Dos días más tarde, papá todavía no había regresado. No sabíamos qué hacer. Los telegramas se demoraban una semana en llegar a Piloto, el pueblito donde él y Gerardo habían ido a comprar el puerco para la Navidad, y el servicio no era fiable. Llamar a la policía podía traerles problemas si los encontraban con “evidencias de delito,” es decir, con un cerdo sacrificado en sus maletas.
—¿No les dije que la fiesta estaba sapeada? —se pavoneó abuelo.
Después de otro viaje a la estación de trenes, mamá lloró, encendió una vela frente al altar de la Virgen de la Caridad y rezó por el regreso de papá.
—Ay, Virgencita —sollozó—. Por favor, tráeme a mi marido. Aunque sea un borracho haragán, yo lo quiero.
—Él no se emborracha todos los días —me apresuré a explicar, no queriendo que la Virgen se llevara una idea equivocada de mi padre.
La próxima vez que mamá y yo nos zumbamos a la estación de trenes cogimos la guagua. Para entonces todos sabíamos que no habría puerco para pagarle al chofer. Fue otro viaje inútil.
Al regreso, cuando nos bajamos en la parada del Cine Alameda, un hombre se mandó a correr detrás de nosotras. Era medio calvito, con orejas elefantudas y sonrisa afable.
—¡Carmen! —llamó a mi madre—. ¿Te acuerdas de mí?
—¡Humbertico Orozco! —el rostro de mamá cambió de pronto y se puso feliz y sonrosado—. ¡Tremenda sorpresa!
Yo había oído aquel nombre en casa. Humberto Orozco y mi madre habían sido novios de secundaria. En 1958 él la dejó, y abandonó también a su “aburguesada” familia, para pelear con Fidel Castro en la Sierra Maestra. Más tarde, mi madre se casó con papá. Orozco se casó con una de sus compañeras de lucha y se hizo médico. Mamá había oído hablar de él a través de amistades comunes, pero no se habían vuelto a encontrar.
—Llevo un montón de tiempo preguntando por ti, Carmita —dijo Orozco—. ¿Qué has hecho todos estos años? Pensé que tú y tu familia se habían ido a Miami hace mucho tiempo. Es una pena que no tengamos las mismas ideas políticas.
Mi madre cambió el tema con tacto:
—Esta es mi hija, Longina.
—Se nota que es inteligente. Igual que tú.
Sentí una simpatía instantánea por alguien que no recurría al gastado “qué niña más linda” que la mayoría de los adultos se creía en la obligación de decir. Yo sabía que no tenía nada de linda y me mortificaban los elogios faltos de sinceridad.
El doctor Orozco y mamá hablaron por más de una hora. A él le habían dado un Lada, un carrito soviético, y se ofreció a llevarnos a casa, pero no lo aceptamos porque quedaba a unas pocas cuadras de allí.
—Voy a pasar por allá uno de estos días, Carmita, si a tu marido no le importa — nos dijo al despedirse.
Mamá se pasó todo el camino a casa cantando bajito.
Al día siguiente, el doctor Orozco tocó a la puerta.
—Vamos a visitar hospitales —me explicó mamá— en caso de que tu padre haya tenido un accidente y no pueda llamarnos.
Olía a su fragancia favorita que era, hasta que sus ideas políticas cambiaron, Chanel No. 5. Había comprado el perfume en el mercado negro y lo reservaba para ocasiones especiales. ¡Pero aquel era un día entre semana y se suponía que ella estuviese preocupada por mi padre! El soplo de sofisticación que corría la casa parecía totalmente fuera de lugar.
Cuando abuela vio a mamá subirse al Lada del doctor Orozco, sonrió con malicia y comenzó a cantar “Lágrimas negras,” una antiquísima balada del Trío Matamoros:
Un jardinero de amor
siembra una flor y se va.
Otro viene y la cultiva.
¿De cuál de los dos será?
No me gustó nada el poco sutil mensaje de la canción. ¿Sería posible que aquel fulano con orejas elefantudas ocupara algún día el lugar de papá?
La búsqueda en los hospitales resultó infructuosa. Mamá decidió notificar a la policía, pero no llegó a hacerlo. A la mañana siguiente se encontró a papá sentado en el piso del portal con barba de una semana, la cara magullada y sin maletas.
—¿Estás herido? —le chilló—. ¿Estás enfermo? ¿Estás borracho?
Él musitó “sí” tres veces y se arrastró hacia la casa esquivando las miradas de desaprobación de mis abuelos.
Más tarde papá nos contó que Miguel había perdido todos sus puercos ese año debido a una epidemia. Los pocos guajiros que tenían animales no querían venderlos, así que él y Gerardo se fueron de farra sin remordimientos, pasando los días en bares de mala muerte y durmiendo en los quicios. Se liaron a piñazos con un fresco que trató de robarles la billetera y las maletas se perdieron durante la trifulca.
—Pero estaban vacías —nos tranquilizó.
Con sus últimos cincuenta pesos, los ajumados compadres tomaron el tren de La Habana, tosiendo y con fiebre, y compraron una botella de Coronilla “para calentarse el esqueleto.”
Mi madre cuidó de papá. Y él, con la cara cayéndosele de vergüenza y arrepentimiento, le prometió solemnemente:
—No volveré a probar una gota de alcohol en lo que me queda de vida, mi amor.
No teníamos puerco que cocinar ni contactos para comprar otro a tiempo para la Navidad. Se canceló la fiesta. Tío Armando y Tía Jacinta, creyendo que abuela se había hecho la boba para quitarse de encima el compromiso de la celebración, dejaron de hablarle por meses. Mamá tuvo que pagarle a Fernando cien pesos por los viajes inútiles a la estación de trenes. Sólo cenamos arroz, frijoles y croquetas de pollo aquella triste Navidad.