividad e inteligencia, que redundaría en provecho de él mismo y de la sociedad. Siguiendo a Jules Simon, intelectual y político republicano francés, Agramonte encuentra realizado este ideal en la administración inglesa de la época. Al mismo tiempo defiende la combinación del poder central fuerte con la mayor descentralización del gobierno en las regiones, un reclamo de los camagüeyanos en toda su historia:

Un código único, arma regular y recursos financieros reunidos en la mano de un gran poder central para ser empleados conforme a la ley, sería una garantía bastante contra el federalismo y para poder dejar a las habitantes de una localidad repartir sus impuestos, administrar sus propiedades, construir sus vías de comunicación, gobernar, en una palabra, sus asuntos locales, que solamente ellos conocen y más directamente les interesan.

Agramonte considera que esa alianza del orden y la libertad es el triunfo de la civilización humana, el destino que le marcó la benéfica mano del Altísimo:

Por el contrario, el Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan solo en la fuerza; y el Estado que tal fundamento tenga podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o  temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del cañón a anunciarle que cesó su letal dominación.

Y de esta estruendosa manera concluye el discurso del estudiante en presencia de las autoridades académicas del absolutismo colonial español.

Don Ignacio Agramonte acaba de cumplir veinte años.

3

Aquello fue como un toque de clarín. El suelo de todo el viejo Convento de Santo Domingo, en el que la Universidad estaba entonces, se hubiera dicho que temblaba, el catedrático que presidía el acto dijo que si hubiera conocido previamente aquel discurso no hubiera autorizado su lectura; los que debían hacerle objeciones llenaron sólo de una manera aparente su tarea y yo, que allí me encontraba, concebí desde entonces por aquel estudiante, que antes de ese día no había llamado mi atención, la amistad apasionada, llena de admiración y fidelidad, que me unió con él hasta su muerte.

Son palabras de Antonio Zambrana en 1913. Cinco años más joven que Ignacio, apenas tenía pues quince en aquella ocasión: había estudiado como él en la escuela de Luz y Caballero. Zambrana desembarca en Camagüey a fines de 1868 para incorporarse a la guerra, encuentra a Ignacio y es electo representante por Occidente a la Asamblea de Guáimaro. Secretario de la Asamblea con él, redactan y defienden juntos la Constitución democrática que funda el Estado-Nación Cubano.

Prodigiosos sucesos.

Hay una nueva república en el mundo.

La teoría ha encarnado en la realidad. La Constitución establece los derechos civiles y la tripartición de poderes. Los representantes son electos teniendo en cuenta la división en regiones del país.

La amistad de los jóvenes ha fundado la socialidad cubana. No se imponen. Céspedes, de cincuenta años, es el aclamado Presidente, y su grupo político recibe los cargos más importantes. La edad para ser electo Presidente queda fijada en treinta y dos años, de manera que los jóvenes han aprobado negarse toda posibilidad de mando. A pesar de las quejas contra los órganos de poder estatuidos en Guáimaro, ninguna propuesta de modificación se hizo durante el período de guerra, aunque estaba prevista en la Constitución. La razón es simple: la mayoría estaba conforme con las ideas que sustentaban ese poder. Querían un país democrático, y el que aspiraba a la dictadura se atenía a la democracia para evitar que el dictador fuera el otro. Ningún joven lo pensó siquiera. La doctrina y la moral de los jóvenes republicanos dieron una lección de civismo, y de realidad, a la clase política mambisa.

La visión militar de la historia de Cuba, según la cual la violencia del caudillo es la Razón de Estado, descalifica el Orden de la Libertad establecido en Guáimaro como una ingenuidad o una confusión de exaltados imberbes. Se supone que ese orden era pesado y poco práctico, que obstaculizó las actividades militares, y condujo al fracaso de la guerra una vez que se depuso al caudillo Céspedes. Desde luego, muchos historiadores cubanos se apartan de esos juicios, que ya existían durante todo el período de las guerras de independencia y la República, y que alcanzan una conveniente preponderancia durante la autocracia fidelista, apoteosis del caudillo infalible. Si la Constitución de 1940 fue firmada en Guáimaro, la de 1976, no. Nada que ver con Agramonte, Zambrana, Salvador Cisneros, José Martí.

