El cielo al noroeste de Madrid amanece marcado por trazas rectilíneas. Dependiendo de las condiciones meteorológicas y de la dirección de los aviones que cruzan los corredores aéreos, a veces tienen una apariencia como esta: #. El invierno está terminando y he salido a fumar al patio de la casa que Campins renta en Colmenarejo, a pocos minutos de su Estudio en El Escorial. Conozco su Taller en La Habana y me hubiera gustado ver el que tiene aquí. Para mí son días agitados de estancia madrileña. Él tampoco dispone de mucho tiempo. A cambio me invita a Madrid para que la desande en lo que revisa los resultados parciales de un libro suyo en proceso editorial.
"En poco más de una década, la panorámica de los espacios pictóricos que el artista trasluce en su obra se han mudado gradualmente a otras latitudes..."
A la salida de Torrelodones, ingresando en la vía rápida que conecta con el área metropolitana, acelera su coche a 120km/h. Maneja con ligereza. Hablamos de vialidad, de la administración pública local y cosas así. Cualquiera en mi lugar hubiese aprovechado esa brecha de tiempo para hablar de su pintura, algo que hacemos eventualmente, sin premura ni complicaciones. Hace más de diez años escribí algo a propósito de la exhibición que acompañó su tesis de graduación del Instituto Superior de Arte. Después he sido más contemplativo, como mero espectador de un “paisajismo” que compulsa al silencio y la introspección más que a la cháchara relajada y descriptiva. En poco más de una década, la panorámica de los espacios pictóricos que el artista trasluce en su obra se han mudado gradualmente a otras latitudes. No hay más frío o calor como resultado de ese desplazamiento, simplemente se han vuelto a una dimensión extemporánea. Atravesamos la Ciudad Universitaria y la Moncloa para desembocar en un arco de triunfo con los tobillos grafitiados. “De este lado —dice señalando a la derecha— está la estación del bus y el metro. No se ve. Está soterrada”.
I
"...en poder de un espíritu metafísico que descarta o subvierte deliberadamente las relaciones causa-efecto, al artista le basta con que algo sobresalga desacostumbradamente del terreno para convertirlo en elemento referencial"
Desde el compendio de obras de su graduación, Un paseo por la historia, que no contaba eventos sucesivos, sino subterfugios aplicables a cualquier Historia, la proyección mental del artista ha plasmado secuencias aleatorias de una periodización que escapa a la lógica convencional. Es como si en su mapa neuronal, irrespetando la metódica cronología que cualquier estudioso pudiera seguir de los acontecimientos marcados por el hombre, visitara sus estructuras menos identificables repartidas por el mundo, para conferirles inusual notoriedad. Especulando más allá de lo posible, en otra de sus líneas de investigación su percepción acrónica pudiera ser la de alguien que, inspirando a la naturaleza, en forma de estratos monticulares en el medio oeste norteamericano, revierte la entropía y señala un “acontecimiento” cuando todavía no existía civilización de la cual ufanarse. Visto de otro modo, en poder de un espíritu metafísico que descarta o subvierte deliberadamente las relaciones causa-efecto, al artista le basta con que algo sobresalga desacostumbradamente del terreno para convertirlo en elemento referencial. No se trata del Taj Mahal, El Pan de Azúcar o Chichén Itzá, sino de otros escondrijos de la historia con los que no contamos para narrarla.
Como en principio nada tiene nombre y apellidos en la vastedad del universo, uno pudiera encontrarse en el camino de las interpretaciones con algunos de estos referentes de los que hablaba, y que Campins aborda eventualmente en su obra: estructuras erigidas con el ocioso propósito de “defendernos”, quiero decir para, de un modo u otro, atrincherar ideologías, diques contra el flujo de cualquier forma de energía. Paradójicamente, son algo parecido a mausoleos —trátese de bunkers o de ágoras propaladoras de efímeros patriotismos— concebidos como pertinaces recordatorios de lo inútil que resulta apresar la transitoriedad de las cosas. Se advierte en este tramo de su sendero pictórico un interés, una vocación arqueológica. Hay en esos despojos constructivos, invadidos por la maleza, una evidencia del reiterado tropiezo ontogenético de nuestra especie. En su abandono, sin embargo, hay belleza. Una belleza desprovista de sus funciones originales, ectópica y vestigial. Allí los disparos, discursos y arengas, parecen retumbar como ecos que se alejan bajo el efecto Doppler. Pirámides y conos truncos que ceden a la gravimetría de la Historia.
