De la fonocarta que Julio Cortázar me envió en octubre 1976
Hola, Ricardo. Recibí tu carta y voy a contestar a los temas que me proponés de manera bastante sumaria porque yo no creo que sea un buen interlocutor por lo que se refiere a Hermann Hesse...
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Bueno, y ahora, con respecto al Milenario del Idioma Español, me hacés dos preguntas, que son bastante peludas. Te las contesto también de una manera bastante sumaria.
Me preguntás cuál me parece que ha sido la aportación básica de Latinoamérica —y no sólo de sus escritores— a la historia y al desarrollo del idioma. La respuesta no puede entrar en unas pocas líneas o en unos pocos momentos; la única síntesis posible es decir que todo lenguaje contiene la historia: la historia a la cual pertenece ese lenguaje y la historia en general. No hay ningún lenguaje a-histórico. La historia de Latinoamérica nace de la historia de la conquista española y va abriéndose luego como las ramas de un árbol, buscando su propia identidad y su propia realidad en cada uno de los países que constituyen América Latina. Es lógico que los idiomas —y creo que ya se puede usar el plural aquí, para entendernos mejor—, es decir las formas que asume el español en Venezuela o en la Argentina, se han ido tiñendo de las características propias de los pueblos que formaron esos diferentes países a lo largo de un tiempo no demasiado largo pero sí profundo; al punto que en la actualidad esas diferencias son claramente perceptibles y permiten definir con toda claridad lo que podríamos llamar una literatura guatemalteca, contrapuesta a una literatura boliviana, y las dos contrapuestas a una literatura escrita en Madrid.
Que quede bien claro que no estoy creando una escala de valores, no estoy queriendo decir de ninguna manera que el español —o los españoles, si preferís— que se está escribiendo hoy en América Latina es automáticamente superior al que se escribe en España. Simplemente creo que el español peninsular continúa siendo lógicamente tributario de una evolución histórica ya mucho más decantada y mucho más lenta, en la que una serie de enormes crisis que van creando la infancia, la adolescencia y la madurez de un pueblo, han estado ya cumplidas.
España vive actualmente una etapa de subida que dentro de un período de tiempo determinado es mucho más pausada, mucho menos convulsiva de lo que son las etapas equivalentes en los países de América Latina. (Esto podría parecer paradójico con referencia a la Guerra de España y a todo el terrible y sangriento proceso del franquismo pero la verdad es que, si ese proceso se analiza desde el punto de vista idiomático, no creo que haya demasiada diferencia entre lo que se escribe en este momento en Madrid y lo que se escribía en 1935: en España el lenguaje está ya esclerosado, definido, y los escritores jóvenes no dan la impresión de modificarlo de una manera vivencial; lo siguen utilizando con todos sus inmensos méritos y también con sus defectos y sus falencias).
En América Latina el problema es distinto: a una velocidad a veces alucinante nos estamos forjando una herramienta de trabajo y de expresión, porque también nuestra historia se está moviendo de una manera alucinante: la diferencia entre la Argentina de 1930 y esta Argentina de 1976 se manifiesta en el plano del lenguaje por una modificación total de la perspectiva de los escritores. Un escritor actual argentino —salvo los que por razones de edad, de temperamento o de tontería siguen clavados en los tiempos del pasado— está utilizando una herramienta de trabajo que tampoco juzgo mejor o peor pero sí digo que es diferente: una herramienta de trabajo ajustada a este clima a la vez opresivo, angustioso y lleno de esperanza en el que nos movemos los escritores que escribimos argentinos.
No es gratuito ni en vano que los jóvenes lectores españoles —hablo de los lectores, no de los escritores— se hayan volcado en estos últimos años con tanto entusiasmo hacia la literatura latinoamericana. Lo hacen porque encuentran en nuestra manera de escribir de los argentinos, de los dominicanos, de los mexicanos, una savia, una vida, una invención que sus propios escritores les dan de una manera mucho más restringida, más ponderada; y a veces directamente no les dan.
Es bastante divertido pensar que en el momento en que la literatura contemporánea de América Latina surgió con las figuras de un Vargas Llosa, un García Márquez o un Fuentes, la reacción de los aristarcos españoles —es decir, de los que dominaban el periodismo, la crítica y las cátedras— fue de una violencia total. Recuerdo perfectamente las críticas que se hacían de nuestros libros en ese momento, críticas incluso cómicas porque eran gramaticales: consistían en decir que éramos pésimos escritores porque no sabíamos manejar los adverbios o porque incurríamos en galicismos repugnantes. El lector español vio eso de una manera muy distinta: le importan un bledo los pronombres y los galicismos, lo que le importa es encontrar vida, sangre, savia, todo eso que nuestras novelas les han dado en una medida de la que podemos estar satisfechos.
Y por este camino llego a tu segunda pregunta y te contesto afirmativamente: no creo que el español se disgregue como se disgregó el latín, es decir creando lenguas tan diferentes como puede ser el francés del español, o el español del italiano. Pero sí creo que las bifurcaciones, las modificaciones, el hecho de asumir nuestras historias respectivas, están enriqueciendo el tronco general del idioma español con todas las ramas latinoamericanas, que son muy diferentes unas de las otras al mismo tiempo que no se divorcian ni pierden el contacto básico con el tronco.
En realidad el fenómeno del inglés y del norteamericano se repite análogamente entre el español y nuestros españoles: un escritor inglés no tendría un instrumento expresivo en el inglés en que escribió Hemingway, y Hemingway no hubiera podido jamás escribir cuatro líneas en el inglés de Pritchett o de Joyce Cary. Lo más que podemos hacer es entendernos en lo básico pero, ahí donde se entra en ese plano en el que la literatura tiene su verdadero sentido, ese plano maravilloso de la intuición, de los sobreentendidos, de los matices, de muchas ramas y cada una de ellas tiene su peculiaridad, su búsqueda propia y los hallazgos que dan por un lado un libro como Paradiso, por otro lado un libro como Cien años de soledad, y luego todos esos libros mucho menos célebres pero con frecuencia muy hermosos que están escribiendo montones de jóvenes poetas, ensayistas y novelistas de todos nuestros países.
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Bueno, Ricardo, un gran abrazo y que esto te sirva de algo. Y si no, ya sabes, ¿eh?, te olvidás y ciao.
Hasta pronto, un abrazo.