Estatua ecuestre de Ignacio Agramonte.
Estatua ecuestre de Ignacio Agramonte.

Deshacer esas fantasías trasciende este trabajo, pero ocupémonos de ese detalle central de la destitución de Céspedes. ¿Era Céspedes el Caudillo indispensable, desechado por las ambiciones de gente prescindible? No era un caudillo. Autoritario sí, caudillo no. Para ser caudillo se empieza por tener mando de tropas y ser un militar eficiente. Nunca lo fue. Más: nunca reclamó un cargo militar. Su vocación era política, no militar. ¿Era, al menos, un caudillo político? Tampoco, porque ni siquiera en Oriente era un líder indiscutible: Francisco Vicente Aguilera, el hombre más rico de la región que parecía destinado a encabezarla, discrepaba de él. Céspedes fue destituido porque su autoritarismo y sus errores políticos habían decepcionado a los líderes civiles, pero también a los militares. Designó General en Jefe a su cuñado Quesada y fracasó. Lo envió a Estados Unidos a resolver el auxilio en armas y fracasó. Ofendió a varios generales, incluyendo a Máximo Gómez. Jamás les presentó una estrategia militar coherente, según palabras de Gómez a Martí en su Diario de Campaña. Imposible achacar a la Constitución o a la Cámara esos errores. Fue destituido porque se había quedado sin política, sin tropa y sin partidarios. Perucho había sido fusilado y Quesada se quedó en el exilio, fracasado. El Padre de la Patria era un hombre admirable, que resultó sobrepasado por unas circunstancias extremas que exigían un genio colectivo, más que personal. Su autoritarismo fue una desgracia para él y para Cuba, pero eso es lo de menos ahora, sino que seguimos siendo mucho más autoritarios y mucho menos demócratas que él. Y el genio colectivo sigue siendo nulo.

Una finta interesante para seguir con el culto del caudillo ha sido esa imagen de El Mayor: Agramonte, líder militar. De esta manera se elimina el evidentísimo horror: que aun en esas circunstancias extremas existía un cubano, para colmo muy joven, que era un líder democrático, por eso mismo con un imponente apoyo popular, y que con esas ideas y ese apoyo era un jefe militar extraordinario, que estuvo al margen de cualquier politiquería atribuible a la Cámara y que aceptó una y otra vez sin protesta las destituciones al cargo de jefe del Camagüey, a las que lo sometió la absurdidad e incluso la obscenidad de Céspedes. Durante el año 1871, cuando las deserciones cunden entre los mambises, Céspedes tiene a Agramonte dando clases de infantería y caballería, en un cargo militar secundario.

Una variante de esta finta es que El Mayor, educado por las exigencias de la guerra, abandonó sus delirios democráticos y se fue acercando cada vez más a Céspedes, que lo devolvió a la jefatura de Camagüey a principios de 1872. Se rumoraba que iba a ser designado General en Jefe.

La guerra se iba a pique en Camagüey y Las Villas. Habían fracasado todos los generales en jefe designados por Céspedes, que tampoco se entendía con Gómez. El que rectificaba, y solo en el plano pragmático, era Céspedes, no El Mayor. Y a medias. Si Céspedes hubiera designado a Agramonte al frente del Ejército Libertador a fines de 1872, la historia de Cuba hubiese sido otra.

Agramonte estaba por encima de rencores o venganzas, aun siendo muy vigilante de su honor. Había citado a duelo a Céspedes cuando este, además de destituirlo por soberbia y gusto, le faltó el respeto; pero si ahora rectificaba para el bien de todos, era su deber manifestarse complacido.