Es justo aquí cuando me desembarca, próximo al mediodía, a tres cuadras de la Plaza de España, pertrechándome con un paquete de recomendaciones para no extraviarme ni morir de inanición en el corazón de Madrid.
II
Caminar es uno de mis vicios más empedernidos. Caminar y ver. En última instancia, fotografiar. La capital ibérica se me ofrece en el ajustado resquicio de 8 horas y no hay tiempo que perder.
"...tal parece que su objetivo real es transitar de mañana a ayer, en vez de saciar una curiosidad espacial"
Ese insaciable hábito, el de ver y caminar, como un código binario, también le sucede a Campins, pero multiplicado exponencialmente con relación al mío. No llevo la cuenta de sus escapadas globales, pero sí que ha zapateado bastante. El único modo de percibir el tiempo fehacientemente es caminando. Pero tal parece que su objetivo real es transitar de mañana a ayer, en vez de saciar una curiosidad espacial. El Tíbet, por ejemplo, le abrió una puerta por la que todavía transita. Si bien la fotografía es un recurso documental que emplea en la concepción de sus obras, acompañada de apuntes y bosquejos, también se ha sumado al arsenal expositivo del pintor, no solo como válido registro procesual, sino como obra per se. Al remoto Himalaya no se puede ir desarmado de ojos auxiliares, so pena de tirar la oportunidad por la borda. He visto algunas de esas imágenes suyas en su forma pura, impresas para el manejo práctico de su trabajo. También he visto el resultado final sobre tela, ya metabolizadas por el autor.
"...luego de su incursión en lo que podríamos identificar como paisaje, con matices reconocibles de influencias insoslayables, Campins avanzó subrepticiamente hacia su terreno, uno autóctono"
Hace años, luego de su incursión en lo que podríamos identificar como paisaje, con matices reconocibles de influencias insoslayables, Campins avanzó subrepticiamente hacia su terreno, uno autóctono. Se separó de lo reconocible, del gregarismo identificable como tendencia, abriéndonos párpados que no sospechábamos tener. Cuando llegamos a los nidos de ametralladoras y anfiteatros de hormigón prefabricado, ya hemos pasado una frontera a la que es difícil regresar. En lontananza, tras una estupa budista, y sobre los encumbrados picos de Asia Central, se levantan en los lienzos de Campins arremolinados nubarrones que remiten a la críptica tradición figurativa de las comarcas tibetanas. Los pétreos santuarios de peregrinación reclaman de la brocha occidental un manejo diferente. Otros aires insuflan al cielo volutas y espirales, levemente transparentadas, como perpetuas lacas de una recóndita iconografía. No pienso que se trate de una concesión baladí por parte del artista, al querer congraciarse en el despliegue de formas y atmósferas con el de su fuente de inspiración cultural, sino del elemental tributo que tales escenarios reclaman para sí. Una perspectiva más cotidiana de esos parajes figura en las fotos que ha tomado y exhibido paralelamente a las telas, quizás como contrastante testimonio de cuan básico resulta mirar sin aceptar, sin asumir que necesitamos de un filtro para atisbar lo que el globo ocular olvidó de ese otro gran globo que pisamos y abusamos.
Como en una cinta de Möbius, el recorrido visual de Campins se desplaza sin aparentes paradojas. Su revelación es inocua para un espectador desprevenido, virtualmente seducido por el manejo de un oficio bien entrenado. Sabia estrategia de quien abre puertas inconmensurables, con la precaución de que el susto por la eternidad no nos trague de un bocado.
A las 8:00 p.m. Campins me recoge en la Puerta del Sol. Me invita a un jerez en una de las pocas tabernillas de luces opacas y paredes raídas que deben quedar en esta ciudad. Este escenario a él le recuerda la bohemia de finales del XIX y comienzos del XX: gente discutiendo de arte y ciencia en un mundo que está a punto de cambiar. Por más que me sumerja en aquella atmósfera de botellas polvorientas, no puedo apartar de mi mente las trazas aéreas sobre Colmenarejo. Líneas que se disipan a poco de ser dibujadas.
Regresar al inicio