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Vidas | Alejandro González Raga, un exilio de catorce años

"Estábamos conscientes de que el destierro era la más benévola de las opciones que consideró el dictador".

Hombre y logotipo
Alejandro González Raga (efecto de grabado sobre foto del autor). | Imagen: Árbol Invertido

“…hemos envejecido poco a poco, pasando de la calle a la oficina, del calabozo al fútbol y de la espera a la melancolía”. 

José Agustín Goytisolo

Dentro de unos días se cumplen catorce años de mi destierro. Este proceso, que afectó a una parte importante de nuestra familia, se inició en Cuba el día después de la muerte de nuestra madre —el 13 de febrero del 2008— y culminó con nuestra llegada a Madrid el 18 de febrero del 2008. A ninguno de aquel grupo que salió de Cuba el régimen cubano le ha permitido volver a Cuba para visitar a sus seres queridos que quedaron allí. Les comparto este pasaje que narra el momento de la salida definitiva de Cuba, eufemismo que utiliza el régimen para el destierro.

“Político, vamos, que te mandaron a buscar”, me dijo el funcionario de orden interior (FOI) de guardia de ese día, mientras abría la reja de entrada de la galera. Debí haberme dormido tarde en la noche del trece de febrero. La muerte de mamá me sorprendió, esperábamos que saliera del hospital después de la operación, no fue así, el impacto de la noticia, la agitación propia de todo proceso de este tipo debió alterarme hasta el punto de no conciliar el sueño.

Salí de la cama de un salto, pude darme cuenta de que los efectos de los somníferos todavía estaban presentes. Sin asearme, debido a la insistencia del funcionario para que saliera, alcancé el corredor al tiempo que preguntaba: “¿Quién me busca?”, pregunté con un grito. “No sé”, respondió. Bajé las escaleras y me encontré al subteniente Maikel Feria Yordi que me dijo: “vamos, que quieren hablar contigo”. Lo seguí sin comentar nada, era algo habitual que este oficial fuera a buscarme cada vez que algún superior se lo indicara.

Salimos del área del penal y al rebasar la entrada del puesto médico, que era el recorrido acostumbrado, pregunté: “¿A dónde vamos?” “A la oficina del jefe de unidad”, contestó, mientras trataba de ser amable. Subimos las escaleras hasta el segundo piso. Allí se encontraban el oficial del Departamento de la Seguridad del Estado (DSE) que atendía el caso junto al jefe de la prisión, teniente coronel Jesús, y la capitana jefa de los servicios médicos del MININT. Todavía no podía sospechar el móvil del requerimiento.

“Entra”, dijo Ernesto, que es como decía llamarse el oficial del DSE. En la oficina refrigerada y pulcra esperaba el mayor Salgado, que es el jefe del departamento de prisiones del mencionado cuerpo represivo. Me saludó en clave luctuosa como para ponerse a tono con la situación, al tiempo que me invitaba a sentarme. Cuando estuvimos solos me preguntó: “¿Cómo estás?”, y me extendió la mano. Luego trató de disculparse por no haber podido permitir que acompañara, la víspera, los restos de mi madre hasta su último refugio.

“Bueno, vamos al grano, pues el tiempo apremia”, dijo, y me pareció demasiado forzado el argumento que utilizaba para introducir el tema. Pero era cierto: había premura en que se realizara esta operación de destierro.

Después de un breve circunloquio con énfasis afirmó: “Alejandro, se te ha aprobado la licencia extrapenal con la condición de que salgas del país, para España”. La propuesta me dejo atónito, hicimos un silencio que interrumpió el oficial con unas palmas.  A mí solo se me ocurrió hacer una pregunta: “¿Pero cómo es esto, salir para España así sin más… ¿y mi familia? ¿Y los demás cómo quedan?” “Por la familia no te preocupes, que podrán viajar contigo, contestó”. “¿Quiénes, cuántos?”, increpé. “Déjame consultar”, fue la respuesta.

La respuesta fue sencilla: “El que viene en la lista eres tú”.

Tomó el teléfono, hizo una llamada y luego dijo: “Escríbeme en un papel los que tú solicitas que viajen contigo”. “Está bien”, comenté mientras pretendía pararme del asiento para salir. “No puedes irte, estos datos tienes que dármelos ahora”. “Yo no puedo dárselos sin consultar con ellos”. “Llámales”, me dijo, mientras me acercaba el aparato.

