Los autócratas no nacen, se hacen. A base de pequeños y grandes tanteos, se van enseñando a sí mismos y a sus pueblos hasta dónde pueden llegar. Hugo Chávez cimentó su posición sobre masas de simpatizantes y sobre su estilo campechano, que derrochó con los periodistas hasta que, tras su derrota en el referéndum de 2007 y la relativa orfandad que le vino con el retiro de la política de su mentor Fidel Castro, sintió el suelo moverse bajo sus pies y lanzó una campaña contra los medios nacionales y un frente frío y hostil hacia la prensa internacional, y poco a poco —a veces mucho a mucho— fue quitándose la careta de ogro filantrópico.
El Viktor Orbán que fue primer ministro en 1998-2002 era un demócrata confeso que poco se parece al que retornó al poder en 2010 y aún sigue decidiendo sobre vidas y haciendas en Hungría. Al final y después de su mandato, los bien pensantes occidentales retribuyeron su encendido anticomunismo colmándolo de reconocimientos: el Premio Libertad de la American Enterprise Institute y la Nueva Iniciativa Atlántica (2001), el Premio de Polak (2001), la Gran Cruz de la Orden Nacional del Mérito (2001), el Förderpreis Soziale Marktwirtschaft (Premio de promoción de la economía social de mercado, 2002), el premio Mérito Europeo (2004) y la Gran Cruz de la Orden de San Gregorio Magno, concedida por el Papa Juan Pablo II en 2004.
Como muchos conversos, Orbán penduló hacia otro fundamentalismo. Después de unos primeros pasos en la política como secretario de la KISZ (Kommunista Ifjúsági Szövetség, la juventud comunista), fue recorriendo todo el espectro político hasta situarse entre los conservadores antidemócratas. Después de ser becado en Oxford por la Fundación Soros en 1989, ahora aterroriza a los húngaros con imágenes del rostro de Soros impresas en carteles y en el piso de los vagones del metro, y proclama a coro con Putin que George Soros quiere destruir Hungría mediante la importación deliberada de inmigrantes. Por eso construyó una valla de 40 kilómetros de longitud en la frontera con Croacia y, asumiendo que los inmigrantes son mayoría entre los sin techo, aplica multas de 500 euros y cárcel a quienes duermen en las calles.
A Fidel le tomó unos meses convertirse en monarca y lo consiguió en una sola llegada.
El antes multipremiado Orbán es ahora multiacusado de xenofobia, homofobia, reprimir a la prensa y las ONGs, suprimir el derecho a huelga, desmantelar el Estado de bienestar, anular la independencia judicial, expulsar a golpes a los refugiados sirios, impulsar una ley que para encarcelar a quienes ayudan a los inmigrantes a tramitar sus papeles, causar un inmenso exilio de personal calificado y proponer la construcción en Hungría de un régimen iliberal a imagen y semejanza de Rusia, China y Turquía. El Orbán de 2010 fue aprendiendo cómo no perder el poder.
Fidel Castro entró en La Habana en 1959 como parte de una guerrilla y de una coalición opositora. La revolución pretendía ser democrática y reinstaurar la heterogeneidad estatal. Los fusilamientos vinieron de inmediato, pero el poder de Castro estaba entonces muy lejos de ser omnímodo. Eliminando por igual a compañeros de lucha y rivales, apalancando sobre la credulidad de políticos decentes y anulando a la nomenclatura comunista de larga tradición que no se le sometió, Castro llegó a concentrar todas las decisiones y a convertirse, según la acertada etiqueta que le puso el historiador Loris Zanatta, en “el último rey católico”. A Fidel le tomó unos meses convertirse en monarca y lo consiguió en una sola llegada.
La trayectoria de Daniel Ortega hacia el control total ha sido más lenta. Como la de Orbán, necesitó de dos sentadas —con un ínterin de diecisiete años— para cristalizar en autocracia. Quizás por eso nos deja tantas lecciones sobre la peculiar pedagogía de la que se valen los opresores para edificar su dominio casi absoluto. Ortega compartió el poder con otros ocho comandantes en la década de los 80. Le correspondía la novena parte de las decisiones. O menos, si les damos crédito a quienes describen su nulidad como estadista. Cuando el FSLN fue derrotado en las elecciones de 1990, algunos de los comandantes acompañaban a Ortega en sus demandas ante el gobierno de Violeta Barrios para asegurar la no devolución de los bienes que confiscaron en 1980 y se apropiaron en 1990: un despojo en dos fases complementarias y de coartadas divergentes.
Las asonadas eran su medio de presión. Sobre el humo de las llantas quemadas y amparado en la ingobernabilidad de un país que pespunteaba de tranques a voluntad, Ortega nos fue enseñando que era el dueño de las calles. Ejercía el monopolio del uso político de los espacios públicos. La cooptación de las organizaciones de base, con líderes comprados y adiestrados para no mover un dedo hasta que les “bajaran línea”, fue una pieza clave de ese monopolio.
