Chantaje (Editorial Hypermedia, 2014), novela de Ladislao Aguado, llegó a mí como todo lo que he logrado acumular sobre la historia omitida de Cuba. Como se enlaza un objeto que flota en la superficie del mar, gracias al repentino desplazamiento del oleaje.
Me habría encantado descubrirla en una librería de La Habana, entre las filas de libros que insisto en revisar cada vez que paso, con la terca esperanza de tropezar con algo que luego no lamente haber comprado.
Pero ésta, como mis propias novelas, no estará en esos anaqueles que exponen lo autorizado por la política editorial de Cuba. No porque sus páginas contengan un sustrato subversivo, no porque se señale, con nombres, apellidos y cargos, a los responsables directos del extravío de sus personajes (cubanos que descubrieron que el mar no es el único obstáculo ante el triunfo), sino porque es una historia demasiado parecida a la vida: sin buenos ni malos.
Para los cubanos que quieren irse, y hasta para los que cada día sobrevivimos a la tentación de emigrar, el que se va es siempre el ganador. Claro que “quedarse-irse” es una burda reducción metafísica, pero la Revolución nos entrenó a interpretar la realidad en términos de dicotomía.
Los que insistimos en los contrastes y las expansiones, queríamos desesperadamente saber qué sucedía detrás del horizonte, esa zona de peligro de la que no hablaban las películas, porque en ellas nunca había historias de cubanos emigrados.
Gracias al auge de una tecnología que nos llega desfasada (como nuestra propia historia prohibida), el internet ralentizado que tan caro nos cobran, ha permeado la barrera de control, de aislamiento y distorsión que nos rodeó por medio siglo.
Fue así cómo me llegó Chantaje, y su protagonista: un cubano que logra salir del país acostándose con una española gorda que escribía artículos para una revista comunista, y creyó en él, en su sueño de vivir de la fotografía.
Pero Orestes no parece encajar en ningún sitio, en ninguno de los muchos cuerpos que recorre, mientras compulsivamente explora los sentidos: la vista, el paladar, el tacto, el sexo, el vértigo… mientras tantea con la mano un soporte invisible y el paisaje (ya sea un bar nocturno, una multitud navideña, el azul profundo del Mediterráneo), se deslizan página tras página con la desoladora indiferencia de lo ajeno.
Uno se resiste, quiere sacudirse a este Orestes tan tangible, tan jodidamente humano, y sin poder dejar de leer (de saber) se es testigo de su caída, un descenso interminable como esos días en una España cuya luz recuerda El extranjero, de Albert Camus. El estallido de un blanco donde se difumina la lógica del mundo, ese mundo que pasa como frente a una ventanilla, “sin que se consiga ver nada que sirva para recordarlo después, porque solo se encuentran calles, parques, edificios y personas como los de otro lugar cualquiera”.
Pero la caída de Orestes no empieza en La Riviera, Francia, donde arranca la historia, ni en Madrid, donde la narración retrocede, sino “en las afueras de un pueblo sin otra importancia que servir de parada a los ómnibus que hacían los doscientos kilómetros entre La Habana y Pinar del Río”.
En ese pueblo que hubiera podido servir de blanco a sus fotos, si no fuera por el síndrome de fatalidad geográfica (o política), por la propia claustrofobia que se padece en Cuba e impide que uno (como Orestes) se niegue a creer que Madrid (o Miami) puedan también encarcelarnos.
Hay escenas que aparecen como percibidas bajo el efecto del alcohol, la imprecisión de un mareo, o su reverso: la agudeza del extrañamiento. Otras, como esa en que el protagonista sale de un pueblo cuyo nombre ni procuró indagar, huye por no pagar 8.50 euros que costaba lo comido en un restaurante, emergen con tanta crudeza como una experiencia física, rompen la línea, pasan a mezclarse con los recuerdos propios.
Entonces, ya fuera del libro, uno se descubre preguntándose qué habrá sido de Orestes, de Olga… Los vemos luchando contra el dolor de cabeza, la acidez de la resaca, mientras la música suena: “Tú sabes que yo sigo siendo el que manda, ay mamita, qué pachanga...” Hasta descubrir que la libertad consiste en confrontar que existir es un acto totalmente solitario. Algo que se hubiera podido descubrir en Cuba. Y esa soledad, no importa cuán lejos lleguemos, nos sigue, se inhala, nos circunda.
Y el hallazgo nos llega en el tono tranquilo, regular, con que van cayendo los pensamientos sin relevancia. Como caen las casas en La Habana, por interna corrosión; como se siguen desmembrando las familias, pese a la WIFI, los rostros sonrientes en las pantallas. Con la suavidad que añade el agua al desgaste de los cuerpos sumergidos, esos que nunca lograron cruzar el mar (ese mar que parecía el único obstáculo ante el triunfo).
Pero la novela no parece terminar. Nos deja con la sensación de que la historia sigue, en lo invisible, en lo inmediato. Y obstinadamente esperamos (confiamos) que Orestes decida salir, escapar de esa segunda y “eficiente cárcel de tierras amarillas”, a algún lugar todavía intacto en la memoria, en el sueño, en la inocencia. Un lugar accesible hasta para los apátridas.