Hay una Habana interior, del paisaje más íntimo, el que más o menos vemos y sentimos todos los días, y una Habana exterior, esa que deviene La Habana de postín, donde ciertos edificios y avenidas rearman, notorios, la ciudad, pero de un modo donde lo sentimental no llega a la intimidad ni a configurar ese trazado de personajes, olores, calles, casas y ruidos que vendrían a ser como el contexto más inmediato de un habanero cualquiera.
Uno, con humildad, vive en esa Habana interior, que es una parte de la Ciudad Maravilla… etiqueta que no hay que quitarle, pues está bien puesta aunque no por esos motivos (llenos de mezquindad e hipocresía) con los cuales el turismo en la Isla, en concreto el turismo de La Habana, disfraza o esconde o maquilla la pobreza de los solares, la erosión de las viviendas desvencijadas (esos edificios que se desploman en un dos por tres), y hasta la mala facha de quienes envejecen en las colas.
La Ciudad Maravilla de la que se habla por la televisión es una sonrisa pintada encima de una mueca entristecida. Pintada como si tal cosa.
Es una verdadera revelación, pondré ese ejemplo, que en la mansedumbre amistosa de los perros pueda reflejarse una parte de la verdadera maravilla de La Habana: el todavía sonriente vaivén de las personas. Este fenómeno, que ocurre a diario en una ciudad que vive en crisis (crisis diversas: las personas que trabajan con el lenguaje saben que la palabra crisis no tiene plural, aunque en La Habana uno quisiera buscárselo aunque se trate de un neologismo atroz), tiene lugar en lo que ha devenido una institución más mental que real: el barrio.
El barrio es hoy un conglomerado de lugares comunes. Pero cuando uno se adentra en él, comprende enseguida que un lugar común, cuando pasa por el sentimiento y la “ficción” de las historias reales, puede dejar de ser un lugar común para transformarse en un pequeño gran descubrimiento que, incluso, posee su dosis de misterio, su color, su relieve.
Decir misterio, color, relieve es decir también gestos, miradas, frases sueltas, diálogos. En el barrio hay una banda sonora más rica que la que uno puede oír en el Parque de la Fraternidad, en los alrededores del refulgente Capitolio Nacional, en la cosmopolita Calle Obispo (¡dinero, dinero, dinero!), o en la Calle de Madera, donde se estetiza la exclusividad de la cultura. Aderezos del Casco Histórico, un sitio más escenográfico que real.
Por el barrio discurren carretilleros disímiles que vocean sus carísimos productos. A esos pregones se suman quienes venden, con grabaciones a todo volumen, bocaditos de helado casero, pasteles, turrones de maní, bolsas de pan, bolsas de papas. Todo se vende. O se compra. Se compra oro (cualquier pedacito de oro o enchape de oro) y aluminio. Se compran refrigeradores, ollas de presión, lavadoras, ventiladores… rotos. Y frascos de perfumes vacíos.
Pero también está el silencio. Y la esperanza. Y el vandalismo. El silencio de quienes también venden, pero con la mirada. No son capaces de vocear. Se acomodan en un quicio y ponen en el suelo un trozo de tela y allí exhiben cigarrillos, cuchillas de afeitar, rollos de cinta adhesiva, cepillos de dientes, pinzas para cejas, lapiceros, caramelos, tijeras, forros plásticos para libretas de abastecimiento (el célebre documento que testifica la recepción de eso que se llama “canasta básica”).
El miedo, el desconcierto, el ir y venir de la esperanza a la desesperanza. Y las baladas, el reguetón, los jovencitos que caminan en grupos por la noche, un viernes, un sábado, o cualquier día de madrugada, con una bocina portátil, jugando a decirse cosas, a erotizarse, a lucirse entre gritos.
El barrio trae todo esto a diferentes horas del día y de la noche. Después de ver a mi esposa a punto de saludar al sol, cerca ya del balcón, me voy a comprar el pan. Sonriente, la vendedora me pregunta si yo hago “fotos por la calle”. Llevo mi Ipad en la mano. No entiendo el concepto de hacer “fotos por la calle”. Le respondo: “Las fotos me gustan, pero soy un escritor”. Vuelve a sonreír. “Hazme una y te digo si me gusta, para que la pongas en tu Facebook”, y le explico que más bien uso Instagram. “Está bien, pero sácame bonita”, dice. Y le hago una foto.
Ese es el día en que mi sobrina viene a vernos, a pesar de su avanzado embarazo. Trae a su hijo de 6 años, que espera por su hermanito. A ella le enseño algunas imágenes y le pregunto si me deja fotografiarla. “Tu barriga es hermosa”, comento. “Bueno, pero sin la cara”, accede. Es una tenaz y enorme barriga.
Dos días después, como si se estableciera cierta conexión, en la carnicería empieza la venta de carne de cerdo y me adentro en el tumulto. Hay muchísima gente desesperada, ansiosa. Veo a una mujer con un niño dormido. El niño apoya su cabecita en el hombro de la madre. Ella mira hacia la carnicería. No me atreví a retratarla de frente, más bien le he robado esa imagen de resistencia y dignidad.
"La dimensión esperpéntica del barrio es como una moneda que por una cara muestra lo raro-cotidiano, y por la otra subraya esas capas de tristeza que se originan en el desamparo y la orfandad material"
La dimensión esperpéntica del barrio es como una moneda que por una cara muestra lo raro-cotidiano, y por la otra subraya esas capas de tristeza que se originan en el desamparo y la orfandad material.
La Habana está llena de personajes de los cuales podría decirse algo parecido. Debo apresurarme a añadir que el saldo es desolador y amargo. Sin embargo, no siempre es así. Hay rostros que son puertas de salida, zonas de remanso, signos de ilusión o de luz. Puertas que conducen a ciertos umbrales donde eso que se llama plenitud no se queda en los discursos ni en la “logorrea” sobre la redención hallable en un porvenir utópico. Rostros que, a pesar de los pesares, imponen su dicha con intrepidez, o su inexorable pretensión de hallar algo similar a la felicidad (como The Beatles cantaron una vez), here, there, and everywhere.