Con las excepciones de Tomás Borge y Bayardo Arce, los otros comandantes abandonaron casi en bloque la dirección del partido que nació como movimiento guerrillero. Otros comandantes de menor coturno poco a poco fueron abandonando las filas y funciones asignadas. Se fueron desgranando de uno en uno. Las fortunas adquiridas les abrieron nuevos horizontes como empresarios o universitarios de la Ivy League. Algunos se fueron a estudiar al imperio que con tanto encono habían combatido y al que culparon de todos los males.
Otros perseveraron años y respaldaron a Ortega incluso cuando su hijastra Zoilamérica Narváez lo denunció por violarla siendo niña, y luego se arrepintieron, a toro —y sobreseimiento— pasado. Ortega les fue enseñando que él era el partido. Y aunque algunos se consuelan hasta el día de hoy con el argumento de que hay que distinguir entre sandinismo y orteguismo, el único FSLN que existe sigue en las manos de Ortega y su esposa Rosario Murillo, y está a punto de convertirse en un partido hereditario. Ortega continuaba trabajando en la sombra. Movía sus piezas poco a poco. Su morosidad al hablar embobó a todos los que no se percataron de que sus operadores políticos trabajaban día y noche con diligencia: policías y ex miembros de la temida Seguridad del Estado se titulaban de abogados y colocaban como jueces, dirigentes estudiantiles casi cuarentones manipulaban a los universitarios en una anual demostración de fuerza en reclamo del 6% presupuestado para la educación superior, transportistas contrataban a pandilleros con dinero del FSLN para subirle la adrenalina y los litros de sangre a sus huelgas, los ex agentes de inteligencia colocaban bombas en templos y estaciones de radio, etc. Ortega enseñó al país que “gobernar desde abajo” no fue una promesa vacía y que es una estrategia muy factible en un país lleno de políticos venales y débil institucionalidad.
Después de las elecciones que le arrebataron el poder, Ortega hizo dos intentos fallidos más de llegar a la presidencia y mantuvo una política de pactos con quienes detentaban el poder. Capitalizó la torpeza de sus enemigos: el hambre de notoriedad y de institucionalidad del presidente Bolaños, la corrupción que puso al presidente Alemán en manos de los tribunales controlados por Ortega y los choques de egos y lucha por puestos entre políticos.
Seccionado en dos grandes bloques, el antisandinismo fue incapaz de derrotar a Ortega en 2006. Aquello de “Divide y vencerás” lo había explicado Maquiavelo. Ortega enseñó que, como el hombre y la mujer del poema de José Agustín Goytisolo, los partidos políticos “así tomados, de uno en uno / son como polvo, no son nada.” Solo el FSLN era un partido lleno de militantes incondicionales y sometidos a un líder incuestionable.
Ortega enseñó que el funcionamiento autocrático le confiere, de entrada, una ventaja a los partidos donde el líder tiene la última palabra —con frecuencia, la única— frente a los partidos que tienden a desgastarse —y desmembrarse— por morosos procesos de construcción del consenso, complejas tercias para asignar cargos, intrincadas competencias de liderazgo y diferencias ideológicas y operativas. Los “dedazos” son un atajo que ahorra tiempo y disipa incertidumbres internas. Posteriormente Ortega también enseñó que, en el plano externo, la autocracia puede prescindir de las desgastantes negociaciones con sus rivales.
Ortega les fue enseñando que él era el partido.
Simplemente los demoniza y reduce a su mínima expresión por la vía del acoso judicial, el exilio, la cárcel e incluso la muerte. Pero eso vino mucho después. Al inicio de su gobierno, Ortega quiso enseñar que un revolucionario puede ser el mejor aliado de los capitalistas. Los impuestos no subieron. Las exoneraciones fiscales se multiplicaron. Y la evasión tributaria se hizo práctica abierta. El Ministerio de Salud y los sindicatos bajo control del FSLN se encargaron de que los numerosos enfermos de insuficiencia renal crónica por trabajar en los cañaverales del Ingenio San Antonio fueran las partes de ningún todo.
A los grandes empresarios no les importaba que, mientras eran invitados a Beijing con ocasión del proyecto del canal interoceánico y convidados a los grandes proyectos de construcción y energía, el FSLN desmantelara metódicamente lo poco que quedaba del Estado de derecho. Ellos también tenían su pedagogía de opresores al servicio del opresor mayor: le enseñaron a Ortega que no tenían poder ni moral, que eran incapaces de hacer huelgas, que necesitaban a la policía y jueces de Ortega. Le enseñaron que no tenían valor sino precio. Ortega expandió su poder mediante al menos siete elecciones cuyos resultados —en entredicho dentro y fuera de Nicaragua— le dejaron con el control de la mayoría de las alcaldías, el ejecutivo y un número de escaños en la Asamblea Nacional siempre creciente: 38 en 2006, 63 en 2011, 71 en 2016 y 75 en 2021.