Descolgué y mientras presionaba para marcar el número pensaba que aquello no podía estar ocurriendo. Recuerdo que mientras sonaba el teléfono le pregunté por Alfredo Pulido López (preso también del grupo de los 75) y le propuse que lo sacaran a él. La respuesta fue sencilla: “El que viene en la lista eres tú”.

“Bertha, soy yo, te llamo para decirte que me van a dar la licencia extrapenal”. Fue todo lo que alcancé a decir. Mi esposa y mis hermanos, que también escuchaban el teléfono, rompieron a llorar. Salgado, que contemplaba en silencio, intervino para dejar claro que no había tiempo para estos asuntos del sentimiento.

“Son muchos los trámites que hay que hacer y estamos cogidos con el tiempo”, fueron sus palabras, luego agregó: “Dile a los de la lista que se saquen cuatro fotos de pasaporte, eso tiene que estar listo para las dos de la tarde a más tardar”. Eran alrededor de las doce del día trece de febrero.

Intercambié algunas palabras confusas con mis familiares. Ya iba a colgar cuando volvió a intervenir. Esta vez dijo rotundo: “De todo este asunto ni una palabra a nadie, comunícaselo a ellos para que no vaya a haber problemas”. Trasladé la orden y me despedí anunciando que habría otras llamadas de ser necesario.

“Ahora Ernesto va a llevarte hasta tu destacamento (eufemismo utilizado para identificar las galeras donde cohabitamos con presos comunes, peligrosos asesinos, violadores, proxenetas, toda una fauna típica de estos lugares), para que recojas tus pertenencias, luego te llevarán para la enfermería, tendrás que estar aislado hasta mañana que sales para La Habana”. Se puso de pie, me volvió a extender la mano y caminamos hasta la puerta donde me dijo: “Vamos a estar por aquí, si hay algún problema puedes mandarme a buscar”.

Los preparativos

Subí hasta la galera catorce sin entender todavía qué era todo aquello. Sin oír voces ni saludos, mientras esperaba que el guardia abriera la reja pensé que los últimos cuarenta y dos meses los había pasado en ese agujero. no creía aún que fuera a salir de él. Entré, me paré frente a la litera que ocupaba y estuve un rato sin saber qué hacer. Alexis Cofigni Martell, un amigo que compartía conmigo la litera, fue el que me sacó de mi estado de arrobamiento.

“¿Qué pasa?”, me dijo, y cruzó su brazo derecho por mi hombro. Mientras yo buscaba la oportunidad para decirle algo, pero la presencia del oficial me lo impedía. Hice un gesto con la cabeza mientras lo abrazaba, y un par de lágrimas se me escaparon sin permiso del oficial. “Recógeme las cosas. Trata de salvar el radio que está bajo la almohada, si no regreso quédate con él”, le dije al oído en otro abrazo, y me encaminé hacia el fondo de la galera donde están los baños, mientras Ernesto seguía mis pasos.

“¿Yo puedo ayudarle?”, preguntó Luis, el mandante y paisano mío al oficial del DSE que me acompañaba. “¿Tú eres el consejo?”, preguntó el funcionario del DSE. Luis asintió con la cabeza y se agachó para coger el maletín. Yo por otra parte cargaba la maleta y otros bártulos. Mientras bajábamos las escaleras a escondidas le pedí a Luís que le dijera a Alfredo Pulido que me llevaban a España, él no lo tomó en serio y se sonrió.

“Abre aquí”, gritó el oficial al llegar a la puerta de la enfermería. “Ponlo en la celda y ven para hablar contigo”, le ordenó al centinela del lugar. Eran cerca de las dos de la tarde, no había comido nada en todo el día y tenía hambre. Como el horario de almuerzo ya pasaba llamé al guardia y le informé la situación. La idea era que viniera alguien con quien poder enviar un mensaje a Alfredo de lo que estaba pasando.

Mandaron a un recluso, para mi sorpresa era Osvaldo Márquez Aguiar, con quien tengo buenas relaciones. “¿Qué te pasa, viejo? ¿Tienes hambre?”, me preguntó sonriendo. Asentí con la cabeza. Vengo enseguida, gritó, mientras echaba a correr sin darme tiempo a nada. Tardó cerca de una hora, volvió con unos huevos fritos y un poco de arroz. Todo un manjar para una prisión cubana. Todavía no logro saber cómo los consiguió.

Habló con el llavero y lo dejó pasar, y yo le pedí entonces que le dejara llevarse algunas cosas que yo ya no necesitaría. “Te vas de libertad, político”, comentó irónico el guardián. Y yo sarcástico le respondí: “no, no me voy de libertad me voy a España”.