Para entender hasta qué punto Agramonte mantuvo sus convicciones y prácticas democráticas en las circunstancias de una guerra espantosa en la que los mambises estaban siempre en desventaja abrumadora, basta leer su carta a la Cámara de Representantes del 9 de octubre de 1869, a propósito de la Circular 236 del Secretario de la Guerra de Céspedes del día 30 de septiembre. Esta circular prohibía la circulación en el territorio nacional de los periódicos españoles o cualquier comunicación contraria al mambisado, por parte del gobierno español o incluso de los particulares, impresa o manuscrita. Todo ciudadano que encontrara esos papeles debía entregarlos de inmediato. Y el que los hiciera circular o los ocultase sería juzgado por traición.

Agramonte le escribe a la Cámara no como general, sino como ciudadano, para denunciar la Circular como inconstitucional, traicionera e ineficaz. Téngase en cuenta que el penúltimo artículo de la Constitución rezaba: La Cámara no podrá atacar las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, ni derecho alguno inalienable del pueblo. Aunque las constituciones suelen tener el llamado capítulo dogmático, en el que se enumeran los derechos de los ciudadanos, en Guáimaro solo se estableció este artículo. Era un texto breve y urgente, para la guerra, aunque sin perder de vista los valores por los que se luchaba. Como redactor de ese artículo con Zambrana, Agramonte reacciona inevitablemente.

El argumento de Céspedes era que el poder republicano carecía de papel, imprenta y medios para contrarrestar la propaganda enemiga. El Mayor se indigna:

como si solo el Gobierno supiera discernir lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, como si solo en él residiera la ciencia, y el pueblo viviera en eterna infancia conforme a la doctrina que sirve de base al despotismo y que tan conocida nos es porque la oímos durante cuatro siglos de boca de los opresores que combatimos. Ya pasaron para dicha nuestra y para bien del pueblo aquellos tiempos en que había cosas que no podían sernos conocidas, que no debían decírsenos, que no debíamos oír. Bajo esa predicación constante de la prensa española que ahora se nos quiere alejar de nuestros oídos, nos levantamos para sacudir el yugo sin que nos alucinaran sus mentidas promesas ni sus consideraciones falaces, y esa predicación continua, cuando ha llegado hasta nosotros, resonando en los bosques y en nuestros campamentos, solo ha servido para excitar nuestro desprecio hacia los contrarios y para más inflamar nuestro entusiasmo y robustecer nuestro propósito de morir antes que volver a arrastrar las cadenas del esclavo.

El general, que no legisla ni gobierna, recuerda como ciudadano que la Circular es en realidad una ley que tendría que ser aprobada por la Cámara, lo que es ilegal además de inconstitucional. Y también inconveniente:

¿Acaso no son ellos los que nos hacen saber los importantes esfuerzos del enemigo para ahogar el poderoso movimiento de la libertad; los que más nos sirven para desprestigiar al enemigo cuando sus noticias y sus quijotescas declamaciones se comparan con la realidad de los hechos y los que nos pintan su rabiosa desesperación, el hambre y las crisis de las poblaciones en que viven encerrados?

Para colmo, esa prohibición es risiblemente ineficaz: ¿Cuándo han dejado de leerse los libros y papeles prohibidos? ¿Cuándo las prohibiciones han dejado de aumentar su encanto? Y pone el dedo en la llaga cuando llega al meollo del asunto: se ha heredado de los déspotas la máxima de que el pueblo se engaña fácilmente y se extravía con discursos y artículos de periódicos. Para este hombre de la clase media el pueblo dista de ser idiota, y sus libertades no eran un obstáculo para la guerra, un trofeo de la victoria futura, sino el arma principal de la lucha por la libertad. Martí heredará esta claridad de pensamiento.

