"El silencio, la incomunicación, sólo le sirve a los infames". Aquella frase, dicha en una reunión del comité de base de la juventud de Radio Granma allá por el lejano 1993, me valió mi primera expulsión de la radiodifusión cubana, cuando todavía no era profesional. Los que entonces eran mis compañeros de filas, ahora desperdigados lo mismo por Rusia que por Univisión, recordarán la tarde en que me subieron a la "olla de presión", a explicarle al director de la emisora, y a cierta figurilla de represión —muy parecida a esas que nos cuenta Julius Fucik en Reportaje al pie de la horca—, por qué en el acta de la reunión aparecían mis arremetidas contra la autocensura periodística y el secretismo.
Pienso en El Maestro y Margarita, la novela que los estalinistas nunca le publicaron a Mijaíl Bulgákov, en aquellos pasajes en los cuales ciertos "intelectuales de vanguardia" se reunían a charlar sobre absurdos temas existenciales en un restaurante de Moscú en plena dictadura del proletariado. Pienso en nuestra extraña condición humana, mientras el ómnibus Diana avanza por la carretera Bayamo-Manzanillo, y un niño sordomudo, de apenas siete u ocho años, intenta llamar la atención de su mamá acerca de algo que ha visto tras la ventanilla.
La mamá, con rasgos de obstinación, se esfuerza por explicarle, el niño insiste con exagerados ademanes y sonidos inarticulados, se nota que él pregunta una cosa y la mujer responde otra, el niño se desespera, la madre también.
Alrededor viajan atestados unos estudiantes universitarios que comentan sobre cierto examen de psicología.
La madre pierde la paciencia, le suena un sopetón en una pierna al chicuelo y éste, lejos de llorar o molestarse, acaricia tiernamente la cabeza de la mujer, como si se disculpara por no hacerse entender, y la madre lo abraza, se da cuenta de que los observo desde el pasillo del ómnibus, y en sus ojos hay vergüenza.
En el entronque de bueycito suben más pasajeros y me acercan aún más al asiento del niño, quien se fija en mi carpeta. Me señala dentro, quiere saber lo que llevo, la madre intenta regañarle pero le explico que no hay problemas, y trato de que el pequeño sordomudo comprenda que llevo un tesoro en la carpeta.
Uno de los estudiantes universitarios me dice: "Profe, va a necesitar el lenguaje de señas", y una muchacha le responde: "Cuando hay amor, no hace falta hablar el mismo idioma". Y supongo que tiene razón, porque diez minutos después el niño mira un libro que le he comprado a La Caro acerca del origen de la vida en la Tierra y la posibilidad de vida extraterrestre y, sin lenguaje de señas ni palabras articuladas, nos vamos llenando de sonrisas, y al llegar a Veguitas los estudiantes universitarios y yo debatimos sobre la existencia humana, pues resulta que entre ellos hay una bautista, dos ateos, tres católicas y una "gozadora intelectual", según ella misma se clasificó, y el niño sordomudo participa en el debate mirando láminas de metazoos, protozoos, saurios y vertebrados, que él no conoce, pero le divierten.
Al llegar a Manzanillo, el niño nos abraza a cada uno de los estudiantes y a mí, ya la madre no tiene vergüenza en los ojos, y yo sigo pensando en Bulgákov, El Maestro y Margarita, y en una de las pocas certezas que tengo en mi vida: por encima de los credos, las religiones, los principios, las ideologías, las políticas, están la condición humana, y la individualidad, con sus valores y miserias.