“Coño, político, regálame esas chancletas, a ti ya no te van a hacer falta”, dijo el oficial.

Él tampoco me creyó, ni entendió la ironía y echó a reír. Sólo cuando vio que entregaba el maletín con casi la totalidad de las pertenencias se acercó y en otro tono ahora me dijo: “Coño, político, regálame esas chancletas, a ti ya no te van a hacer falta”. Lo miré y le dije: “cómo no, pero tendrás que tener cuidado con el oficial de la seguridad que habló contigo cuando me trajeron”. “¡Que se vaya al carajo!” Fue lo que dijo al tiempo que introducía las chancletas en una bolsa de nylon. “No vayas a comentar nada delante de Pachá, el recluso que limpia la enfermería, que es tremendo chivato”, seguía diciendo ahora en voz muy baja.

Ya estaba oscuro cuando un grupo de presos pasaron cerca de la celda, me paré en la cama para hablar con ellos por la estrecha ventana que daba para el patio y tratar de hacerle llegar un mensaje a mi amigo Alfredo Pulido López. No los distinguía en la oscuridad pero reconocí las voces.

El Tizón y el Rastafari estaban en el grupo, los llamé y les dije que le hicieran llegar a Alfredo una nota que había escrito para él, donde le expresaba mi inconformidad con el asunto y la imposibilidad de poder cambiar el rumbo de las cosas. No podré saber si la recibió, pero sé que estará contento. No pegué un ojo la víspera, a pesar de tomar píldoras para dormir. Cerca de las seis treinta, vino a por mí el funcionario conocido como Florida y me condujo hasta el oficial de guardia, donde esperaba un auto patrullero. Me subieron en él y salimos sin mediar palabras, seguidos por otro auto de apariencia particular.

Fuimos directamente al cuartel general de la policía política en la provincia. Allí, en un pequeño bus, esperaban mis hijos, mi esposa, mis hermanos y mi sobrina, que cumplía ese día de los enamorados sus quince años. Al momento de llegar no sabía que estaban allí. Al bajar del auto, Aldana, otro oficial DSE, viejo conocido, me condujo al interior del edificio, donde me entregó una muda de ropa que le diera mi esposa y me ordenó cambiarme de ropa.

El edificio estaba vacío a esa hora de la mañana. Me dijo: cámbiate aquí mismo. Me cambié en medio de aquel pasillo desolado a toda carrera. Recogí la ropa que traía puesta y salimos. Ya frente al minibús, Aldana me detuvo tomándome por el brazo y abrió la portezuela del minibús: “Saluda a tu familia, rápido, que hay que salir ya”, me dijo. Fue muy breve el saludo, apenas pude estrecharles las manos a todos. Subí al carro patrullero en el asiento trasero, delante con el chofer montó Julio Bienemen Suárez, el Segundo jefe de la Prisión Kilo 7 en la provincia de Camagüey, que ya había sido jefe de orden interior en Kilo 8.

Al momento de subir, y tratando de ser simpático, me soltó en tono de broma, algo así: “Raga, coño, me has jodido el día de los enamorados”. Yo intenté una sonrisa y subí al auto. Salimos seguidos por el transporte en que viajaba mi familia. A la entrada de la provincia de Ciego de Ávila, hicieron una parada para ir al baño y pude entonces darle un beso a mi esposa, a mis hijos y a dos los demás. Luego otra parada en Sancti Spíritus para reabastecer combustible y una última a la altura del kilómetro 259 de la autopista nacional, para comer algo.

Este es sitio desolado. Un oasis en medio de la autopista, lejos de toda urbanización. Es un sitio para el turismo y los que tengan dólares u otra divisa convertible. Sentí un deseo irrefrenable de tomar café y le dije al oficial que si podía comprar un poco. El transporte en que venían mis familiares se había detenido también allí así que pedí a mi esposa un peso convertible para comprar café y se lo extendí a Ernesto que era el oficial a cargo. Me dijo: “No, ve tú”. “¿Puedo ir…?”, pregunté dos veces. “Sí, ve”.

Estaba a sólo unos metros, de la cafetería. Entonces dije a mi esposa: vamos, y a la comitiva se unió mi hijo pequeño. Los demás estaban en el baño. La policía observaba nuestros movimientos desde sus sitios. Entramos. “¡Dame un poco de café!”, exclamé triunfal mientras colocaba un vaso en el mostrador.