Seguramente Ortega hubiera preferido disponer de los 75 diputados desde 2006. Pero se fue enseñando gradualmente si se podía o no. Sin duda Rosario Murillo hubiera preferido ser compañera de fórmula de Ortega desde siempre. Pero solo se atrevió a lanzarse hasta 2016. Y vio que nada malo le pasó. La Organización de los Estados Americanos (OEA) les fue enseñando a ambos que todo eso es admisible: las reelecciones prohibidas por la Constitución, los fraudes electorales, el gobierno en bina matrimonial. Después de la rebelión de abril de 2018, la OEA los amenazó con expulsarlos. Ondeó esa espada de Damocles hecha de celofán durante casi cuatro años. Aburrido del juego, Ortega le tomó la delantera y renunció a la OEA. Le arrebató a la OEA su carta más fuerte. La OEA le enseñó que era inoperante.
Ortega le enseñó a su militancia a preferir la heteronomía llena de dádivas que la autonomía unida a la riesgosa aventura de pensar y tener iniciativas por cuenta propia. El ejército empezó a asesinar campesinos. Barría los cadáveres bajo la alfombra vegetal de las montañas del norte, mientras casi todos mirábamos hacia cualquier otro punto cardinal. Todos le enseñamos que amamos más la tranquilidad que la justicia.
Ortega se fue enseñando a sí mismo que era posible embaucar a todos los altos personajes de la política desde Washington hasta Taipei. El presidente Arnoldo Alemán solo fue el primero de una larga lista de engañados. En 2017, Ortega logró convencer al secretario de la OEA, Luis Almagro, de que en la siguiente ronda los comicios serían intachables. En 2018 hizo creer al Nuncio Apostólico Waldemar Sommertag de que se dejaría persuadir y liberaría a todos los presos políticos. Acarameló al cardenal Leopoldo Brenes, haciéndose pasar por un católico devoto.
Cosechó los aplausos de la embajadora estadounidense Laura Dogu por la política de “muro de contención” que debía ayudar a frenar el paso de drogas y migrantes. Y se presentó ante el empresariado como un radical de izquierda, ya no más adicto a las confiscaciones, sino domesticado por el neoliberalismo y respetuoso de la propiedad privada y el lucro. Ortega le juró fidelidad a Taiwán y, después de recibir más de 350 millones de dólares de esa nación en 2007-2020, en 2021 rompió relaciones y dijo “que el gobierno de la República Popular China es el único gobierno legítimo que representa a toda China, y Taiwán es una parte inalienable del territorio chino”. A lo largo de una serie de pactos, acuerdos y negociaciones bajo la mesa, Ortega dio su palabra y nunca la honró.
Cada negociación le proporcionó condiciones para construir su dominio, cómplices para apuntalarlo y, tambaleado por los vientos de la rebelión, la palabra empeñada en los diálogos le permitió ganar tiempo para profundizar el control autocrático. Ortega enseñó que puede mentir una y otra vez. Allá los que no se quieran dar por enterados. Las sanciones por le mostraron a Ortega que por cometer asesinatos y torturas se paga un alto precio. Pero él se enseñó a sí mismo, a los nicaragüenses y a esa cosa polimorfa que llaman comunidad internacional que se puede conservar el poder y que los bancos multilaterales en conjunto le pudieron proporcionar montos anuales en préstamos que superan el promedio anual de los años previos a 2018. Al recluir a siete aspirantes a la presidencia, cuatro ex diplomáticos, la plana mayor de un partido político, un banquero, tres directivos del gremio empresarial, tres de los periodistas más famosos y dos líderes campesinos, Ortega le demostró a todos que nadie es intocable.
Ha sido un largo camino de aprendizaje sembrado de maestros y discípulos. Quizás en el vecino El Salvador el presidente Nayib Bukele ha seguido su propia pedagogía, pero se nota que imita cuanto puede del régimen de Ortega: el intento de reelección, la intolerancia de los disidentes, la persecución de la prensa y las ONGs, la supresión de la heterogeneidad estatal y los megaproyectos: Ciudad Bitcoin en lugar de un canal interoceánico. Así se van reproduciendo las autocracias. No sabemos si los autócratas ya traían en su seno la semilla de lo que son ahora y solo la fueron desarrollando. Sobre algunos me siento inclinado decir, parafraseando la expresión de Nietzsche, que finalmente llegaron a ser lo que eran.