La Cámara, desde luego, derogó esa circular bizarra que autorizaba a declarar traidor y agente de los españoles al mismísimo Mayor, por poseer periódicos que tenía que leer. Téngase en cuenta que la circular permitía perseguir también a los civiles del territorio liberado, incluso por leer un manuscrito contra los mambises, por ejemplo, una carta: se pretendía frenar las deserciones mediante el terror, que en las condiciones de la guerra podía desatarse sin control alguno. En algún momento ulterior el Mayor precisará que el Ejército está sometido a disciplina y por lo tanto las libertades públicas quedan limitadas en él, pero eso no autorizaba a la implantación de un régimen despótico, aunque solo fuese porque los mambises eran soldados precisamente para escapar del despotismo. Acosar a los civiles era una idiotez, porque regresarían a las ciudades sin dificultad. Sucesos como este demuestran que la Cámara era útil para la causa, no un obstáculo, y que Céspedes y su gobierno distaban de tener capacidad para el gobierno político. Pensar que los legisladores iban a soportar ese disparate era por lo menos una ingenuidad. ¿Para qué perder tiempo y generar un conflicto, redactando una circular que va a durar lo que el merengue? ¿O el propósito era irritar continuamente a la Cámara, para presentarla como enemiga del enérgico e iluminado Ejecutivo? De no ser por Agramonte y los legisladores, ese y otros crímenes se hubieran prodigado desde el gobierno. Un peligro más grave y a la inversa habrá de presentarse en la guerra de independencia, cuando Máximo Gómez reclame una Ley de Represalia para contestar a las masacres de Weyler: el gobierno civil del general Masó responde que es preferible morir hasta el último hombre antes que convertir a los patriotas en salvajes. Todo poder tiene que estar bajo algún control ajeno, tarea siempre embarazosa y, en una guerra, más que difícil. La oposición de civiles y militares en nuestras guerras de independencia oculta en realidad una lucha entre los métodos de la construcción de la patria, y la incapacidad política y moral, el autoritarismo o el afán dictatorial de muchos que, como señala Agramonte a tiempo, nacidos dentro del despotismo han heredado sus vicios y sus previsiones absurdas. Sin hablar de la soberbia, inmanente al ser humano, y fuente de todos sus males.

Por otro lado, sería un error desestimar el peligro de dictadura en esa fase de la guerra. El 10 de diciembre de ese mismo año la Cámara recibe una petición de unos cuantos ciudadanos, al parecer redactada por el representante Rafael Morales, para destituir al General en Jefe Quesada, a esas alturas un militar que todos consideran fracasado. Quesada se defiende reclamando que el ejército esté fuerte y libre, y Agramonte lo apoya (El Ejército, libre —dirá Martí). Al día siguiente vuelve Quesada, que con el apoyo de Agramonte, para nada un erudito a la violeta sino un general con mando, se considera ya firme en su cargo, y solicita la abolición de la Constitución y la Cámara y la instalación de la dictadura. Agramonte le da la espalda indignado, anticipando a Martí: y el país, como país, y en toda su dignidad representado. Quesada presenta su renuncia, la Cámara lo destituye. La dictadura no era una sombra mexicana o bolivariana, era una tentación en el alma del grupo cespedista. ¿Quesada reclamaba la dictadura para él o para su cuñado? Muertos Agramonte y Céspedes, el poder mambí irá disolviéndose por la indisciplina de los verdaderos caudillos, sobre todo de Vicente García, a quien finalmente le dan una presidencia nominal, zanjonista. No fueron los demócratas los que hundieron la guerra del 68, sino las pretensiones dictatoriales de caudillos incapaces de ganar una guerra, mucho menos de construir una república.

No acabaremos de entender a Ignacio Agramonte mientras sigamos atenidos a la desgracia de que perdimos lo mejor de su persona y de su pensamiento, en el imprescindible y voluntario esfuerzo de su condición de líder militar. Él quería ser un líder militar desde antes de Yara. Estaba al día en materia de armamentos, y de estrategia: el General en jefe Thomas Jordan le pedía los libros que él sabía que Agramonte había leído. Pero era un militar solo por su vocación de estadista. Más que legislador o conductor de soldados, Agramonte era el estadista de Yara. Lo que Céspedes quería ser pero no era, porque el Creador le había negado algunos dones.