El dependiente preguntó cuántos. Le dije: "qué sé yo, un poco". En tono molesto entonces el dependiente preguntó: “¿Hace mucho tiempo que no va a una cafetería?” “Cinco años”, le dije, y se inventó una sonrisa. Alessandro, mi hijo le dijo: “Sí, hace cinco años que está preso”. El dependiente entonces llenó dos vasos. Fueron unos minutos de libertad en muchos años y los pasé abrazado a mis seres queridos.

Rumbo al aeropuerto

El resto del recorrido transcurrió sin pausas ni problemas. Al llegar a la entrada de Guanabacoa el auto patrulla giró a la derecha, en la carretera que conduce a la prisión del Combinado del Este. El minibús continuó por la autopista. Recuerdo haber preguntado: “¿A dónde van?” Julio Bienemen respondió: “Ellos a una casa de visita, nosotros al Combinado del Este”. Volvimos a girar a la derecha, dentro ya del área militar de la cárcel más grande de Cuba y fuimos hasta el edificio de la dirección general del penal.

Bienemen Suárez bajó del auto y luego subió unas escaleras que conducen hasta las oficinas. El policía que pilotaba el auto desmontó y me abrió la puerta. “Estira las piernas un poco”, masculló mientras entablaba conversación con el conductor de otro auto que al parecer andaba en los mismos trasiegos y estaba estacionado en el mismo lugar.

No pude escucharlo todo, pero sí escuché el final de la frase. Como yo estaba vestido de civil y las ropas estaban nuevas, evidentemente el combatiente me confundió con uno de los suyos. Estaba molesto por tener que estar viajando ese día, que tal vez pensó pasar junto a su esposa. Era comprensible su disgusto, pero no que descargara el enojo de su mala suerte en uno de nosotros. Como su valor no le alcanzó para hacérselo saber a sus superiores, echó la culpa al “contrarrevolucionario de mierda” que tuvo que trasladar desde la provincia Villa Clara. no me pude contener y tuvimos una discusión muy fuerte, que no llegó a mayores por la situación en la que estábamos, y porque intervino Bienemen Suárez, que me tomó por el brazo y me pidió que montara y me olvidara de aquel tipo.

“Vamos”, dijo al chofer. Fuimos hasta el Hospital nacional de reclusos, que está ubicado dentro del área del penal. Allí me recibió un oficial del DSE, que dijo llamarse Alejandro, el que en tono amable, me informó que sería uno de los encargados. Hasta ese momento, no sabía nada de quiénes éramos los elegidos. Mientras subíamos las escaleras conocí los nombres de los demás integrantes del grupo. Me alegró mucho saber, que entre ellos estaba Pedro Pablo Álvarez Ramos, con quien pasé el primer año de encierro, la etapa del aislamiento, que es la más dura.

Era el día de los enamorados, el quinto sin mi esposa, una Dama de Blanco del interior de Cuba. En la noche, vinieron a comunicarnos que ese día ya no era posible que viajáramos, que al día siguiente era posible, aunque podrían surgir imprevistos.

Aquellos informes despertaron mi inquietud y la suspicacia, quería mantenerme ecuánime. La llegada de Pepín (José Ramón Gabriel Castillo) me distrajo, así entre anécdotas y chistes llegó el día quince. Pepín, reclamó ropas para hacer el viaje y por la tarde se aparecieron con una muda de ropa, un calzoncillo, un pomo de loción para después de afeitarse y un abrigo ligero, que nos probamos y volvieron a llevarse. Luego nos dieron un bolso para echar las ropas que traíamos puestas.

Por Pedro Pablo supe que en la sala que está al frente de la que ocupábamos estaba Regis Iglesias Ramírez, entre todos abordamos al mayor Marcos (que fue el oficial que se encargó de toda la “operación” que coordinó la dirección general del DSE) para que nos permitiera saludarle. Accedió con la condición de que no le dijéramos lo que ya todo el mundo sabía, incluido Regis.

Todos allí éramos parte de la esperanza que descubrió para los cubanos el Proyecto Varela.

En la tarde del día quince, trajeron a Regis. Los abrazos del encuentro son indescriptibles, la emoción cortaba las palabras, sólo se escuchaban frases entrecortadas. Regis, carajo, creo haber dicho mientras nos saludábamos, y en ese instante breve, fugaz los sentimientos afloraron. En ese momento fuimos felices. Todos allí éramos parte de la esperanza que descubrió para los cubanos el Proyecto Varela y estábamos conscientes que el destierro era la más benévola de las opciones que consideró el dictador.

