Visité, no hace mucho, dos casas-museos de Lorca: la rural de Fuente Vaqueros —donde nació— y la finca de veraneo en la Huerta de San Vicente —el último sitio familiar que habitó el poeta antes de ser fusilado, en 1936—.
La de Fuente Vaqueros es la típica casa de vega, más ancha que alta, casi horizontal. Fachada sin portal, puerta y enseguida el circuito doméstico, con su cocina, su comedor, su sala de estar, su dormitorio. En lo que fue un granero —que es su primera sección o ala— hay un área de exposiciones que repasa de modo itinerante la obra y la vida del poeta y dramaturgo. En el centro está el patio andaluz de corral, con pocito y vegetación. En lo que fue la caballeriza se proyecta constantemente una película sobre el grupo de teatro universitario La Barraca. Y sale un Federico con overol, agitándose en los típicos fotogramas apurados de las cintas de su tiempo.
La casa de veraneo de Granada no escapa de su trampa. Allí, donde Lorca regresa para morir, hay más patio y tragedia que casa. De allí, donde huyó y fueron a buscarlo y supieron dónde se escondía el “muy maricón”, se sale un poco mal. Quizás por culpa de la manga de aire de cortijo que sopla. Es una casa breve, vertical. Y más breve y modesta es la habitación donde escribía.
Ambas —con independencia de la época en que se les visite— tienen esa atmósfera neblinosa de las casas-museo con paredes blancas, cuadros auténticos y mobiliario original. En ninguna de las dos permiten hacer fotos dentro. Grabamos y fotografiamos los exteriores, pero los interiores quedaron en la memoria imprecisa que sesga la imaginación con sus conocimientos, sus ignorancias y sus añadiduras. Sin evidencias gráficas que repasar luego, la imaginación manda sobre la memoria y el recuerdo fiel sucumbe en la entelequia del recuerdo en versión propia.
De ahí que mi versión del interior de la casa natal sea la del poeta en pantalones cortos. Y mi versión del interior de la casa final sea la del dolor acumulado por otro Federico, el García Rodríguez, padre de Lorca.
La segunda casa está vacía de poeta, perforada por el fantasma de ese hombre de 86 años, al que le matan el hijo, el yerno y se larga viejísimo a Nueva York, diciendo en la cubierta del barco lo único que cabe cuando a tu familia se la come una dictadura: “No quiero volver a este jodío país en mi vida”.