El Mayor era un diamante, como dijo Martí, y peor: con alma de beso: poseía un carisma de amor, el típico carisma fraternal cubano, que Céspedes guardaba para sus mujeres. Y esa es la causa de la rivalidad entre ambos: desde el principio Céspedes comprende que el joven se las trae. Le regala enseguida un sable, para que se vea si el abogado cumple con eso de meterse a general. Cuando cumplió, el peligro fue el mayor. Obsérvese que en el discurso de sus veinte años se ocupa de la administración según el Poder Ejecutivo. No del legislativo ni de los jueces, esperable en un estudiante de derecho. Se siente ya estadista y su discurso mismo prueba cuán seriamente estudiaba los problemas sociales y políticos. La protesta contra la circular nos muestra de nuevo a un hombre que piensa más allá del ejército, pues nadie iba a impedir que leyera esos periódicos; y cuáles soldados le iban a rechazar ese privilegio, aunque él vivía como el último de sus soldados. Como después Martí —y desde luego le acompañaba todo el grupo camagüeyano, con Salvador Cisneros al frente, y también los habaneros Zambrana y Morales, y unos cuantos villareños—, para Agramonte lo importante era la construcción de la patria desde la democracia, no simplemente derrotar al enemigo. Esta claridad de objetivos resultaba insidiosamente combatida por la agonía de la sublevación de unos vecinos de barrio ya sin fincas, desprovistos de recursos, de experiencia política y militar y de apoyo desde el exterior, contra los poderes omnímodos de un Imperio. Lo que los Padres de la Patria intentaron está más allá del elogio y la reverencia. Pero además conservaron cuanto pudieron esos objetivos. Ojalá tuviéramos ahora esa claridad colectiva y esa tenacidad iluminada.

El Mayor fue el más tenaz de todos. Ya la protesta contra la circular nos lo muestra impávido en la defensa del país democrático realmente existente en la manigua. Sabe que sus soldados se han sublevado para ser libres, como también los que trabajan en las Prefecturas o gobiernos civiles locales, y a ellos se debe: no se les puede traicionar en sus ansias de ser libres ya, no mañana con un hombre fuerte en el poder. Para nada una república de papel, imaginada por recién graduados universitarios intoxicados de teorías extranjeras, según opinaban los que estaban haciendo papel de militares con objetivos nacidos de la soberbia y de los mismos hábitos del despotismo que dicen combatir. La prueba de que Agramonte se mantuvo firme en esos objetivos hasta el final, se encuentra en la única pero contundente noticia que tenemos de su último discurso, el 10 de mayo de 1873, según Ramón Roa en su libro Montado y calzado.

El comandante Roa, de veintinueve años, se había convertido en secretario de Agramonte, lo que le convierte en testigo excepcional de ese discurso. Narra cómo el día anterior la caballería agramontina había batido dos veces a los españoles, y ese día por la noche festejaban la victoria:

Se recitaron poesías, se improvisaron décimas y se pronunciaron discursos, sobresaliendo entre todos el que pronunció el Mayor, que a muchos produjo honda sorpresa, antes que por otro motivo, porque suponía una preparación y un esmero que no podía consagrarle el hombre que ya no era más que soldado y que apenas si recordaba que era abogado.

Su discurso, muy llano, claro y reposado, sin que fuese árido ni frío, propendía a demostrar que la más alta y noble misión del hombre era el trabajo, base moral de la familia, cimiento de la sociedad y medio —el único medio— de conquistar una patria honrada, que era el fin del programa que a todos nos arrastró llenos de amorosa fe a aquellos turbulentos campos, para convertirnos en obreros de la humanidad.

¡Y en su discurso no hizo mención de su brillante hecho de armas de la víspera!

Véase cuánto vale un testimonio, aun cuando sea el de una persona que falla en entender lo que ha presenciado. Frente a una oratoria calificada, el joven intelectual dice que el orador ya no era más que un soldado (o en todo caso, un mayor general). ¿Le dijo Agramonte que no recordaba si había sido abogado? ¿Qué es ser abogado, sino defensor de la justicia, y reclamarla en forma elocuente? Roa se asombra de una preparación y un esmero que estaban todo el tiempo en la mente, la palabra y la conducta del orador, un hombre que combinaba en sí mismo el orden y la libertad que deseaba para su pueblo, y es una pena que el comandante ni lo notara. Le resulta admirable que El Mayor desdeñe comentar su victoria: ¿no quedamos en que se trata no más que de un soldado, esto es, un tipo rudo y bruto? Claro que no lo es: más, no quiere que sus soldados se hagan la idea de que van a seguir siendo soldados siempre, que van a vivir luego de su condición de militares, porque lo que construye una república, y en primer lugar la familia, es el trabajo. Don Ignacio Agramonte jamás pierde el fin del programa. Porque está poseído por una amorosa fe. Él ni siquiera es un estadista, es un obrero de la humanidad, y es lo que propone, necesita y espera de sus conciudadanos, de sus soldados provisionales, futuros trabajadores civiles. Son exactamente las ideas de su discurso de los veinte años.