El dieciséis nos sorprendió a todos despiertos. Bien entrada la noche fue que pudimos dormir algo. Ya en el final de la mañana llegaron los agentes para informar que después de las seis de la tarde sería la salida. Que el problema había sido el encontrar pasajes para todos en las líneas comerciales. Era de esperar, por lo precipitado de la decisión. Pasadas las seis volvieron con las ropas que nos habíamos probado días antes, pero no nos la entregaron, en cambio nos dieron un pijama, y en ese espacio que queda entre la imposición y la petición, dejaron el mensaje que fue dicho en tono amable. “Pónganse esto para salir, los llevaremos hasta el salón de protocolo que está en el edificio administrativo, allí se pondrán la ropa y partiremos para el aeropuerto”.

Hasta el exilio

Eran pasadas las nueve, las últimas horas eran tensas. La preocupación era evidente. Y ellos sabían que no podían seguir dilatando el asunto, algunas muestras de descontento ya se evidenciaban, por eso trataban de distender el ambiente mostrándose condescendientes. Finalmente salimos, de uno en uno, acompañados siempre por los oficiales Alejandro y Marcos, y otros funcionarios de orden interior. Ya a bordo de un minibús fuimos llevados hasta el salón, que no es más que una pequeña salita con escasos muebles, donde depositaron las ropas.

Nos vestimos con rapidez y esperamos por Marcos, que llegó después de varios minutos de espera. Se sentó y nos invitó a un poco de café, mientras lo tomábamos nos dijo: “Los vamos a ir sacando de uno en uno y vamos a ir montando en los autos que los van a trasladar hasta el aeropuerto”. Terminamos el café, se puso de pie, y sugirió que empezarían por Omar Pernet, al que le alcanzó las muletas mientras abría la puerta y le invitaba a salir. Después vinieron a por mí. Al salir al pasillo, un camarógrafo de los órganos del DSE se acercaba tanto que por poco chocamos. Al fondo del corredor, muy iluminado ahora, otro cámara hacía su trabajo.

Bajamos los escalones que llevaban hasta los autos, más de seis, formaban una hilera en la vía de acceso al edificio. Fuimos ocupándolos en orden consecutivo a partir del segundo auto en fila y partimos en caravana bordeando la ciudad. Marchábamos tan lentamente que parecía que no llegábamos nunca. no podíamos hablar, ni mirar hacia atrás, ni gesticular con las manos, lo que hacía el viaje por un momento tenso. A estas alturas todavía pensaba en la posible trampa, en la zancadilla.

Finalmente entramos en la pista por un lugar por el que se introducen en el aeropuerto mercancías. Bordeamos la pista, evitamos acercarnos a la estación central, pasamos junto al avión de la Fuerza Aérea Española y llegamos finalmente a una pequeña terminal ubicada en una zona de acceso limitado. Allí nos encontramos con nuestros familiares. Hicimos varias llamadas telefónicas a amigos y parientes para informarles de nuestra situación. Alarmados unos, alegres otros, recibieron el informe de que estábamos a punto de volar a España.

Eran las once con cuarenta y cinco de la noche del diecisiete de febrero del año 2008, cuando sostenemos nuestra primera conversación con funcionarios del gobierno español a bordo de la aeronave enviada para la ocasión. Esta vez fue el señor Carlos Zaldívar, embajador de España en Cuba, quien nos informó de la disposición de su gobierno de aceptar la propuesta cubana. Algo que estaba en contradicción con lo que nos habían dicho los oficiales de la Seguridad del Estado cubano Agradecimos el gesto, apretamos nuestras manos, llegó un transporte colectivo que abordamos con premura, el conductor contó los pasajeros, informó por su walkie-talkie y esperó la autorización. Comenzamos a movernos por la pista, el ómnibus avanzaba entre los restos de naves aéreas, veníamos de las sombras y entre las sombras nos íbamos, las últimas imágenes de mi país serían ya para siempre, las de un cementerio, aéreo, pero cementerio al fin...

El Airbus A-310 de la Fuerza Aérea Española comenzó a rodar y despegamos hacia la incertidumbre y los partidos de fútbol.

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Alejandro González Raga

Raga

Alejandro González Raga es un periodista cubano. Estuvo detenido por la Seguridad del Estado desde 2003 hasta su exilio en España en 2008. Amnistía Internacional lo reconoció como preso de conciencia. Es director ejecutivo del Observatorio Cubano de Derechos Humanos. 

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