Uno se pregunta con el corazón roto: ¿para quién hablaba el Obrero aquella noche tremenda? ¿Para unos soldados estupefactos, sordos, estremecidos? ¿Cuántos discursos como ese pronunció el Mayor en la contienda, sacando afuera, por amor y responsabilidad, su ordenado pensamiento sobre nuestros asuntos públicos, educando civiles a la vez que instruía militares? ¿Hablaba tal vez esa noche para su mejor oyente ahí, el culto y bravo comandante al que había elegido hacía poco como secretario y que olvidó recoger en detalle el discurso del líder cuyos papeles manejaba y moriría al día siguiente, y que solo nos dejó estas palabras, en el fondo suficientes, es cierto, pero incompletas? ¿Ni siquiera años después, cuando escribe el libro, se esfuerza por recordar algo más? Claro que no. Ramón Roa creía en El Mayor, no en el Estadista Obrero. Estuvo entre los primeros en perder el fin del programa. Zanjonista convencido, admirador del caudillo Arsenio Martínez Campos. Enemigo de los Pinos Nuevos de Martí, a quienes quiso asustar con su libro A pie y descalzo, que estaba dedicado a sus hijos como para que se abstuvieran de meterse a pinos martianos. Íntimo de los interventores yanquis, pero distinguido ciudadano de la República una vez constituida. Torceduras inconcebibles en un escritor de mucha gracia, en un hombre que amaba al pueblo y lo retrataba con simpatía cubanísima. Por esos méritos hay que recordarlo, y por esa página que nos salva el último y revelador mensaje de un Obrero de la Humanidad, horas antes de su inmolación trágica.

Es hora de que salgamos de la sordera frente al discurso de nuestros profetas: de la pasión por los caudillos, el militarismo y la humillación de los ciudadanos.

Es hora de que escuchemos, en el mediodía habanero, la palabra de los derechos del hombre y los institutos de la democracia popular.

Es hora de que digamos nosotros, con nuestras propias palabras, en la noche constelada de Jimaguayú, el Discurso del Trabajo.

Para que los adolescentes que eleven o desciendan la Enseña del joven don Ignacio Agramonte en el parque que ostenta su nombre, sepan que son obreros de la República Universal, cuyo capítulo cubano está pleno de gloria y de profecía.

 

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Rafael Almanza

Rafael Almanza

(Camagüey, Cuba, 1957). Poeta, narrador, ensayista y crítico de arte y literatura. Licenciado en Economía por la Universidad de Camagüey. Gran Premio de ensayo “Vitral 2004” con su libro Los hechos del Apóstol (Ed. Vitral, Pinar del Río, 2005). Autor, entre otros títulos, de En torno al pensamiento económico de José Martí (Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1990), El octavo día (Cuentos. Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 1998), Hombre y tecnología en José Martí (Ed.  Oriente, Santiago de Cuba, 2001), Vida del padre Olallo (Barcelona, 2005), y los poemarios Libro de Jóveno (Ed. Homagno, Miami, 2003) y El gran camino de la vida (Ed. Homagno,Miami, 2005), además del monumental ensayo Eliseo DiEgo: el juEgo de diEs? (Ed. Letras Cubanas, 2008). Colaborador permanente de la revista digital La Hora de Cuba, además de otras publicaciones cubanas y extranjeras. Decidió no publicar más por editoriales y medios estatales y vive retirado en su casa, ajeno a instituciones del gobierno, aunque admirado y querido por quienes lo aprecian como uno de los intelectuales cubanos más auténticos.

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